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Roberto Ponce Cordero
viceversa magazine

Del mal gusto visionario al mal gusto como way of life: John Waters y el fin del American century (II)

Nos quedamos en Waters, a finales de los setenta, trabajando por el fin del sistema establecido (patriarcado, capitalismo, racismo, homofobia, what have you got?) en un mundo por llegar.

Como es sabido, no obstante, fue otro el mundo que llegó: con Polyester (1981), Hairspray (1986) y Cry Baby (1990), así como con Serial Mom (1994), en la oeuvre de Waters tiene lugar un giro obligado por el backlash conservador anunciado por la llegada de Reagan al poder y que resulta, en los ochenta y noventa del siglo pasado, en la consolidación absoluta de la hegemonía neoliberal. En circunstancias tan adversas para lo chueco, lo marginal y lo trash, la lucha necesariamente se transforma: ya no se trata de llegar a los límites de lo radical y superarlos, para testear también afiliaciones y compromisos subjetivos de los supuestos “revolucionarios” con los objetivos máximos de la diversidad y de la equidad social (qué buenos aquellos tiempos en los que podíamos provocar a los provocadores), sino que se trata de, mal que bien, defender lo logrado y, en el mejor de los casos, de ser capaces de denunciar la hipocresía conservadora habitual.

Esa es la tarea que Waters parece creer tener, en esas películas, en esas décadas, y vaya si lo hace bien (la exquisita Kathleen Turner, en Serial Mom, no deja piedra sobre piedra del consenso bipartidista norteamericano de los años noventa)… pero algo se pierde y ya no se puede recuperar. No tiene tanta gracia mostrar lo estúpido que es el conservador gringo promedio, al fin y al cabo, ya que, al menos entre los ya conversos, dicha estupidez está sobreentendida. Antes Waters debatía sobre gigantescas utopías y mostraba sus lados oscuros, además de que revelaba que los partidarios y militantes de dichas utopías eran lamentables, falibles, patéticos epígonos y, crucialmente, fácilmente provocables. Ahora Waters ya no tenía utopías sobre las que reflexionar.

Con la mediocre Pecker (1998), con la excelente Cecil B. Demented (2000) y con la extraña A Dirty Shame (extraña porque quedará como canto de cisne de una carrera que merecía otro canto y porque evidentemente no estaba pensada como canto de cisne), estamos frente a un autor going through the motions, que se repite a sí mismo. El mundo de los reality shows, al fin y al cabo, desborda y supera, con mucho, la fantasía más loca del Waters de los setenta, de modo que… ¿cómo demonios provocar?

Es respetable intentar hacerlo al desenmascarar el arte contemporáneo como la farsa mercantilista que parcialmente es (Pecker), al presentar la pasión por el cine independiente como una psicopatía (Cecil B. Demented, llena por cierto de guiños autobiográficos que harán llorar a los fans de John Waters… el agent provocateur de antaño como objeto de pura nostalgia) y al presentar la disfuncionalidad evidente de la sociedad norteamericana de los años cero como resultado de la represión sexual, haciendo en el proceso que Tracey Ullman baile un striptease sublimado en la pantalla (A Dirty Shame). Pero el hecho de contratar a actores como David Hasselhoff (!) y Johnny Knoxville en esa última película demuestra que estamos ante un impasse sin solución posible, sin solución real. David Hasselhoff (también de Baltimore) representa lo peor y más esperpéntico de la cultura ochentera de Estados Unidos y, justamente, de la era de Reagan: su casting no constituye una transgresión (como sí lo fue, por ejemplo, la elección de Tab Hunter, semi-estrella hollywoodense de los cincuenta que estuvo siempre en el closet, pero de manera muy visible, y que participó como prototipo de jefe de familia heterosexual en Polyester) sino una capitulación… en este caso, el trash de Waters no es visionario sino, simplemente, trash.

El asunto de Knoxville es más complicado, porque no hay nada que achacarle a él, como persona o como profesional. El líder de Jackass (un programa y unas películas absolutamente bajo la influencia de Waters… eso sería otro ensayo), sin embargo, es un exponente de una generación (claramente marcada por Waters, casi siempre sin saberlo) en la que la gente come caca de perro como deporte, frente a las cámaras, con tal de atraer más televidentes, más retuits, o más likes; lejos estamos de esa mañana gloriosa de 1972 en la que Divine hizo historia del cine comiendo mierda de perro (real) para Pink Flamingos. En esa era, eso era revolución… revolución en la revolución, incluso. Los mismos hippies vomitaban ante el espectáculo y pedían algo de decencia, algo de mesura. Hoy por hoy, come caca de perro el youtuber de turno intentando atraer más views. Y a lo mejor sale en las noticias y en horario estelar.

A Dirty Shame se estrenó hace más de diez años y, en el ínterin, Estados Unidos ha tenido un presidente “negro” (interracial, realmente, mestizo, pero los gringos jamás lo verán como tal) y acaba de entrar en un período que avizora con convertirse en el final de lo que fue la Segunda Reconstrucción (grosso modo, la plétora de movimientos sociales que llevaron a la notable expansión de derechos ciudadanos en USA desde los sesenta del siglo pasado hasta acá). Puede que, toquemos madera, incluso se convierta en el final de lo que en vida fue Estados Unidos de América, la democracia más antigua del mundo, bla bla bla.

Es en momentos así cuando más necesitamos a John Waters. Pero, por otro lado, ¿qué puede hacer el mayor provocador del siglo XX norteamericano cuando el nuevo presidente es también un provocador (uno de mala calaña, eso sí), aunque de una polaridad política diametralmente opuesta? Para empezar: duele poner eso porque no son contrapuestos sino que no están en el mismo universo, la verdad…

Quizás el testamento de John Waters, el Mark Twain del siglo XX, sea su entrevista con Stephen Colbert (un gran comediante de la contemporaneidad, pero años luz detrás de Waters) del 22 de noviembre de 2016. En ella, Colbert hace alusión al hecho de que Waters ha sabido hacer un negocio de “shockear” a la gente durante cincuenta años y le pregunta si hay algo en la vida que acaso lo pueda “shockear” a él. Waters no lo duda: responde que el resultado de las elecciones de 2016, las que llevaron a Trump al poder, lo “shockeó”.

Hemos dado una vuelta de tuerca aterradora, como cultura. Y le hemos metido taladro. Hasta el mejor y más radical autor satírico del siglo americano se “shockea” con nuestra infame realidad.

Flamingos Forever.

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