Una de las más agresivas pulsiones del sistema neoliberal es la necesidad de apropiarse de nuestra lengua, que es igual que adueñarse de nuestros pensamientos, emociones, sentires, deseos, necesidades, modelos de vida y, conductas. En su trepidante y obsesiva carrera por la dominación de todo lo vivo y humano ha asumido la tarea titánica de despojarnos del más preciado bien que poseemos los seres humanos: el lenguaje. En este sentido, ese gran poder anónimo que rige la vida de tantos en el mundo, va asiendo para él todo un imaginario de palabras que le ayudan a perpetuarse dentro de la conciencia, y así colonizar el pensamiento de la manera más atroz que podamos imaginar. Quiénes son sus cómplices, pues muy obvio: los medios televisivos, la prensa escrita, la música, la mala literatura, los escritores de poca monta, los profetas de la felicidad y un sinfín de esbirros que día tras día ayudan a implementar por cualquier vía y forma, la mediocridad, la individualidad y el sálvese quien pueda.
Una de las palabras que obedece a este macabro plan está revestida por una inmensa popularidad entre muchos. Todos corren tras de ella sin importar las consecuencias. Se inocula en la vida desde la niñez. En todos los planos de la vida cotidiana está dispuesta para causar alegría o el más profundo y abismal de los fracasos: El ÉXITO.
La real academia de la lengua nos define dicha palabra con tres acepciones. En primer lugar como el resultado feliz de un negocio. En segundo lugar como la buena aceptación que tiene algo o alguien. Y por último, fin o término de un negocio o asunto. Lo que se me olvidaba transcribir, casi que con la peor de las intenciones, es que dicha palabra proviene del latín exitus, que significa salida, y que está compuesta por el prefijo ex, que significa fuera y más allá. En sus dos posibilidades semánticas dicha palabra está vinculada en un primer término al plano de lo mercantil y material; en un segundo término con el mundo exterior, con aquello que es ajeno, que de cierta manera no pertenece, lo que quiere decir que está revestida de cierta frialdad e impersonalidad, de cierta enajenación y de una muy clara noción de la vida como negocio.
La noción de éxito que esgrime el mundo moderno no es más que una vil forma de dominar y desublimizar al individuo. Esta está de espalda al bienestar espiritual del hombre. En su angustiosa carrera por el reconocimiento y la aceptación material los individuos crean sus dioses y luego los entronizan hasta que terminan siendo aniquilados por los mismos. Como dice Hebert Marcuse “la gente se reconoce en sus mercancías; encuentra su alma en su automóvil, en su aparato de alta fidelidad, su casa, su equipo de cocina”. Estos son algunos de los pequeños dioses que rigen la vida del ser humano (agregaría también el mundo virtual y sus redes sociales –metáforas peligrosas), y que en gran manera crean también la noción de jerarquía de unos con otros.
Por lo tanto –como reza el dicho- usted debe estudiar y trabajar para ser alguien, para ser reconocido y valorado por lo que “tiene” (no por lo que “es”), no importa si está haciendo algo que no es de su agrado, debe ser complaciente y trabajar ocho y tal vez más horas al día. Usted debe aceptar sonriente el patrón y las obsesiones colectivas, hipotecar su vida, ser un número de cuenta a plazo fijo; caminar al mismo ritmo que los demás, así, monorítmico, monosilábico y monocorde; usted debe mantener el molde, total los mass media han trabajado bastante para que se sienta parte del Olimpo, para que usted se parezca a sus dioses, para que pierda la poca autenticidad que le queda, porque usted llegó a un mundo que ya tenía unos acuerdos: unos dominarán y otros serán dominados, unos serán buítres y otros serán carroña, y así el éxito tan ansiado no será más que su pequeña angustia y su gran infierno.