El lector probablemente habrá notado que en la primera parte de este artículo he estado identificando lo que dejamos al salir del cine con el concepto de pérdida. Existen por supuesto otras maneras de abordar dicha pregunta. Para algunos espectadores puede ser más bien una ganancia, para otros un alivio. Volviendo a la teoría del placer de Roland Barthes, no extraña que su visión del tema adquiera visos afectivos. Su “amorosa distancia” entre el yo y la imagen conlleva a que el texto deba estar escrito con placer para poder transmitírselo al lector, de lo contrario, “el texto se volverá un texto frígido, como lo es toda demanda hasta que el deseo le da su forma definitiva”.
Igualmente, la película exige ser filmada con placer para transferírselo al espectador, cuya fascinación dependerá entonces de lo que el cineasta haya experimentado al realizarla. En este sentido, el director Whit Stillman, quien en Metropolitan, Barcelona y The Last Days of Disco nos había ofrecido una visión muy personal del placer y la memoria, nunca fue un fan de Jane Austen, e incluso llegó a afirmar que Mansfield Park “era notoriamente un mal libro”. Ello, no obstante, no fue un hándicap al momento de adaptar Lady Susan; una novela de juventud que la misma Austen nunca pensó iría a publicarse. De hecho, la escena final de la novela posee un cinismo del cual adolece la versión de Stillman. Ello influye consecuentemente en el estado de ánimo del espectador, mezcla de dolor y placer, deseo y neurosis. Amor, en otras palabras, que “desempacamos” en tanto evoluciona el film frente a nosotros.
No extraña entonces que la sensación de pérdida al terminarse la película sea tan honda. Y que cuando uno se separe del significante cinemático, quede borrado el estado de hipnosis y se vuelva a la realidad, inconscientemente uno caiga en cuenta de que ha estado inmerso en un ménage à trois con el film y el cineasta.
Tal interacción refuerza el discurso sobre el placer cinemático y robustece el proceso de identificación entre el espectador y la imagen. Estoy aquí con la imagen pero sin estar “confinado a la imagen”, como Barthes sugiere, pues también me hallo involucrado con la historia sucediéndose por detrás de la imagen y con lo que ocurre en la oscuridad alrededor. Me siento por tanto relativamente “libre” y apto para oscilar entre ensoñación y realidad fácilmente, en una relación alimentada por mi deseo de ver. Un deseo que puede ser percibido también desde distintas perspectivas.
En términos de Roland Barthes, la pasión por percibir se halla intrínsecamente unida a mi identificación narcisista con el significante cinemático: “Presiono mi nariz contra la pantalla-espejo; esa ‘otra’ imagen-repertorio con la cual de manera narcisista me identifico”. Para Christian Metz, sin embargo, mi ausencia de la pantalla se vuelve un obstáculo en el proceso de identificación: “No puedo identificarme conmigo mismo como objeto; solamente con objetos que están ahí sin mí”. Personalmente, tiendo a concordar aquí con Barthes más que con Metz, pues en mi relación con la imagen, durante el estadio hipnótico, me transformo en percepción pura. Pura percepción, en un proceso donde mi cuerpo se desvanece al interior del significante cinemático, como si fuera otra imagen en la pantalla.
Así, puedo verme reflejado sobre ese espejo y enamorarme de una representación que abrazo o rechazo, del mismo modo como abrazo o rechazo una porción de mí mismo, ya que actúo a través de los caracteres y me imbrico en la diégesis cual si fuese un protagonista más. Estoy ahí, con Reginald DeCourcy, encantándome con Lady Susan Vernon pero sin perder conciencia de su manera de manipularme para atraparme en su red. Camino con Sir James Martin por los jardines de su mansión, mientras intento seducir a la hija de Lady Susan, Frederica. Me preocupo con Charles Vernon por el destino de mi sobrina, pero sin decidirme a intervenir. Y es que mientras me dejo llevar por la imagen, no estoy “presente en la sala”, como asegura Metz. Quizás porque en su modelo del placer del espectador, el quiebre entre realidad y ensoñación es demasiado radical, en tanto que Barthes une ambos estadios mediante una “amorosa distancia”, tal cual apunté anteriormente.
Inmerso en la experiencia cinemática tengo “dos cuerpos simultáneamente”. Uno “pegado” a la imagen, el otro hundido en la mullida butaca. Por un lado, “un cuerpo narcisista perdido en el espejo”. Un cuerpo dable de construir el discurso simbólico de identificación con el significante cinemático, que experimenta dolor, ansiedad, miedo, rabia, deseo, dirigidos a la imagen en pantalla: “En el cine, como en cualquier otro medio, la constitución de lo simbólico solo puede realizarse a través del imaginario y sus binomios: proyección-introyección, presencia-ausencia. Fantasías que acompañan la percepción”, afirma Metz.
En este estadio hipnótico me miro al fijar mi mirada en la pantalla. Con ello el proceso de autoafirmación y negación se desarrolla simultáneamente con mi gesto. La pantalla es la superficie donde me observo al “confundirme con los personajes” y/o buscar una fracción de mi propia historia en las imágenes sucediéndose allí. Consecuentemente, el significante cinemático deviene un “segundo espejo” en cuyo reflejo me busco, y al buscarme dejo lo que he sido, soy o nunca seré.
Por otra parte, soy “un cuerpo perverso, listo para fetichizar no la imagen sino lo que la excede”: la textura de la banda sonora, el enorme teatro donde únicamente estamos Anita Pantin y yo, la oscuridad circundante, un rayo de luz que traspasa la penumbra cuando uno de los acomodadores entra para asegurarse de que la sala no está completamente vacía… Recobro entonces la carnalidad del cuerpo, gesticulo hacia la inexistente audiencia, toco mi chaqueta, le susurro algo a Anita a fin de anclarme a la realidad. Este es el estadio que más le fascina a Barthes, pues la película se vuelve la excusa para fetichizar la sala y sus contenidos.
En nuestro caso, la emoción de asistir al doble espectáculo constituido por la belleza del film y la del teatro desocupado y disponible, como a la espera de quien llegue a apropiarse de él. Ahí somos conscientes además de que con nosotros muere una forma de mirar, imposible de reproducir en los multiplexes, estrechos y ruidosos, donde nos apiñamos con la urgencia postmoderna con que lo hacemos todo.
La película termina. Las luces se encienden. Empezamos a salir. Ahí me siento tentado a devolverme a ver qué hemos dejado atrás. Nuestras butacas están vacías. No hay rastros de comida, cabellos o fluidos sobre la alfombra. Parece que esta vez lo que dejamos al salir del cine permanecerá solamente en el estadio de lo imaginario. Sin embargo, esto es algo de lo que me doy cuenta después, una vez he dejado la sala y me he sumergido en la situación post-cinemática. Una situación que podría desarrollarse en una fiesta, un club, otro bar. Y, entre tragos, conversación, miradas furtivas sobre algún cuerpo disponible, recobrar ciertas imágenes incorporadas a mi imaginario, llevándome a concientizar lo que he dejado al salir del teatro. Restos, quizás, de un encuentro tan apasionado como el que podría haber tenido con algún amante. O tan elusivo como el objeto que podría seguir a lo más alejado del local y hacia la oscuridad de otro “cine” mucho más inmediato que el Paris donde, no obstante, Anita Pantin y yo seguimos estando, pues nunca podremos ya abandonarlo del todo.
Photo Credits: Anita Pantin