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Deja salir tu palmera

¿Qué se puede decir de la dificultad de renovar los pasaportes en Venezuela? ¿Qué, de Zapatero y su apoyo irrestricto al resultado electoral de unas elecciones en régimen dictatorial en un país que le es ajeno? ¿Qué más se comen y beben y gozan los gobernantes en Venezuela, que no se haya dicho? ¿Qué, de la oposición… de los supermercados, los asesinatos, la gente comiendo en la basura, la ruptura de relaciones con Panamá, la falta de medicinas, los muertos, los presos, los dictámenes de la corte Suprema en el exilio? ¿Qué otra tristeza además de la de ser testigo de la atrocidad que desgarra la humanidad de tu país, ante tus ojos? ¿Cuánto más podemos desear que todo se acomode, que los que están afuera puedan volver y que los que están adentro no se quieran ir? ¿De qué sirven los premios internacionales si no se los pueden llevar a la casa?

Estas son de esas líneas donde el país se me atraviesa sin importar el tema. Y se me enferma la palabra de desánimo. Cualquier otro pensamiento se me escapa resbaloso, divago en lo incierto, todo parece sin importancia ante el volumen del país del que ya no sé, nadie sabe qué decir y sin embargo todos dicen. Priva la falta de fe que esquiva cualquier inocencia, que arrasa con cualquier atisbo de optimismo. Vence la incredulidad, la desconfianza que amarga el lamento hasta convertirlo en rabia estéril. Entonces, ¿no es mejor morir callado? Evitar transmitir esta zozobra. ¿Cuál es el sentido que tiene compartir el malestar que se prolonga en una historia que no pareciera tener fin?

Y es entonces cuando se te menea lo que llevas entre pecho y espalda. No eres capaz de decir que todo está perdido, porque tienes esperanzas y palmeras… como una verdad escondida, muy adentro, que se sostiene callada, hondo en el corazón de todos los venezolanos, emigrados o quedados, a pesar de vientos o nevadas, inflación y malandros, en cualquier idioma, aquí o allá. Una palmera que ondea al viento bajo el sol y es sonrisa, bienestar, cuna y hogar, cariños, palmera que mece la melena al son que le soplen, sin premeditaciones, como vaya viniendo, vamos viendo, enfrentados a lo peor, seguimos, la palmera sigue ahí, rezagada, acallada tal vez, pero ahí, en el mero centro de lo que somos, del cómo somos, un son, un tumba’o, una manera. Somos palmera, ¿qué más se puede decir? ¿Que llevamos la palmera ahora callada adentro? ¿Y qué pasa cuando las palmeras guardan silencio? ¿Las palmeras no son para siempre? ¿Y si pasan más de veinte años… se salvan las palmeras?

Y ¿por qué palmeras? No sé, es una imagen, que me surge sin razón aparente, tonta y simple, una palmera sin preámbulos ni justificación lógica, que me invade cuando pienso en Venezuela. Podría ser otra, sí, que suene menos hippie, trillada o recurrente cual afiche de turismo tropical. Arepa, reina pepiada, patacón pisado, joropo, arpa, cuatro y maraca… palmera. Podría ser otra, besitos de coco, sí… tal vez por eso logré censurar mis palmeras fuera del alcance de mis decires, no fuera a parecer ridícula, tan poco creativa, ¿una palmera? ¡por favor! Venezolanismo inmerecido, superlativo caribeño poco sesudo, las palmeras también son Sur de España o Francia, Egipto, Colombia, Madagascar palmera…

Lo que pasa es que he llegado al punto en que la palmera se me inmiscuye en cualquier frase, y es así que irrumpe sobre todo cada vez que quiero desearle algo bueno a alguien: que te vaya bien, y palmeras. Muchas palmeras. Felicidad y palmeras. ¡Te felicito, palmeras! ¿Será por necesidad de encontrar alguna nueva manera de decirnos desde lo bonito y feliz?

Pues desde mi Venezuela que soy, dejo salir lo que no apena, hasta la vista y palmeras.

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