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Fabian Castaño

De libros y lecturas: Fragmentos del tiempo

Vivo en una suerte de orgía con el mundo y ésta es mi mayor forma de celebración. Colecciono instantes, imágenes, visiones, claridades, negaciones, sueños. Todo me acompaña, me atraviesa, me regenera.  Impulsado por la fuerza de un motor chispeante que se nutre con lo que observo, voy con mis brazos abiertos recogiendo la explosión del mundo. La tierra entera es mi parque, mi asilo, mi consuelo. Hablo de tú a tu con las aves, con los grillos, con las mariposas, con las flores, con las tardes. No sé  a qué se refieren cuando mencionan la soledad del escritor. Los límites de mis comarcas interiores son tan extensos, tan bulliciosos, tan poblados de lo que amo, que la única soledad que me permito es la de escribir.

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Escribir puede ser una expedición hacia esas tierras vírgenes que existen en nosotros y que por motivos que desconocemos jamás hemos visitado. Por esto, escribir llega a ser un excelente método para aprender a conocernos.

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El problema es cómo decirlo que parezca a la vez exacto, ajustado, terrible, impecable, hermoso, que estalle como un trueno; pero que, además, no se le note ninguna intención o esfuerzo para hacerlo.

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La razón por la que no hacen nada digno es porque asumen demasiados preámbulos,  aspiran a ser sistemáticos, imitan modas pasajeras, piensan permanentemente en el éxito, desean ver constantemente sus nombres en los moldes de los periódicos. Se olvidan de la sencillez, jamás miran a su alrededor. No tienen olfato, ni gusto, ni oído. Es decir, comienzan por la cola, sin tener en cuenta que lo esencial es aprender a disparar sus flechas con el arco iris de la vida.

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Mi mente me fabrica y hace que navegue en el mar de la probabilidad. No tengo certezas últimas, ni primeras. Mi mañana me es tan desconocido y tan inasible como lo fue mi hoy que ya pasó. Todo ayer ha explotado y de ellos  sólo van quedando pequeñas lucecitas a las que puedo definir como mis impresiones, de las que voy sacando mi experiencia que es inútil como la moraleja de cualquier cuento infantil. Simplemente vivo. Me toca crear un territorio para cosechar aquellas cosas que quiero de mí. Y así, sin ataduras ni preámbulos, alzo el arco y dirijo la flecha al corazón de lo inexpresable para intentar arañarle una o dos palabras que me ayuden a captar la maravilla del existir.

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Los reflejos en la superficie: las palabras.

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Animal sediento de tiempo: el hombre.

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Casa: taller de fundición. Refugio del guerrero. Coraza contra la intemperie. Jardín donde se cultiva y cosecha la mayoría de nuestros sueños.

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Surge peligro allí donde alguien se siente seguro de su posición. Amenaza hundimiento allí donde alguien trata de conservar su permanencia. Surge confusión donde alguien lo tiene todo en orden. Por eso el noble, cuando está en seguridad, no olvida el peligro; cuando permanece, no olvida el hundimiento, y cuando mantiene el orden, no olvida la confusión.

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Sólo es osado aquel que se atreve sin tener en cuenta las circunstancias, aquel que crea a partir del apoyo más tenue.

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Lo que convalida lo auténtico es la manera de referirlo. Mientras que el ilusionista de la palabra modula su eco en el murmullo del público, el hombre auténtico grita a través de la pequeña hendija que ha descubierto en sus múltiples viajes a bordo de sí mismo.

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El talento también consiste en encontrar los medios para lograrlo.

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Lo que me hace sentir nostalgia no es lo conocido sino lo que jamás podré conocer.

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Tiene talento, pero es demasiado complaciente consigo mismo; es decir, ha dejado el gobierno de su mundo creativo en manos de su peor enemigo.

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Algún día deberíamos hacer un estudio concienzudo para saber cuánto le debemos, en nuestra superación, a la dificultad. No aprendemos, no llegamos a adquirir una verdadera caparazón humana, si no es gracias a ese cúmulo de vacíos, de agujeros negros, de necesidades, de inquietudes, al ventilador central que puede llegar a ser la dificultad en el desarrollo de cada uno. Y cuando digo esto, no pienso en las zancadillas que nos colocamos a nosotros mismos. Pienso en la imaginación, en la búsqueda de recursos, en la disciplina, en ese pulso cotidiano por ganarle a todas las condiciones que nos dicen que debemos fracasar. Aquí se centra el gran aprendizaje de un hombre. Pues si lo miramos de cerca, podríamos afirmar que somos merced a esa batalla, a este cuerpo a cuerpo, el estímulo disfrazado que significa la dificultad de la existencia humana.

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De los pensamientos, los que apuntamos con mayor gusto son aquellos que nacen al aire libre, al sol, en la corriente caprichosa de la vida. Aparecen de súbito y brotan con tanta intensidad que resulta difícil fijarlos en un cuaderno. Desde que irrumpen llevan impresa la marca que es el testimonio de su fidelidad con lo que hacemos. Son únicos, vitales y representan la expansión que realizamos a medida que vamos colonizando la tierra virgen de nuestras extensas percepciones.

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Quisiera poder transformarme y visitar territorios ajenos, sin preocuparme del que soy. Albergar cualquier pensamiento, por extraño que parezca, sin alterarme por ello. Dejarme tentar e irme hasta tocar el indefinible límite, pero volver inmune. Ser inasible, pero sentir que siempre soy los otros. Tener cariño por todas las formas humanas, sin excluir la estupidez. Diluirme en las cosas, ir como un desconocido, pulirme lentamente, intentar descifrar mis enigmas; en suma, hacer lo posible por abrazar la totalidad de mi condición humana.

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A veces, nada nos es más lejano que lo que sentimos más próximo.

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Lugar en construcción, edificio en obra negra, cuarto oscuro donde, de vez en cuando, entra un poco de luz: el hombre.

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Sólo necesito que comiencen a hablarme de la verdad para sentirme caminando en tierras pantanosas, inestables, inseguras, como si quisieran engañarme.

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Una de las críticas más certeras que se le puede hacer a nuestra población es a su envejecimiento prematuro. Basta que un hombre cumpla treinta años para que comience a sentirse viejo. Se trata de una manera extraña de enfrentarse a sus días. La desesperanza que lo empieza a rondar, el apolillamiento general de la persona, el cansancio, la falta de iniciativas, ese vencimiento de términos que va originando esta manera de conducirse. Creo que nos entregamos con demasiada precipitud en los brazos de la muerte. Cuando ser joven implica una actitud de beligerancia, de riesgo, de fortaleza, de lucha, de simplificación, de ligereza, de rapidez, de contundencia; podríamos decir, de ser fieles a la vida.

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Las palabras son mi vehículo, mi resuello, mi asidero, la posibilidad a la que me aferro. Mi oxígeno, mi sueño, mi esperanza, mi ruego, mi hechizo. El cohete en el que vuelo, el lugar en el que se calma mi sed. Mi refugio, mi consuelo. El sitio en el que me transformo. Ellas van y vienen a través de mí, y por ellas tomo impulso, salto, juego, gozo, sufro. Allí transpiro, estallo, palpo al mundo. Son mi huella, mi delirio, mi pasaporte, mi angustia, mi alegría, mi veneno. Las palabras retumban en mí, y yo soy su eco, su enjambre, su depósito, su laboratorio. Y sé que mi obligación es cuidarlas, pulirlas, acariciarlas, verificarlas, hasta lograr construir ese puente que comunica con lo más sagrado y sincero que existe en mí.

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Lo que me hace sentir estupor no son las atrocidades que cometen los demás sino corroborar que todas esas cosas las llevo en mí.


Fragmentos del tiempo. Medellín. Editorial Ojo Mágico. 2005. Págs. 7-13. 

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