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De la ética y otras cosas

Sin ética todas las acciones humanas acaban por ensuciarse.

Aburre la idiotez. Asombra. En medio de una crisis sin precedentes en Venezuela, unos y otros balbucean memeces. Los que critican a Guaidó por echarse un chapuzón en Margarita. Los que se lo celebran. Los que ofenden a María Corina porque ella los ofende. Los que rezan babiecadas insulsas, frases manidas preñadas de bobadas «New Age» o panfletos mediocres de autoayuda. Los que se aferran a estribillos y slogan porque la verdad es demasiado dolorosa para creerla. Los que están convencidos de que la élite es una suerte de infalible maquinaria del mal y que todo lo calcula hasta donde no es posible hacerlo, pero paremos de contar, que la lista es larga. En medio de acusaciones y disculpas, de bobadas y mitos, de fábulas y peleas estériles, permanece la crisis, consumiéndonos, como si fuese una bola radioactiva que en lugar de la venenosa radiación, emana maldad… Una ponzoñosa y contagiosa maldad.

La verdad, por lo general, yace en algún punto intermedio entre los extremos, llámense chavistas, maricorinistas o antimaricorinistas, llámense apaciguadores o guerreristas, psuvistas o militantes de voluntad popular. Lo cierto es que Erik del Búfalo ha dicho verdades, y también Carlos Raúl Hernández o Héctor Manrique. Pero también las dijo Chávez en su momento. Y es que lo importante, lo verdaderamente importante, no es vocear verdades, unas tan obvias que se revelan solas, sino el modo como habrá de resolverse la crisis. Cabe decir, pues, nos guste o no, todas las opciones están sobre la mesa. Pero tal afirmación significa exactamente eso, todas y no solo aquellas que de acuerdo al bando, resulte agradable a la visceralidad personal. Desde un diálogo imperfecto y posiblemente incómodo para todas las partes hasta la malquerida intervención extranjera. No obstante, lo importante es, de hecho, la viabilidad de la solución.

La estrategia del «cese de la usurpación» depende de un quiebre que no se produce en la Fuerza Armada. Las razones pueden der variadas. Desde el quiebre de la institucionalidad del ejército hasta el temor de los hombres de armas sobre la capacidad opositora para asegurar la gobernabilidad una vez se instaure el gobierno de transición.

Las negociaciones, por su parte, tampoco lucen factibles, en tanto que las posturas de cada bando se encuentran tan distantes que hallar un punto intermedio resulta improbable. O lo que es peor, y más cercano a la realidad, a una de las partes no le interesa negociar, tan solo ganar tiempo, a ver si tiene suerte y ocurre algún milagro que revierta su aplastante impopularidad (caso en el que gustoso, aceptaría medirse en unas elecciones).

La invasión militar estadounidense (y las versiones propuestas) no va a ocurrir. Así de simple, así de cruel. Olvidan los que invocan el TIAR o una intervención militar (que aun siendo ética, no tiene amigos en el concierto internacional) debe ser aprobada por Donald Trump (y los mandatarios de las otras naciones participantes), y por lo visto, tal cosa no va a suceder.

Puedo seguir enunciando pero… En fin…

Hay en toda la charlatanería imperante (de lado y lado) un trasfondo mágico, aunque, debo decirlo, en algunos casos esté bien disfrazado de sesudos comentarios. Pero, en honor a la verdad, unas elecciones en las que se vota pero no se elige, un diálogo con un sector que no desea dialogar y solo ganar tiempo o una ilusoria invasión militar no son menos mágicos que encenderle velones a quién sabe quién. No es pues, menos mesiánico que apostar a un líder supranatural capaz de salvarnos.

En todo caso, jamás lograremos el anhelado cambio si esperamos que otros nos resuelvan el problema, sean los estadounidenses, María Lionza o algún caudillo. Debemos aceptar, y asumir, que la solución a la crisis es nuestra responsabilidad (al fin de cuentas, a la élite se le regaló un cheque blanco y ahora tenemos que quitárselo). La unidad no es un mantra ni un fraseo propio de una campaña electoral (en la cual no estamos), sino una necesidad imperiosa. La unidad debe ser un hecho consumado, que fortalezca a la nación frente a un enemigo común: la élite (y es un enemigo, porque para esta se trata de una guerra, de ese anacronismo llamado «lucha de clases»). La unidad debe, y cuanto antes, alterar el statu quo, porque este favorece al gobierno de Maduro, a la élite chavista y a su nociva permanencia en el poder. Poco importa si Guaidó es valiente (no dudo que lo es), y mucho menos las ofensas disfrazadas de críticas a quienes acusan de ofender por el solo hecho de criticar (constructivamente) lo que, sin lugar a dudas, no va bien (y decir lo contrario es un insulto a la inteligencia ciudadana). Importa lo que hagamos para concretar lo que algunos necios llaman «mantra», porque a estas alturas del juego, resulta difícil tragarse la legitimidad de un gobierno que nos ha obligado a vivir en la miseria y a morirnos de hambre y de mengua o majados a palos, si acaso se nos ocurre quejarnos. A estas alturas, la ética nos impone el deber de darle cauce a la transición.

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