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De amantes y de amados: Marcel Proust y Carson McCullers

El amor no correspondido en Proust hace oscilar, hila y motoriza la completa disposición de cuadros y escenas a lo largo de En busca del tiempo perdido. Amor, que se remite en el autor a referencias geográficas muy concretas. Es así como Combray adopta la forma del afecto proveniente del sueño. Ya en las primeras páginas de la Recherche, el autor nos pondrá sobre aviso en lo que a esta particularidad sentimental se refiere. Marcel se duerme apenas toca la almohada, pero media hora después despierta, pensando que ya es hora de dejar el libro, que se figura tener aún entre las manos, para echarse a dormir. Ese echarse a dormir, posterior al sueño mismo, define el amor que resulta del primer acceso a Combray.

Aquí Marcel desplegará el afecto por la madre. Afecto que desplaza al protagonista de un lado a otro de las casas, de uno a otro camino, de uno a otro personaje: la tía Leoncia, Francisca, la villa de Combray… todos secundarios ante ese ser en torno al cual Marcel va a fundar su capacidad amatoria. Porque la madre es, indudablemente, la primera amada, objeto inicial que Proust aborda como amante, a través de Marcel, también por primera vez, aun cuando de manera limitada. Y no porque su amor así lo exija, sino porque el padre constituye el obstáculo que les impide, a Marcel y a Proust, fundirse en un mismo vértice, colmar su necesidad de afecto. Se establece entonces el triángulo, pero el estímulo afectivo que fluye de un vértice a otro, no será satisfactoriamente correspondido, pues la dirección hacia la cual cada quien apunta, como siempre ocurre en los triángulos amorosos, es la dirección equivocada.

Carson Mc Cullers, otra gran sacerdotisa de los recuerdos del amor, en La balada del café triste nos cuenta la historia de un enano jorobado, quien llega a un pueblo desolado y, caminando por la calle principal, se acerca hasta la puerta de una casa. Toca y le sale al encuentro una mujer, Amalia. El enano le dice que es su primo y ella se sorprende, porque Amalia es una mujer gigante y él un enano jorobado. Conversan, caminan por el pueblo, y el enano cae en cuenta de que en ese lugar no hay ningún café. Amalia le responde que hubo una vez uno, pero era un café triste y por eso lo cerraron. Él le propone entonces abrir otro y ella acepta, estrechándose con el trabajo la relación entre ambos.

Paralelamente, Amalia está casada con un hombre de tamaño normal quien se encuentra encarcelado. Ellos abren su café y el enano lo alegra con sus saltos y actuaciones. Amalia comienza así a enamorarse del enano; a escogerlo a él, a actuar como el amante. En tanto que el enano, como objeto escogido, como amado, permanece indiferente.

Una noche, por esa misma calle principal, se dibuja una figura de hombre que llega hasta el café. Al entrar, Amalia se sorprende porque ese hombre es su esposo. El enano queda inmediatamente extasiado con él y empieza a dar vueltas a su alrededor, comienza a hacerle la corte; pero al hombre no le interesa el enano sino Amalia. El triángulo es ya un hecho y, al cabo de unos días, la tensión se vuelve tan insoportable que, una noche en el café, el hombre agarra al enano y lo golpea. Entonces Amalia se abalanza sobre su esposo y dan inicio a una pelea, en tanto el enano se refugia en un rincón. La pelea se hace cada vez más violenta y, en un acceso de rabia, el hombre le saca los ojos a Amalia. Al caer en cuenta de lo que ha hecho, este sale del café. Ella grita y le suplica al enano que la ayude, pero él, sin siquiera mirarla, sale también del café y se va detrás del hombre. La historia termina con la imagen del hombre caminando por la calle desierta e intentando desembarazarse del enano, quien le sigue a corta distancia.

Todo esto para decir que solo existen dos países: el de los que aman y el de los que son amados. Proust es el amante no correspondido por la madre, y Marcel niño es el ser amado por la madre, pero quien tampoco es completamente correspondido por esta, pues ella también ama a su esposo. Hay aquí entonces una dosis de amor no compensado, que se acumula simultáneamente en Proust y en Marcel, signando el modo como ambos van a establecer las restantes relaciones a lo largo del tiempo; de la investigación del tiempo, encontrado por Proust a través de Marcel. Por eso los dos son tan consecuentes con los seres con quienes establecen sus relaciones.

El beso, único, por ser uno solo, que le da la madre a Marcel cuando lo acuesta, es un drama: “el drama del momento de acostarme”, como él mismo dice. Y es un beso que lo perseguirá y perseguirá a los lectores de la Recherche siempre. Aun cuando nunca alcanzará a Marcel, quien quedará por tanto insatisfecho; con deseos de volver al instante anterior al beso, a la vigilia del beso. De ahí ese temor a echarse a dormir, que es posterior al sueño mismo.

Por otro lado Gilberta, primera aproximación de Marcel a un amor distinto al materno, aparecerá en Combray entre los setos del parque de su padre, el señor Swann. Aun cuando donde Marcel la descubrirá realmente es en París y, más específicamente, sobre un paisaje signado por una geografía menos espontánea que la de Combray: la de los Campos Elíseos.

Gilberta, será el producto de los celos del propio Marcel hacia su madre, Odette, por el amor de Swann; y de los celos de Swann hacia Odette, ante la sospecha de que esta hubiese podido tener affaires con una mujer. Otro triángulo de afectos no correspondidos entonces, en cuyo centro gravita Gilberta, definida aquí como el resultado de la otra posibilidad del amor, el amor entre iguales. Y quien contraerá matrimonio con el marqués Saint-Loup de Guermantes, amigo y objeto amoroso de Marcel nunca declarado, ante el obstáculo que resultó ser Raquel, la querida, y posteriormente Gilberta, la esposa.

Gilberta es consecuentemente el ojal donde Proust abrocha toda su obra. Porque resulta ser el punto de convergencia de los dos caminos del protagonista: el de Swann, donde se centra la preferencia sexual que es de Proust y es de Marcel; y el de Guermantes, es decir, la máscara impuesta por el autor a Marcel. Acto un tanto extraño, pues invierte el orden de los factores en el artificio usado por el escritor donde, por lo general, son los personajes quienes llevan a cabo las acciones que el autor no se atreve a ejecutar. Aquí ocurre todo lo contrario, porque es bien sabido el desenfado con que Proust vivió la mayor parte de su tiempo.

Finalmente Albertina, a quien Marcel individualiza del ramillete de muchachas-flor en Balbec y traslada a su casa de París, donde ella se convertirá en amada y objeto en quien Marcel volcará esa dosis de afecto no correspondido proveniente de la infancia.

Un vértice del triángulo, lo ocupará el amor de Marcel por Albertina. Marcel, como amante, inventa el amor y al ser amado pues, al igual que Amalia, es él quien escoge. “Encuentro en mi vida millones de cuerpos; de esos millones puedo desear centenares pero entre esos centenares no amo sino uno”, apunta Roland Barthes. De ahí que sea Marcel quien sufra y goce toda la relación con Albertina.

Otro vértice lo constituye la misma Albertina quien, como amada, no ofrece resistencia y se siente complacida de que Marcel le preste atención y la tome en cuenta. Ella se deja amar —como el enano de La balada del café triste, quien tampoco ofrece resistencia— pero ambos deciden cuándo y con quién irse. Porque aunque aparentemente sea Marcel quien le pide a Albertina que se vaya —escudándose en el otro vértice del triángulo, es decir, en la creencia de que ella tenga relaciones con mujeres— y quien además justifica su partida —pues también es el amante la parte de la relación que busca justificarse, cuando la otra parte se desprende— el objeto amado es quien decide la fuga y desaparece.

Es, entonces, el afecto no correspondido el que sacude y hace avanzar la obra de Marcel Proust. Él es el amante. Él es quien se queda y escribe. La ausencia es del otro. Es el otro, el amado, quien parte. Volviendo a Barthes: “soy yo quien me quedo, yo que amo, por vocación inversa, sedentario, inmóvil, predispuesto, en espera, encogido en mi lugar, en sufrimiento, como un bulto en un rincón perdido de una estación”. Y es que no podía ser de otro modo, porque el amor no retribuido es el verdadero amor, el único que permanece. En cambio el otro, el amor retribuido, es magia, y solo dura el tiempo que dura la magia.

Todo el afecto que se desprende del amante, que es Marcel, que es Proust, que es Amalia, entes activos de la relación, fluye hacia el amado; hacia Albertina, la madre, Gilberta, el enano. Seres a quienes “se busca anular bajo el peso de nuestro amor”. Si el amado consiente y nos lo devuelve, se forman esos instantes de hechizo y el café deja de ser un café triste. Si no consiente, nos toca quedarnos y sin derecho al pataleo pues, parafraseando a Romain Rolland, “el ser amado tiene sobre nosotros todos los derechos, incluso el de no correspondernos”.

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