Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Leonor Zaa

Danza de luces

Cuando le dijeron a Francisca Montenegro que siendo ella mujer, le resultaría mucho más difícil ser torera, su sangre andaluza se rebeló. Era hija y nieta de figuras emblemáticas de esas lides. ¿Por qué motivo el género iba a resultar un impedimento para realizar sus sueños? 

La primera vez que asistió a una corrida de toros tenía seis años y desde entonces quedó atrapada en el embrujo de la fiesta brava. Le impresionaron vivamente la figura de su padre, a quien adoraba, vestido de luces, la danza entre el torero y el toro, el capote malva de revés amarillo, la muleta roja, el animal fiero. Con el temblor propio de la primera vez, suspendida entre la admiración y el miedo, intuyó el duelo de la vida y la muerte. 

Muchas veces “la Paqui”, como la llamaban sus padres, don Javier y doña Elvira, ingresó a hurtadillas al cuarto de su progenitor donde guardaba sus hermosos trajes de luces, llamados así por los efectos que producían en el coso  al reflejar la luz del sol los cientos de lentejuelas que lo adornaban. Estaban hechos en seda, entorchados con hilos de oro como correspondía a los trajes de los diestros. 

La Paqui se maravillaba al observarlos con supersticioso temor. Allí estaban colgadas prolijamente las chaquetillas encendidas, las taleguillas  de seda; la montera negra que descansaba en la parte alta del closet y abajo las zapatillas del mismo color. La niña  nunca había tocado nada. Pero ese día al darse cuenta que la montera estaba en el perchero, fue tentada, de modo  que quiso probársela. De puntillas, estirando sus pequeños brazos trató de alcanzarla. Era inútil; acercó entonces un taburete,  encaramándose, finalmente logró su objetivo. Con la prenda en la mano saltó del banco, y erguida frente al espejo  con la mirada fija en su imagen, se la ciñó como si se tratara de una corona. Luego afirmó con solemnidad: “Yo, la Paqui, juro que seré torera como mi padre”. 

En esa actitud fue sorprendida por doña Elvira, quien muy enojada, quitándole la prenda de la cabeza, dijo: “¿Cómo te atreves mocosa, a usar la montera de tu padre? El toreo es oficio de varones, no es un juego de niñas.  –  mirándole a los ojos, la conminó- Prométeme que no  lo harás nunca más”.  

Francisca creyó desde entonces que su progenitora no la amaba. Ese fue su mayor pesar. 

Su padre en cambio  la apoyaba en su vocación, no obstante que la vida de un torero pende de un hilo, como la de Damocles bajo la espada. Acaso porque deseando él un primogénito, nació mujer.  En Madrid donde vivían, a partir de los diez años le dieron una preparación ardua y disciplinada en el arte de la tauromaquia. 

Quince años después, Francisca Montenegro, tenía ganado merecido prestigio por su destreza y arrojo  en la faena, elegancia en sus verónicas y precisión  con el estoque. 

Como todos los años, se celebraba en Lima, durante el mes de octubre, la Feria del Señor de los Milagros. Oportunidad donde incluida en un cartel inédito de cuatro grandes figuras, se presentaría “La Paqui”. Fiesta taurina  que  suscitó gran expectativa  de los aficionados. 

El empresario de la Fiesta fue a recibirla al Aeropuerto. Era fácil distinguirla, alta y de esbelta figura, el cabello azabache contrastaba con sus hermosos ojos claros. La sonrisa franca y su apretón cálido de manos, le causaron muy buena impresión. 

Ni bien llegó al hotel, la esperaba una entrevista. 

La reportera preguntó: 

-¿Le merece respeto la vida de los animales? 

-Por cierto, tanto como la mía. 

-Si es así, parece que Ud. les da poca valía. 

-El mayor bien de la vida es que tenga sentido. Para mí,  enfrentar al toro en el ruedo, me acerca a la experiencia más intensa de su valor.  

-¿Ud. cree que si el toro pudiese hablar, opinaría lo mismo? 

-Si es un astado de lidia, nacido para la contienda, sin ninguna duda   elegiría la muerte en la plaza a morir sin dignidad. 

La reportera se quedó sin argumentos. El fotógrafo continuó con su trabajo mientras Francisca Montenegro  se  despedía.  

Había concluido el reportaje.

El domingo la verían torear por primera vez en la Plaza de Acho. Cuando la condujeron al lugar, frente a la puerta del local, un grupo de manifestantes adversos a este tipo de espectáculos, portando pancartas, vociferaban consignas contra  la Fiesta Brava: 

-¡Abusivos, no a la violencia contra los animales! 

-¡El toreo no es arte, es barbarie! 

-¡Celebremos la vida! 

Trasponiendo el umbral, en contraposición, se escuchaba el rumor y la algarabía de los tendidos copados por la afición. 

Qué momento sobrecogedor cuando la Montenegro, vestida en grana  y oro, se plantó de rodillas para recibir al segundo toro de la tarde, en la llamada “suerte del perdón”. Acaso por la reciente pérdida de su padre en el coso madrileño. Qué silencio de respeto en las graderías. 

El toro salió del toril como un disparo prieto dispuesto a acometer todo lo que se moviera. Sus astas brillaban igual que cuchillos afilados. Deslumbrado por el sol, confuso por el griterío, se frenó de manos como si quisiera saber a dónde iría. A pesar de su ímpetu feroz busca una salida. No la encuentra. Cuando de pronto, allí está, el capote arrebolado de la torera que desencadenó la bravura de su casta, el toro bufando, encorvó el lomo y se lanzó sobre el capote, dispuesto a embestir. El aire se inflamó de tragedia. 

Por dos veces se frenó el cornúpeta antes de llegar donde ella. Se levantó la Montenegro de inmediato  y lo lanceó, con verónicas encendidas de pasión. 

Después del tercio de banderillas, lo citó por lo alto con la muleta púrpura a los medios de la plaza, donde dio  inicio a una danza irreverente, a un ritual de instintos fieros para purgar el miedo a la muerte en aras de la vida y del arte. Cibeles exige claveles rojos. “La Paqui”, con su talle flamenco ceñida a la bestia, sobre el albero que quema dio derechazos largos, naturales, y circulares  redondos en son de atabal de extraordinario arrojo. El toro se le entregó. El público delirante, de pie, gritaba: ¡Olé torera!, ¡Olé guapa! ¡Bravo!  

En un natural de maravilla el toro le hizo un “extraño”, desairó la muleta y buscó el cuerpo de la torera, quién fue  herida en un muslo. Un borbotón caliente la hincó más. Francisca Montenegro sin mirarse el traje, citó a la bestia,  tensó el  filo de la espada  y con precisión inaudita le hundió el acero. Lo mató, pulcra, de una estocada.  

El toro trastabilló, rodó sobre la arena con estrépito, sin puntilla.  

En los tendidos, las palmas arrancaron jubilosas, los espectadores hicieron de los pañuelos pájaros que revoloteaban. El juez concedió las dos orejas de Triunfo.  A Francisca Montenegro “La Paqui”, por el tajo abierto se le escapaba la vida. 

En su agonía recordó a su padre recitando unos versos de García Lorca: ¡Qué no quiero verla! 

           ¡Avisad a los jazmines, con su blancura pequeña!* 

Hey you,
¿nos brindas un café?