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Cuestiones cotidianas. La llegada del otoño

MADRID: Por fin ha llegado el frio. Casi veinte días más tarde de la llegada oficial del otoño. Después de que todos los medios de comunicación habidos y por haber nos informasen, hace casi veinte días, de que el verano se iba y las hojas de los árboles empezarían a tornarse marrón, ocre y granate, y posteriormente procederían a caerse. Por fin, después de todo eso, parece que ha llegado la hora de sacar las chaquetas de entretiempo para usarlas durante todo el día y acabar con esa duda de “¿qué me pongo?” cuando a las siete de la mañana hace fresco de pantalón largo y jersey, y al medio día quieres arrancarte la ropa en medio de la calle para no morir derretido. Y yo, me he enterado de la llegada del frío gracias a mi lavabo.

Después de apagar tres alarmas pensando en eso de “cinco minutos más”, o diez, o veinte, logré levantarme de la cama y alejarme de la comodidad de mis mullidas almohadas y mi cálido edredón. Me puse en marcha hacia el baño, arrastrando los pies de tal forma que si el director de casting de The Walking Dead me viera me daría un papel de zombi recurrente en la serie, y no quiero imaginarme lo que habré tardado en llegar. Es muy pronto y Johnny y Antonio todavía no han llegado a encender la radial, ni martillar, ni gritarse del techo al suelo en el patio interior del edificio. En el silencio se escuchan mis zapatillas de andar por casa arrastrándose contra el suelo. Por fin llego al baño, me paro frente al lavabo con los ojos apenas entreabiertos, dejo correr el agua y coloco las manos en posición para que en cuanto el agua caiga sobre ellas hagan las veces de catapulta y la lancen sobre mi cara.

¡MALDITO LAVABO! Es lo único que viene a mi mente cuando el agua helada -cuando digo helada quiero decir que a un grado menos sería un cubo de hielo- cae en mi cara.  Aquí pensaréis que debo ser algo tonta o algo lenta. Pensaréis que por qué no regulo el agua antes de lanzármela a la cara. Ahí está el quid de la cuestión. Cada vez que me voy a lavar los dientes, las manos o la cara, me acuerdo de la familia al completo de aquel genio que decidió que un lavabo debía tener dos grifos. Uno para el agua fría y otro para el agua caliente. Esto hace absolutamente imposible regular la temperatura del agua.

En este punto y antes de continuar con mi magnífico lavabo, hago un inciso para aclarar que esto no es forma de despertarme. Cualquier clase de sobresalto que pueda sufrir antes de tener mi café en las manos es motivo de despertar a una especie de bestia que luego es difícil de amansar. Vuelvo a lo del lavabo. Allí me quedé, con las gotas de agua heladas cayendo por mi cara y bajando hacia el cuello, con una mirada de querer matar a alguien fija en el espejo mientras pensaba en que mi lavabo se estaba despidiendo de mí hasta la vuelta del calor. Y es que, si el agua fría es para congelarse, la caliente es para irse de urgencias con quemaduras de tercer grado en la cara y en las manos.

Así que ha llegado el frio y a partir de ahora volveré a usar el fregadero de lavabo, donde hay un único y magnífico grifo en el que existe la descabellada posibilidad de regular la temperatura del agua.

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