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La experiencia de leer: Cuando el país que amas te entrega a la muerte

15 años de edad tenía Marceline Loridan-Ivens cuando fue deportada junto a su padre a los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Era abril de 1943. En dos años los nazis perderían la guerra. Setenta y dos años para recuperar las palabras. Estas habían abandonado a los seres humanos. La palabra «papá» aún no la puede pronunciar, tampoco escribir. Y es que al subir al tren que los llevaría a las más miserables condiciones humanas, el padre sabía que él no regresaría, en cambio estaba seguro de que ella sí. Fatalidad.

Y tú no regresaste (Salamandra, 2015), es un testimonio escrito a la manera de una carta a un destinatario que no la leerá nunca. De esta manera, la autora, documentalista francesa, lleva a cabo un ejercicio epistolario dirigido a sí misma. Inconsolable, Loridan-Ivens le cuenta a su padre cómo ha sido su vida desde que se cumplió lo que había escrito en una nota y envió con un soldado desde Auschwitz a los barracones de Birkenau: «Tú sí volverás porque eres joven, pero yo no regresaré». Siete décadas después, se atreve a ordenar los recuerdos, a intentar una respuesta. Una tentativa de alivio, como si la desesperanza la instara a hablar. La de Loridan-Ivens, es un alma rota.

Separados al llegar a los campos, ella en Birkenau y su padre en Auschwitz, se encontrarían una vez más en el escampado común. Nunca más se verían. Hasta hoy no sabe cómo murió. El Estado francés decretó su muerte. Conjeturas y especulaciones. Y mucho dolor. Una memoria punzante que le recuerda cada tanto que su padre murió a cambio de que ella viviera. Como si tales acontecimientos estuviesen en sus manos. La experiencia de vivir estando muertos en los campos de exterminio. La experiencia de vivir luego de haber estado muertos. Esa estancia que suspende los acontecimientos porque la supervivencia es puesta a prueba cada hora. El umbral cruzado de ida y vuelta al inframundo se repite en esta grieta que ha dejado la memoria expuesta. Loridan-Ivens, como Orfeo, se atreve a ir de nuevo al lugar de las almas grises, al recuerdo de aquellos años que son los realmente vividos, a buscar a su padre, a decirle que ella fue feliz porque fue deportada junto a él a los campos de exterminio, quiere contarle cómo se aferró a la vida en las condiciones más menesterosas y abyectas, para luego, una vez libre, intentar suicidarse en dos ocasiones, cuando el horror ya había culminado pero se había anidado en ella, y quería saber de él, cómo murió, dónde, cuánto sufrió, si le amaría aún. Pero su padre no regresó.

Y con su ausencia quizás Loridan-Ivens tampoco lo hizo. Porque lo que le queda de vida siempre, irremediable e inconsolablemente, será el resto de su vida. Cuenta que su padre amó Francia. Que hizo todo lo que estuvo a su alcance para obtener la nacionalidad. Loridan-Ivens se pregunta por la reciprocidad de ese amor. Ella le espeta a su padre que Francia los subió a aquel tren. No deja de ser significativo que el recién presidente electo, Emmanuel Macron, durante el 75 aniversario de las redadas nazis de 1942, instaba al pueblo francés a hacer frente a su pasado colaboracionista. No muy lejos de lo que hace la autora al recriminarle a su padre un amor no correspondido: «Eras judío extranjero, ese era tu único título en el registro civil (…) tú no moriste por Francia. Francia te envió a la muerte». Las voces que dan cuenta cómo será recordado un período de oscuridad cuando comienzan a hablar, a identificarse, a compartir el dolor y el sufrimiento, las vejaciones y humillaciones, vienen a recontar la historia, a señalar a aquellos que formaron parte del engranaje administrativo y efectivo de la vileza. Los testimonios —memorias que surgen de las profundidades del alma— alumbran sobre las sociedades que, pálidas de carácter, apocadas, pusilánimes y flacas de coraje, participaron en la destrucción de sí mismas. Cada individuo, raquítico espiritual, que conforma y suma un ejército de calambucos que ve en tiempos de pillaje y rapiña su oportunidad, su llamado vocacional, esos funcionarios mediocres, viles, ominosos, que hacen posible la burocracia del Mal, siempre son revisitados por sus víctimas. Nadie sabe el pasado que le espera. Es imperativo que las sociedades descubran lo que son capaces de hacerse a sí mismas.

Esta carta de naturaleza autobiográfica, escrita con sobriedad, franqueza agria, exenta de autoindulgencia y autocompasión, que expone culpas y temores íntimos, es también una reivindicación de la memoria personal frente a la historia colectiva que mitiga la responsabilidad de Francia ante el Holocausto. Es un intento de la memoria por resistir al olvido y la maldad.

El tiempo va ajustando cuentas, hace a los hombres ver lo que hicieron y luego se obstinaron en negar, contrarresta el conjuro de la voluntad de ceguera, exige hacerse adultos a los pueblos que infantil, mezquina e irreflexivamente beben ideologías hasta la embriaguez criminal. Siempre llega el momento para verse en el espejo, inapelable tránsito en lo individual y lo colectivo si se quiere madurar. Estos testimonios de uno de los tiempos más oscuros del siglo XX son recordatorios —nunca suficientes, nunca finales— de la infinita capacidad del ser humano para hacer el mal, para sufrirlo y sobrevivirlo. En Y tú no regresaste, Loridan-Ivens mira atrás con la esperanza de que llegado el momento de partir pueda decirse a sí misma que valió la pena regresar de Birkenau.

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