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esteban ierardo
Photo by: Thomas Claveirole ©

Cuando la Torre Eiffel era un monstruo de hierro

En la historia muchas cosas se repiten: las guerras, la búsqueda de poder, los conflictos y  nacionalismos. Pero los gustos cambian. Un ejemplo que les sorprenderá es el de la Torre Eiffel. Al principio muchos artistas la estigmatizaron como un aborrecible monstruo de hierro. Hoy, es el icono radiante de Francia.

Los cambios de gusto en las épocas solo se los puede entender volviendo a revisar la historia. Corría 1889, el centenario de la toma de la Bastilla y la Revolución Francesa. París fue elegida sede de la Exposición Universal, una exhibición internacional de una magnitud difícil de apreciar actualmente. La Exposición o Feria era la gran vidriera para mostrar los avances tecnológicos e industriales que integraban nuevos materiales como el hierro y el vidrio; y era también una muestra del poder del país organizador. Francia sabía que se estaba exhibiendo ante el mundo. Una oportunidad para enviar un mensaje de vanguardia y grandeza. Y no lo desperdició…

La gran exposición ocupó 96 hectáreas en un radio que incluía el Campo de Marte (Champ de Mars), el Trocadero, la estación de Orsay, la explanada de los Inválidos (Hótel des Invalides), y una franja del Sena. Junto a los portentos tecnológicos de la época, otra de las grandes atracciones fue un “pueblo negro”, con 400 indígenas exhibidos como rarezas zoológicas. Esos zoos humanos manifestaban la mentalidad colonial europea de entonces. Pero las otras culturas también estuvieron representadas  por la orquesta del gamelán javanés, cuya música impresionó vivamente a Debussy, y le inspiró sus composiciones ambientales que, con el tiempo, llevaron a la innovación musical de grandes experimentadores como John Cage.

Y lo latinoamericano tuvo su momento de gloria  a través del Pabellón Argentino, diseñado por el arquitecto francés Albert Ballu, con rica decoración y construido en hierro y vidrio, y totalmente desmontable. Obtuvo el premio al mejor de los pabellones extranjeros y estuvo emplazado al lado de la Torre Eiffel.  

Y en la Feria incluso hubo una plaza de toros, y el célebre Buffalo Bill que, junto a la tiradora Annie Oakley, presentó su “Muestra del Salvaje Oeste”, una evocación circense de las pasadas luchas entre indios y el hombre blanco convertidas en un espectáculo itinerante.

Pero la única huella perdurable de aquel gran evento es la Torre Eiffel, llamada así por su constructor, el ingeniero civil Gustav Eiffel, que en su carrera profesional construyó cientos de estructuras de hierro  (como puentes y estaciones), lo que le dio gran prestigio internacional.

El verdadero nombre de Eiffel era Bönickhausen que, impronunciable, cambió por el nombre de la región alemana de Eifel de la que procedía su familia. Es asombroso advertir la cantidad de brillantes obras de Eiffel, que aun sin su torre le hubieran deparado un lugar seguro en la historia de la construcción: los puentes ferroviarios del Viaducto de Garabit y el de María Pía en Oporto, Portugal, o la estructura interna de La Estatua de la Libertad neoyorkina. Y Eiffel  también dejó su marca en Latinoamérica: la catedral de Tacna en Perú, el estilo neogótico de la Catedral de San Marcos en Arica, Chile; el Palacio de Hierro de Orizabal, Veracruz, Venezuela; o La Casa de Fierro, casona de hierro en Iquitos, la metrópoli más grande de la Amazonia peruana, y otras obras más en latitudes sudamericanas.

Pero todos conocemos a Eiffel por su inconfundible torre. La gran torre elevó su más de trescientos metros en cielo de París el 31 de marzo de 1889. Aun antes de su inauguración, trescientos artistas (arquitectos, pintores, músicos, escritores) se unieron en su indignación para firmar la “Protesta de los artistas contra la torre del Sr, Eiffel”, esa “inútil y monstruosa Torre Eiffel”, respecto a la que Guy de Maupassant, por ejemplo, afirmaba que era un “aborto de un ridículo y delgado perfil de chimenea de fábrica”. Luego, de a poco, la mirada del cine empezó a cambiar esa inicial visión peyorativa, cuando  Lumière, en 1897, filmó Panorama durante la ascensión de la Torre Eiffel. Y en 1960 Roland Barthes analizó todo el itinerario de cambios en el gusto hasta que la Torre Eiffel se convirtió en icono de París y de Francia.

Como ven, los gustos cambian al punto de que lo que primero indigna termina siendo celebrado. De forma no muy distinta a ese urinario de Marcel Duchamp que, primero ridiculizado y despreciado, terminó  convirtiéndose en una de las obras de arte fundamentales del siglo XX.


Photo by: Thomas Claveirole ©

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