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Cuando la maquinaria de lo inhumano se asesora, una radiografía

El 9 de noviembre de 1938 Adolfo Hitler, en la triste noche de los cristales rotos, hizo detener 30.000 judíos los que fueron deportados a los campos de concentración de Buchenwald y Dachau. La solución a “la cuestión judía” había comenzado. Más tarde esta solución se perfeccionó y Göring dio la orden de preparar la solución final. El resultado, de todos conocido, horrorizó al mundo.

Ayer en la mañana leí en El País, España, un artículo basado en una investigación llevada a cabo por el New York Times y ProPublica en el cual se daba a conocer que Trump había contratado a la consultora McKinsey para que lo asesorara en cómo recortar gastos y lograr mayor efectividad en la maquinaria diseñada para detener y deportar a los inmigrantes llegados a la frontera sur.

Tras leer el artículo me invadió la náusea y tuve que levantarme de mi escritorio para ir al baño a vomitar.

Me excuso, lo sé, el vomitar no es literario, como no lo es transformarse en un insecto, me excuso y trataré de seguir este artículo en una prosa más elevada, más poética.

Así, diose al estudio solicitado la prestigiosa compañía, conocida por enviar cazatalentos a Harvard, Yale, Columbia, Stamford y las mejores universidades norteamericanas a ofrecer a los estudiantes recién egresados o en vías de egresar tentadoras sumas para poner sus cerebros al servicio del capital y sus principios.

Tras un exhaustivo análisis de las condiciones y la población implicada, McKinsey propuso la solución final:

la contratación de 10.000 agentes fronterizos destinados a detener y deportar en forma expedita a los inmigrantes detenidos.

Como el tiempo es oro, planteó que el estudio de las capacidades de los candidatos a guardianes del reino, su evaluación y su contratación se realizaran en un solo día.

Como la lógica lo indica sería necesario ampliar los centros de detención, pero ese costo adicional podría aliviarse con otras medidas:

acelerar el tiempo entre la detención y la deportación

disminuir el gasto destinado a la alimentación de los detenidos

economizar en el gasto de atención médica

abaratar las condiciones de los locales de detención que se transformaron frente a los ojos del mundo en galpones con celdas, un zoológico, pero no de cristal sino de alambres, celdas con capacidad para entre 50 y 100 detenidos, celdas sin camas en las cuales se arrojaba a los nuevos habitantes de estos campos.

En uno de ellos, en Flint, con capacidad para 100 niños separados de sus padres, las jaulas albergaban niños de entre 7 y 8 años quienes se hacían cargo de los más pequeños, no tenían cepillo de dientes, ropa para mudarse, jabón o acceso a baños; el olor se hacía insoportable al grupo de abogados que tuvo acceso al campo.

El olor y la vista de esa miseria humana se hacía insoportable.

Pero el plan diseñado por McKinsey mostró beneficios cuantificables, según detalla una carta de funcionarios del ICE en el 2017, “incluyendo el aumento de las deportaciones y la reducción en el tiempo requerido para expulsar a un detenido”.

Sometida al juicio de la opinión pública la compañía, explicó que, “bajo ninguna circunstancia [la empresa] se comprometerá a realizar un trabajo, en ninguna parte del mundo, que saque adelante o asista políticas que estén en desacuerdo con nuestros valores”. Nuestros valores, nuestros valores en el país de las maravillas, en un mundo de fantasía, nuestros valores dependiendo de los valores del país en que trabajen, de la corporación para la cual trabajen, del gobierno para el que trabajen, de la persona que los contrate.

Esta mañana al tomar mi primer café leyendo el susodicho artículo me vi en los caminos de Latinoamérica huyendo del miedo, huyendo del hambre, imaginé a mi mujer y mi hija violadas una y otra vez en un camino polvoriento buscando un lugar seguro donde vivir, imaginé a mis hijos pequeños en una jaula, oliendo mal, pero sobre todo mirando sin entender el porqué de lo que les estaba pasando.

Esta mañana me pregunté qué habría aconsejado McKinsey a los gobiernos de Colombia, de Ecuador, de Perú, de Chile, de Brasil, de Argentina para contener la inmigración masiva de venezolanos, 4 millones, huyendo de la caótica situación económica de su país.

¿Quizás no ofrecerles un plato de comida al otro lado de la frontera?

¿Quizás exigir una visa y ponerle un precio miserable pero prohibitivo para ellos y así amontonarlos en las fronteras lejos de los ojos de los colombianos, de los ecuatorianos, de los chilenos, de los peruanos, de los argentinos, de los brasileños, lejos de aquellos que se molestan al mirar la miseria, aquellos a los que hasta el olor de los pobladores les es insoportable –la rotada como algunos dicen en Chile–, lejos de aquellos que en la cima de sus torres de departamentos en los barrios bien toman el sol lejos del hiriente ruido de las mujeres que con sus canciones acusan a sus violadores, lejos de las manifestaciones que hieren el pensamiento?

¿Quizás propondría McKinsey que miremos para otro lado, que los ignoremos y los dejemos abandonados a su suerte?

Esta mañana me pregunté, ¿qué pensarán las jóvenes centroamericanas que para sobrevivir venden sus cuerpos en Tapachula por el precio de una Coca-Cola?; ¿los miserables que compran quince minutos de sexo mientras en los caminos polvorientos otros violan a sus mujeres?

¿Qué pensarán los condenados a ese infierno, segundo anillo profiláctico que Trump forzó a abrir a López Obrador en la frontera sur de México?

Esta mañana sentí sonar los tambores, el uniforme ruido de las botas pisoteando la dignidad, los viejos trenes abriéndose paso en la pesada bruma llevando su carga humana hacia los centros de detención.

Esta mañana un niño sollozó en la frontera.

Esta mañana me pregunté

¿qué pensará usted ahora que lo sabe?

¿guardará silencio?

Esta mañana me pregunté

¿Qué haré yo, ahora que lo sé?

Imaginé que guardé silencio

la náusea me volvió a invadir

y vomité.

Nota. Esta mañana, al día siguiente de escribir este artículo, una de las primeras noticias que circulaba en los medios norteamericanos era la denuncia de la muerte de un adolescente guatemalteco de 16 años, Carlos Gregorio Hernández Vásquez, quien falleciera el 20 de mayo mientras se encontraba bajo custodia de las patrullas fronterizas en Texas que lo mantuvieron en una celda de concreto donde había 100 grados de temperatura sin acordarle la asistencia médica debida. Las imágenes video reveladas hoy por ProPublica a la 1:20 de la madrugada, muestran al adolescente, boca abajo yaciendo en el suelo de cemento al lado de un inodoro en un charco de su propio vómito. Carlos Gregorio había sido arrestado el 13 de mayo cerca de Hidalgo, Texas. No se dice cuándo abandonó Guatemala en busca de un mejor futuro. Tanto las políticas inhumanas como las palabras tienen su consecuencia, inmediata o en el tiempo, por más que se intenten ocultar o ignorar. 

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