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Orlando Romano

Crónicas de mis putas urbanas: Una niña en blanco y negro (1)

A Alfredo Rossi Cabanne

Cuando una guerra se desata, el corazón de una mujer tiende a pensar que todo acabará pronto, que sus hombres retornarán a casa sanos y salvos o, en el peor de los casos, que podrán juntarse con los cuerpos de sus seres queridos para darles humana sepultura. Es septiembre de 1939, Europa está a las puertas de la segunda guerra mundial, y doña Giulia Filipazzi le da un último ─tal vez aliviado─ beso de despedida a un marido alcohólico, maltratador y mujeriego que siempre tuvo deseos de ver el mundo envuelto en llamas. Es bonita, es inteligente, es algo infantil y una madre abnegada, ama bailar, también es costurera, cocina de maravillas y hasta adivina la suerte. (Sólo un imbécil puede darse el lujo de no adorar hasta la muerte a una mujer así) Y este último don es el que le hace saber que la guerra va para largo, que su marido no volverá en una sola pieza del frente de batalla y que su futuro nieto será célebre y exitoso solamente si nace en Sudamérica. Ni bien el hombre da un portazo y sale silbando con un fusil al hombro, le acaricia los cabellos a su hija y le besa la frente:

─Prepara tus cositas, Rosella. Tú y yo nos vamos de paseo.

En Argentina, mientras tanto, el presidente Roberto María Ortíz declara oficialmente la neutralidad absoluta de su país en la guerra entre Alemania, Polonia, Francia y Gran Bretaña. En Nápoles, lo que Giulia Filipazzi no puede vaticinar es su propio futuro y el de su hija. Cada vez que ha tirado las cartas con ese propósito, la vista interior se le nubló por completo. “Quizá el futuro es tan bueno, que no lo puedo ver”, repetía para ella misma mientras aguardan en la interminable fila para subir al barco. No puede predecir que a los pocos meses de arribar al puerto de Buenos Aires enfermará de malaria y dejará a una pequeña niña abandonada a su suerte en un hotel para inmigrantes italianos. Y esa niña le escribiría poco después:

Siempre te recordaré junto a la ventana,

bordando, o cocinando sueños,

con tu cantar de miel,

con tu mirada hecha de paisajes, mamá.

Ahora tus ojos se han cerrado,

qué pequeño será mi cielo del atardecer,

y yo seré una nube blanca pequeñita y extraviada,

tanto me cuesta creerlo,

pero ahora estás en todas partes,

ahora somos una sola.

Gracias por la vida, mamá.

Giorgio Filipazzi bebe de un sorbo su whisky y habla despacio, tanteando y eligiendo no sólo las palabras, sino también el tono, como hablan los hombres que han leído mucho y que han pensado mucho:

─Llevo más de treinta años esforzándome por olvidar. Más de treinta años viviendo como a un costado del mundo… En aquel helado otoño de 1980, marcado por la extrañeza, yo empezaba a ser un escritor reconocido. Había viajado a Europa por primera vez: quería conocer en persona a mis nuevos editores, visitar Nápoles, la ciudad donde nació mamá, y seguir de cerca el proceso de edición de mi primera novela importante. Me sentía inmensamente feliz. Pero de haber sabido que durante ese viaje mataría a Vildoza jamás hubiese cruzado el Atlántico.

No me mira a los ojos al hablar; está concentrado en la brasa de su cigarrillo. No sólo el relato me resulta inverosímil, sino también aquel espacioso salón, que de tan poco iluminado adquiere un aire que roza lo siniestro. Permanezco en suspenso, aturdido, con la ligera impresión de que el anciano me está contado un cuento, o el recuerdo de un sueño. Pero la idea que se me impone es la de estar en presencia de un desquiciado. Hará cosa de diez días, cuando telefoneó a la redacción del periódico, me pareció borracho: deseaba que fuese a verlo (desde que sus libros empezaron a venderse por miles y miles ─en Argentina y en el exterior─ jamás apareció en público ni concedió entrevistas).

─Disculpe, Filipazzi. ¿Me está hablando en serio?

─Es usted un excelente periodista, pero esa pregunta suya no conduce a nada.

Tiene lugar un silencio de veinte segundos, donde no deja de sostenerme la mirada y de hacer sonar su dentadura postiza. Indago en sus ojos azules, creyendo que encontraré en ellos alguna señal de esquizofrenia, de enajenación (a decir verdad: deseo encontrar indicios secretos ─o enmascarados─ de demencia), pero sólo descubro un juicio bien compaginado, una sensatez adecuada a su cuerpo, a su cultura y a sus años. Me asalta un miedo repentino hacia Giorgio Filipazzi. Y al instante siento muchísima vergüenza de tenerle miedo a un hombre que se asemeja a una tortuga prehistórica y acabada. Quizá mi cobardía se explica por el saludo preliminar ─al abrirme la puerta─ de una mano dura e inesperadamente vigorosa.

La siguiente cosa que digo surge de mi boca como un pensamiento que no se quiere compartir del todo; un susurro alucinado: “Pero, sólo un demente…, por qué…”.

─¿Me está preguntando por qué lo maté, o por qué le estoy contando esto?

Las manos me tiemblan un poco, necesito ponerlas a hacer algo con urgencia:

─Necesito fumar, si no le importa.

─Adelante. Yo iré a tomar mis píldoras. Aunque ya no sé para qué.

Con movimientos calculados y lentísimos, vibrando, se incorpora de la silla y desaparece tras una puerta de batientes. Es casi un milagro que logre mantenerse en pie. Viéndolo alejarse pienso en un pájaro descomunal, infectado por el paso del tiempo, desplumado y agonizante, al que sólo le queda recordar cielos mejores, y esperar. Se esfuma, de súbito, todo el temor que sentía. Un momento más tarde, cuando regresa, le pregunto por qué me escogía para revelar aquel horror, si acaso era cierto.

─Usted es uno de sus incondicionales. Se advierte en las reseñas que escribía y escribe sobre cada uno de sus libros. Lo cita a menudo en diversos artículos. Usted merece saber la verdad. Sin mencionar el agravante de que, por mi culpa, se perdió de seguir disfrutando de él; quizá de su obra más grande. Imposible saberlo.

─Creo que lo mejor que puedo hacer es salir por esa puerta y hacer de cuenta que esta charla no ocurrió jamás. Usted no está bien de la cabeza.

─Haga lo que quiera. Está sin llave.

─¿Y supone que, de creerle, yo no lo denunciaría?

─Desde luego, y meterían tras las rejas a un canceroso que tiene los días contados. No actúe como un ingenuo.

─Probablemente lo denunciaría de todos modos.

─Como le parezca.

─Usted es un muy buen escritor, pero si realmente hizo algo así, es también una persona despreciable.

─Salga con cuidado, que no se escape Nereo. Es como un hijo. No habría forma de agarrarlo.

─¿Nereo?

─Está ahí, bajo su silla. Le cayó bien, por lo visto. Siempre se esconde cuando hay visitas. Qué comportamiento más extraño… Iré a recostarme.

Nereo es un caniche joven, diminuto, blanco, con dos manchitas negras alrededor de sus ojos. Cuando me inclino para mirarlo, mueve la cola y se restrega en mis pantorrillas.

─Tengo una pregunta.

─Diga.

─Los de las fotos en aquella pared, supongo que son sus hijos, su esposa.

─Sí ¿Era solo eso?

─¿Ellos están al tanto de lo que pasó?

─Naturalmente. Por lo visto no reparó en que esta es la casa de un hombre al que han dejado solo.

Sobre la chimenea observo una fotografía en blanco y negro, antigua, como antigua es la hermosa muchachita que aparece en ella: es Rosella, la madre de Filipazzi; le calculo unos nueve años; en su mano izquierda sujeta el brazo de un oso de peluche muy gastado, y en la otra carga una pequeña maleta (luego sabré que fue hecha de cartón). La niña sonríe a la cámara, y el largo cansancio que hay en su rostro no logra opacar el virtuosismo inocente que anida en su corazón, segura de que ha llegado a la tierra prometida. A sus espaldas se ve la escalera ─mal encuadrada─ de un barco por donde están bajando personas de aspecto empobrecido. Me cuesta apartar la mirada de la hermosa niña para retomar el diálogo.

─Pasaron más de treinta años. No entiendo por qué decirlo ahora.

─Porque me voy a morir. Y sospecho que las cosas no dichas son las que nos conducen al infierno. Tanto las malas como las buenas.


Photo Credits: Lady May Pamintuan

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