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Crónica de un viaje al desierto

Marruecos es un país que brota sensaciones en cada esquina. Los olores más intensos, los ruidos más desorbitantes y las imágenes más profundas que he vivido alguna vez los encontré en esta región del Magreb. Era primera vez que pisaba suelo africano, y no sabía verdaderamente qué me esperaba en el país de Su Majestad Mohammed VI. Lo primero que impactó en nosotros fue aquella desorganizada orquesta de sonidos graves y agudos que enaltecían la identidad más pura del centro de la ciudad antigua, la plaza Djemaa El-Fna. La combinación de instrumentos musicales con voraces gritos de vendedores ambulantes y el canto religioso del clérigo llamando a rezar desde la mezquita conforman el día a día de esta famosa plaza. Marrakech ofrece ese ambiente estrepitoso que poseen pocas urbes del planeta: exhibe el orden dentro del caos. Un orden en el que sus habitantes se desenvuelven con toda tranquilidad y rutinaria cotidianidad, valga exagerar la redundancia. Ese caos organizado envuelve a la ciudad antigua por completo, a través de sus callejuelas escurridizas y sobre las motocicletas que circulan por pasadizos donde no cabe una jauría de gatos callejeros; los mismos que devoran carne animal y restos de comida en cada rincón oscuro de la Medina. Jamás vi a tantos gatos juntos perder ese glamour felino que tanto les identifica. En lo más alto de la ciudad, la Mezquita Katoubia supervisa a los fieles y condena a los pecadores.

Con una población estimada de 35 millones de personas, Marruecos transmite una energía vibrante y abrumadora de parte de sus habitantes. Pareciera que llevaran una vida sumamente dinámica y veloz, llena de éxitos, fracasos, y por sobre todo sorpresas que se reciben con buena cara. Porque “la vida aquí en Marruecos – me dijo un joven orfebre en precario castellano – se deja llevar…todo lo demás, hambre y polvo”.

Casas humildes que parecen hechas de barro conforman el largo recorrido por el desierto. Hasta en los lugares más recónditos y rurales del Sahara, la creatividad artística persiste en el componente humano: casitas coloridas y bien pintadas para demostrarle a los turistas que todavía en este lado del mundo se tiene buen gusto. Dos colores prevalecen al unísono en esta atmósfera desértica: el marrón purpurino de la tierra; arriba, un infinito celeste. Nos dirigimos al pueblo de Zagora, muy cerca de la frontera con Argelia, donde cabalgaremos con camellos y pernoctaremos bajo el cielo estrellado.

La percepción que tienen los marroquíes con respecto a la vida, el trabajo y el dinero, se muestra muy diferente a nuestra concepción occidental que tendemos a tomar por sentado. Alrededor de un fuego que nos protege contra los vientos invernales, Youssef habla sobre la inmensa satisfacción que le genera ser guía turístico del desierto, sin pensar en mayores lujos ni querencias más que el disfrute de su familia y la naturaleza; aquella que le regala esos bellos paisajes áridos e interminables que dan de comer a su mujer y cuatro hijos. Para Youssef, el trabajo no se debe convertir en vida, sino en una herramienta más para disfrutar de ella dignamente sin mayores expectativas materiales. Youssef no necesita el teléfono móvil más moderno con la mejor tecnología del mercado, ni el iPad versión 53 que saldrá próximamente a la venta en su centro comercial más cercano; su desierto y las estrellas le bastan. Luego enciende un cigarrillo desde la fogata, y se sienta en silencio a observar las flamantes ráfagas de fuego.

En el país clasificado de primero en el índice de calidad de vida del ranking africano de laEconomist Intelligence Unit, la gente trabaja lo necesario para poder mantenerse y disfrutar del tiempo restante de los atardeceres color naranja, tomar té de menta y fumar hachís. Este último elemento es sumamente característico de la sociedad marroquí y su respectivo comportamiento. En una sociedad donde es ley divina e irrefutable evitar cualquier contacto con el alcohol, el consumo de cannabis se ha transformado en un modo de vida y una actividad cotidiana de los locales. Se le ve en los rostros, en sus ojos y su sonrisa serena, esa tranquilidad un tanto difusa en el pensamiento y una profunda reflexión introspectiva.

Una noche cálida y fresca en las costas de Essaouira; unos jóvenes que no consumen alcohol invitan a extraños que pasan por su tienda a tomar el té y contar historias del Sahara Occidental. Ese pueblo de puertas azules y azoteas color arena refleja la serenidad más relajante que algún viajero haya sentido jamás. Su gente es amable, sonriente y esperanzadora. Animales salvajes caminan libremente por las calles, buscando de qué alimentarse. Un chivo negro que recuerda a Lucifer hurga un bote de basura, enfrente la cara de Jimi Hendrix estampada en una pared. El músico se convirtió en ícono cultural del pueblo cuando visitó en el verano de 1969, un año antes de su muerte. Al final del día, una jarra de té de menta acompaña un hermoso atardecer en la plaza central de Essaouira, donde niños corren de aquí para allá con una ingenuidad cautivadora, y los pescadores recogen en el muelle los últimos frutos de la jornada laboral.

La sencillez natural de este lugar representa el valor más intrínseco del ser humano. Marruecos, el país donde el tiempo parece detenerse para permitir el deleite de la belleza más humilde.

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