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Alejandro Varderi

Cristina Peri Rossi: Escribir desde lo masculino (II)

Dónde está el dominio de lo masculino en Solitario de amor (1988). Aquí, al ausentarse Aída, su protagonista, en el sueño o en su propio cuerpo, el amante queda a la deriva, expulsado de la casa, proscrito de sí mismo, sometido a una voluntad que no es la suya, separado del mundo que no experimenta sino ve desde un afuera siempre incómodo por lo forastero. Un mundo, donde él deja de ser él para volverse un compendio de todos los extrañamientos posibles, de todas las marginalidades existentes que, como las culturas latinoamericanas, sobreviven hoy en los intersticios de los países poderosos o a orillas de su propia tierra conquistada: “Te miro dormir y me siento discriminado: soy el negro en tierra de blancos, soy el judío en Alemania, soy la mujer en el bar, soy el indio, el enano, el viejo, el extranjero”, apunta, para ahondar en el drama de los exilios y migraciones forzadas, tan presente en nuestra contemporaneidad.            Sonámbulo y sin rumbo (“Camino sin rumbo, viajero extraviado en una tierra colonizada por otros”) el amante se aboca a la ciudad, ya inexistente o aún por fundar, para que pueda ser llenada con los recuerdos perdidos, que el tiempo le habrá llevado a recuperar en territorio extranjero. Ello, no obstante, de una manera distinta a, por ejemplo, Victoria Ocampo. Porque si esta, como Marcel Proust, está en control de su Tiempo desde casas propias y geografías libremente escogidas, el solitario de amor de Peri Rossi recobra el suyo desde los retazos informes y desordenados de memorias, que le asaltan a la intemperie y en paisajes a los que se ha visto lanzado cada vez que Aída lo ha desterrado de sí.

Con tal estrategia, esa ciudad que el sueño del amante construye, es un collage de casas, avenidas, plazas y, sobre todo, puertos, pues se hace imprescindible que las ciudades que le acogen tengan una salida al mar desde donde puedan zarpar los barcos, siempre presentes en la narrativa de la autora, “que desplazan a los viajeros fantasmales, que han perdido el sentido del tiempo y el espacio”.

Como un espectro, entonces, el amante navega y recuerda; recuerda que no recuerda nada fuera de su amor por Aída. El mundo le es indiferente, los hábitos también se han borrado; hecho este constantemente reiterado en el texto, a fin de que no haya lugar para equívocos en cuanto a la certeza absoluta del desarraigo, por instantes amarrándolo a un puerto conocido, ya sea el Vips barcelonés o los fuegos artificiales de Sitges, para en seguida levar anclas y seguir bogando impasiblemente, viéndolo todo con una mirada ajena incluso para él mismo: “desde que estoy enamorado soy indiferente a las estaciones, el frío, el calor, a la lluvia, al sol, al hambre, al hastío, a la sed, a las enfermedades, a los virus, a la lectura de los periódicos, a los anuncios publicitarios, a la televisión, al cine, a las conversaciones de los demás”.

Y es que la mirada del amante también será distinta a la de Victoria y Marcel, al no estar intervenida por la nostalgia y el sentido de culpa, dada la franqueza con que él ha asumido su exilio. Solo la falta de Aída tendrá, como el látigo de Wanda sobre Sacher-Masoch, el poder de sacudirlo, y como este también él idolatrará, en su añoranza, antes que el cuerpo las prendas que cubren a Aída desnudándola. Para el solitario de amor de Peri Rossi la malla negra desvistiendo el cuerpo de Aída “desde los senos a las ingles”, la blusa negra “por donde asoman, simétricos, los pechos blancos, con sus ejes concéntricos, ruedas de molino de mi placer”, los suéteres y faldas también negros, o la sábana blanca en que se envuelve, adolecerán de la movilidad y el alegre desparpajo con que Ana Rossetti los describe en su catálogo de Prendas íntimas (1990), a fin de hacerse más bien con la firmeza y detallada minuciosidad, con que Elisa Lerner las registra en sus crónicas de Carriel número cinco (1983) al constituir el andamiaje donde el amante se aferra buscando un lugar sólido que detenga, momentáneamente, su vaivén de barco y de inmigrante.

El bretel del sujetador lamido con insistencia, la malla de nailon a la cual él se adhiere por encima del cuerpo de Aída, la sábana que la cubre y el amante desgarra con sus dientes buscándola, resultan ser ahí pruebas de una violencia motorizada por el deseo de hacer casa en vez de piel o, mejor dicho, de lograr en última instancia que la piel devenga casa y abrigo definitivo. Que Aída quede vestida solo con el cuerpo, pues la ropa estorba, vulnera, y la piel protege, cifra, inscribe en su superficie la memoria como un tatuaje al que el amante vuelve para recobrar su lugar en el mundo: “(Si) Aída permaneciera siempre desnuda, nadie diría que es una mujer sola. Sus senos, sus pezones, el vello largo del pubis la acompañarían, fuera donde fuera”.

La desnudez de Aída es para el amante su únic(o)a carne(t) de identidad, y el lenguaje de Peri Rossi la revela mujer, no reprimiéndola, como sucede con la Filomena de Boccacio, ni objetualizándola como a la Ida de Henry Miller, sino devolviéndole su lugar protagónico a partir del dominio representado, no solo por su poder fecundatorio, sino por su capacidad para decidir, en su propio terreno y bajo sus particulares condiciones, cuándo y cómo su deseo será satisfecho. De ahí que en tanto Aída acepte, él tendrá acceso a su sexo y permanecerá dentro de ella como amante y como hijo, protegido del afuera, exiliado del mundo y alimentado por los flujos femeninos. Y de ahí también que cuando ella lo decida, él quede desterrado en el mundo, sin identidad y hambriento: “¡Por fin te he parido!”, le gritará Aída, cuando acabe expulsándolo definitivamente de sí.

Privado de casa, el amante parte. Un tren le llevará hacia un nuevo exilio. Como alegoría de ese extrañamiento del cuerpo y del país primigenio que Peri Rossi, también solitario de amor, ha sostenido a lo largo del texto, un proverbio hebreo atraviesa ante sus ojos con la velocidad del paisaje que pasa ante la ventanilla en movimiento: “Cuando la pasión te ciegue, vístete de negro y vete adonde nadie te conozca”. El otro ha sido para la autora ese lugar que a través de Aída, muy freudianamente le sugiere al amante que sea la casa de su madre.

En ambas instancias, el guía es una mujer. Con esta vuelta de tuerca Peri Rossi asegura el éxito de las dos tareas a las cuales se había abocado al escribir, entre dos mundos, su texto: construir a la mujer como presencia desde el lugar del hombre, y profundizar en el hecho de que el exilo representa un estado del cual no se vuelve, únicamente con el recuerdo pues, tal cual ella misma apuntaló aquella tarde en Nueva York: “el viaje de regreso lo emprendemos solo con la memoria”.

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