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Alejandro Varderi

Cristina Peri Rossi: Escribir desde lo masculino (I)

Cito del poeta catalán Pere Gim Ferrer: “cuerpo de mujer como infierno de seda/ húmedo como hojas abrasadas/ de un bosque de noviembre, cuando la claridad sabe y huele a ceniza,/ derramando resina y jugos de corteza,/ con sabor de raíces y fruta magullada,/ de orina de mujer, cálida como perla”. Cito de la autora uruguaya Cristina Peri Rossi: “Cuando se levanta, Aída abre la ducha. El agua cae, aunque ella no está: escucho el límpido tintineo, a veces lo confundo con el de su orina”.

Dos de las operaciones que más me han interesado siempre al hablar sobre la escritura, o al dejarla hablar a ella, son: retratar la intimidad del otro y retratar desde la intimidad del otro. En la primera, quien escribe nombra lo que desconoce del otro, y ese cuerpo, las funciones más privadas de ese cuerpo se constituyen, como los accesorios que lo ocultan a la vista de todos, en fetiches dables de rehacerlo con tan solo volver a nombrarlo.

Tal es el caso del poema de Gim Ferrer cuyo propósito no se aparta de la tradición literaria donde el deseo masculino describe el cuerpo femenino para realzarlo, objetualizarlo o denigrarlo, pero siempre manteniéndolo como ausencia; a fin de perpetuar los modelos hegeliano, freudiano y lacaniano que justifican teóricamente la territorialización de ese mismo deseo por parte de la sociedad patriarcal. Una territorialización culpable de que, históricamente, la impunidad con que el lenguaje del hombre ha poseído el cuerpo femenino, no haya tenido su contrapartida en la escritura hecha por mujeres.

Esto ha contribuido más bien a perpetuar el estereotipo, al escribir ellas al hombre, equívoca, ambiguamente. De Jane Austen a Alice Walker, de Gertrudis Gómez de Avellaneda a Antonia Palacios, la estrategia ha sido escribir la intimidad del hombre, en la medida que dicha intimidad ha lastimado la intimidad femenina; con lo cual la representación hecha por la mujer del cuerpo masculino no ha disminuido sino acentuado las diferencias y, por ende, agudizado las oposiciones entre los sexos. Una parte sustancial de la crítica feminista europea y norteamericana, ha contribuido a abrir aún más el abismo, aunque ha reivindicado también el derecho de la mujer a escribirse, para curar así las heridas que la escritura del otro había infringido sobre el cuerpo que no le pertenece.

En la segunda operación, retratar la intimidad del otro conlleva que quien escribe se desplace hasta el lugar de ese otro, haciéndose con su cuerpo y su psiquis, para generar una escritura que irá a representar al propio sexo o al sexo desde el cual se escribe. En ambas instancias dicha escritura se armará desde el otro, en un desplazamiento que desterritorializa el deseo y el cuerpo de quien escribe. El deseo, porque tal proceso de desterritorialización lo transforma en un flujo de energía que descentra a la sociedad patriarcal, al romper las barreras psíquicas y sociales que lo constreñían; y el cuerpo, porque ese mismo proceso lo transforma en un cuerpo sin órganos, es decir, sin organización, y por tanto en un cuerpo dable de ser desmantelado y rearmado, si bien, de acuerdo con la estrategia utilizada, el discurso se hará o no como alegoría del otro.

Esto es, justamente, lo que Cristina Peri Rossi logró en Solitario de amor, publicada tres décadas atrás: desmantelar su cuerpo, reconstituyéndolo con los órganos que necesita para ponerse en el lugar del hombre, y dirigir su deseo hacia la construcción de la mujer como presencia. De este modo, esa orina, que en el lenguaje de Gim Ferrer había borrado a su poseedora, en el de Peri Rossi la hace más tangible que nunca. La autora, poniéndose en el sitio del hombre, asume la tarea de detallar pormenorizadamente la intimidad de otra mujer, sin ser la suya una novela lesbiana, ya que la voz masculina no tiene como objeto enmascarar un lesbianismo, sino revelar a la mujer desde el lugar del otro.

Solitario de amor ubica a Peri Rossi entre dos mundos dobles: el de los cuerpos y el de los países. Al articularse en el otro, la escritora ha dejado un país y ganado una tierra nueva que es para ella la única morada que le corresponde. “Escribo desde el cuerpo del otro porque representa lo desconocido. El cuerpo del otro es la verdadera patria”, comentó respondiendo a una pregunta que le hice cuando estuvo una vez de paso por Nueva York. Y digo de paso, pues si hay algo constante en su obra es el extrañamiento desde el cual siempre actúan sus personajes; como si a través de ellos Peri Rossi dejase hablar a la dislocación que significó su exilio personal de Uruguay a España en los años setenta.

“Mi primer viaje fue hacia el exilio, en barco, porque uno se exilia como puede”, apuntó Peri Rossi también aquella tarde en Nueva York. Abandonó Montevideo, —“isla fuera del tiempo. Recuerda en parte París, en parte Londres, en parte Gerona”—, siguió comentando entonces, para hacerse en Barcelona: dos ciudades que signan el tiempo de un ser perennemente “solitario de amor”, porque este es el destino de quien parte.

Exilios, barcos, destierros pueblan entonces sus textos en las voces de personajes que, a diferencia de los de Mario Benedetti, no hacen ningún intento para que las calles dejen de mirarlos como extraños, a fin de quitarse el estigma de “sudacas” en España o de “gallegos” al otro lado del Atlántico. Ellos profundizan más bien en ese estado de exilio permanente que, como el libro del mismo título, escrito por Peri Rossi en los primeros años de extrañamiento y publicado en 2003, les ayuda a guardar su intimidad en soledad, o acompañados a lo sumo por una letra o la oveja que se cuenta para poder dormir las noches de insomnio. Pero en todo momento, seres abordados desde el punto equidistante con los dos mundos, es decir, el cuerpo y el país, que son siempre el otro, pues Peri Rossi, como el Sthendal visto por Roland Barthes, también tiene “esa rara pasión, la pasión por el otro que está en sí mismo”.

Viniendo de un extrañamiento tan naturalmente asumido no sorprende entonces que Solitario de amor sostenga, desde la voz del amante, el tono ausente característico en la narrativa anterior de la autora; aunque su pasión por el otro esta vez convierta el cuerpo que revela en paisaje, nave, madriguera, o en una ciudad a la cual el deseo masculino, como a la invisible de Italo Calvino, no somete sino se vuelve esclavo de ella: Aída y sus senos “como dos ciudades superpobladas que descansan de la actividad del día”. Aída y su vientre “como los cortes de un árbol ancestral”. Aída y “los amplios huesos de (su) pelvis (como) anclas” donde él se aferra cual si fuese un “náufrago perdido”. Aída y su sexo como “casa” o “cerradura” donde el sexo del hombre es la “llave” que, parafraseando a Delmira Agustini, se ve “cantar” ante Aída-puerta, aunque con una vehemencia distinta a la que “la Nena” puso en el 900 uruguayo.

Y esto es así pues, siendo la mujer aquí la voz del otro, esa llave no abre a su antojo sino que su acción es apropiada por el poder de lo femenino, el cual la transforma en el canto de la sirena que seduce al navegante cuando se acerca demasiado hacia sus costas. Incluso montado sobre ella, él no experimenta “ninguna sensación de poder” porque el dominio de lo masculino está aquí del otro lado, tal como veremos en la segunda parte de este artículo.

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