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daniel campos
Photo Credits: Leo Hidalgo ©

Craic con Jahel

Craic, en gaélico, significa diversión, jolgorio. La palabra forma parte de la jerga irlandesa. Designa el ambiente festivo que comparte un grupo de amigos cuando se reúne para divertirse en una taberna bebiendo cerveza stout, en una fiesta para bailar, o en una casa con chimenea para tocar guitarra, cantar y tomar whisky. En jerga tica, creo que craic podría traducirse como vacilón, desmadre o despiche, dependiendo de los niveles de desaforo que alcance el craic.

Moy, Jahel y yo estábamos con sed un sábado por la noche en San José, pensando en dónde ir a aplacarla. Desde hacía tiempo yo había querido conocer Craic Irish Pub, pero nunca había tenido con quien ir. Aproveché la oportunidad para sugerirlo. Aceptaron.

Caminamos de Barrio Escalante a La California. Un rótulo alto con un trébol irlandés nos señaló el sitio de la taberna. Se ubicaba en una antigua casa residencial esquinera, convertida en public house, frente a la línea del tren. Subimos las escaleras hasta el portal. En el interior se encontraba la barra, con amplia selección de cervezas de barril, y mesas en la sala y los antiguos cuartos de la casa. Afuera había una amplia terraza parcialmente techada por un alero.

Como llegamos temprano pudimos escoger un punto descubierto en la terraza. Soplaba un viento fresco pero nos pareció delicioso sentarnos bajo el cielo estrellado. Para empezar pedí una Mal Portada, atractiva, pícara, de color ambarino. Moy y Jahel pidieron la Malacrianza, una escocesa morena y atrevida. Mientras bebíamos las cervezas artesanales, Jahel me contó cómo llegó a Tiquicia.

Creció en Veracruz pero estudió en Ciudad de México, donde vivía toda su familia materna, y se sentía más chilanga que jarocha. Coqueteó con las humanidades pero se licenció en actuación en la prestigiosa Escuela Nacional de Arte Teatral. Después, cuando producía y actuaba en un montaje de la obra Trainspotting en Ciudad de México, la contactó Gabriel Retes, director de cine y empresario cultural mexicano, quien entonces dirigía el Instituto de México en San José. Retes quería producir la misma obra en el complejo cultural El Semáforo que él había fundado en las cercanías del campus de la Universidad de Costa Rica. El Semáforo ya tenía tres salas de cine, una cafetería y una biblioteca. La puesta en escena de la obra Trainspotting inauguraría el nuevo teatro del complejo.

Jahel aceptó la propuesta de Retes, empacó y se vino a actuar a San José. A la célebre obra escocesa le siguió una comedia mexicana, El ornitorrinco de Humberto Robles, sobre la vida sexual de una pareja. Ya inserida en el medio artístico, en el Teatro Giratablas conoció a un actor tico, con quien empezó una relación de pareja. Él le presentó a Moy y congeniaron de inmediato.

Retes cerró El Semáforo y regresó a México. Jahel se quedó. Sin proponérselo, acabó emigrando. Hizo de tono un poco. Se fajó. “Le puse”, dice, imitando el decir tico. Trabajó en producción y gestión de la academia musical con Editus, un exitoso grupo costarricense. Hizo casting en Catálogo, parte de una reconocida agencia de publicidad. Se dedicó al freelance en gestión cultural. Recaló en el Instituto de México, brazo cultural de la embajada. A través de todo el proceso, la actuación había sido su pasión constante. Cuando fuimos a la taberna, se preparaba para hacer un papel y asistir en la dirección de un montaje de Panorama desde el puente, de Arthur Miller. Ya llevaba diez años en Costa Rica y era vacilón oír su jerga tica con acento chilango.

Nutrido por Jahel y complementado por la risa generosa de Moy, nuestro craic colectivo fue creciendo. Yo seguí a la Mal Portada con una Segua, pelirroja seductora y peligrosa. Moy, con su buen gusto, pidió la mejor birra de la noche, una India Pale Ale llamada San Pámela. Jahel pidió una atrevida Tumba Calzones.

Nos contaba anécdotas de su vida entre ticos. A veces las personas al leer su nombre la llamaban “Yajel”, como si su nombre no se pronunciara como se escribe en español. Y se salvaba de que no la llamaran “Yeijel”, por la maña tica de encantarse con los anglicismos y los nombres “in inglich”. A veces la gente llamaba al Instituto para pedir “becas” para ir a pasear a México o para ir a estudiar actuación para las telenovelas de Televisa y se sorprendía de que el gobierno mexicano no financiara tales “actividades culturales”. Y una vez en el Instituto hizo una performance como Frida Kahlo tan verosímil que hubo gente que le dijo, en serio, «Doña Frida, yo siempre quise conocerla», aunque Frida hubiera muerto hacía más de sesenta años. Le pregunté a Jahel si no hacía comedia stand up porque le salía muy natural. Pero no, la comedia improvisada la reservaba para sus amigos.

Pedí una Libertas, musa rubia de cuerpo dorado, y perdí la cuenta de qué pidieron ellas. “Para saborear mejor mis birras debí tomármelas en el orden inverso: primero la rubia, luego la pelirroja y luego la ambarina”, pensé. ¡Pero diay, no lo planeé bien! Toda la noche había estado más interesado en las historias de Jahel. Moy y yo nos carcajeábamos con su forma de actuarlas.

Morena de pelo lacio negro y brillante y ojazos miel de agave, alegre y graciosa, Jahel traía consigo algo inefable para animar el ambiente. Llevaba un craic interior, etéreo y luminoso.


Photo Credits: Leo Hidalgo ©

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