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Gabriel Bellomo

“Cosmópolis”, de Fabián Soberón

De la sucesión de manzanas rectangulares, desde esa perspectiva casi hipnótica que proyecta el continuo de edificios con sótano, tres pisos y escaleras de incendio suspendidas en zigzag sobre fachadas que se replican casi idénticas en Brooklyn Heights, Bedford Stuyvesant, Lower Manhattan o Harlem, de esa maqueta de simétricos bloques delimitados por árboles caducifolios, con sus medias calles dividiéndolos por los fondos tras los jardines, de todo ese encantador paisaje urbano con ardillas más o menos salvajes y, en particular, de las personas que lo habitan, emergen estos deslumbrantes retratos breves e intensos, especie sin género a través de la cual la fotografía, el cine, la música y la literatura, pasados por el doble tamiz del recuerdo y la palabra, se van fundiendo a negro y sucediendo uno tras otro, sin pausa, sin respiro. El Central Park, un carro plateado de comida marroquí cerca de Washington Square, una mujer negra, vieja, que habla con su nieta en una de las veredas de Prospect Park, un hombre que sólo duerme y lee en su claustrofóbico departamento del que jamás sale, una chica que solloza en el subte, libros apilados, abandonados a voluntad junto a una acera, el barco que conduce a Staten Island, el pez de Marlon en su pecera, esa dulce reprensión del escritor cuando le habla a sus pequeños hijos: “…no pueden entender el sentido final del viaje o de la vida”. Esa bruma inestable entre la realidad y sus fantasmas y la ficción ¿Por qué al leer Cosmópolis se tiene la clara percepción de que tras relevar calles, pasos elevados, lavaderos de ropa, parques públicos, subterráneos, librerías, playas, personas, más que nada personas, sus voces, sus caras, sus maneras, sus irremediablemente escenográficas maneras, Fabián Soberón hace deflagrar escenas urbanas —quizá más que escenas, visiones, representaciones de la existencia que nunca pasan para él desapercibidas— y lo hace primero en su cabeza, más tarde, en un primer destilado, en su memoria y, finalmente, en sus textos, donde desde ahora habrán quedado por escrito y residirán para siempre? Está presente la secreta y minuciosa construcción de una escritura y una voz en estos textos, pero también esa especie de fuerza aluvional que ya es la marca de estilo de su autor y está, claro, Nueva York como una isla, y este libro como la lujosa guía con la que se testimonia un viaje en más de un sentido intransferible, con sus deslumbramientos y tristezas. En el pleno magisterio de su oficio, Fabián Soberón nos persuade de que para la narrativa no hay despojos, e incluso, de que esos despojos, son la materia primordial de libros que como el suyo, están destinados a perdurar.

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