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El peso de la quietud: “Coronel lágrimas” de Carlos Fonseca

No se va a empezar un libro que se encontró de casualidad en una compra y venta, de la misma forma que la más reciente publicación de un autor que ya se quiere. A veces se entra escéptico a un libro con apariencia de becerro de oro o se entra con ganas de defender a otro vapuleado por la crítica. El deseo de leer viene con caras distintas, se puede desear desganado o desearlo locamente, todo libro viene con un sello infranqueable que va desde el color de la portada, la cantidad de páginas y lo que te dicen –lo aceptes o te de la reacción opuesta-, no hay un título que esté libre de un olor particular.

A “Coronel lágrimas” (Anagrama, 2015) entré francamente intimidado, porque me lo recomendaron como una especie de novela-laberinto –Piglia, en la contraportada, lo convierte en caleidoscopio-, y como no tengo prejuicios ni con la edad ni con la condición de opera prima, entré con un deseo asustadizo. Véase la ilustración de Barry Iverson en la portada, es una pesadilla equina que se repite vertiginosa, sobre una portada color nieve sucia. Hasta la dedicatoria tenía cierto aire sórdido: “Para Ati, esta comedia”: eso de comedia, de ligereza, me sonó a un horrendo juego conceptual que escondía un experimento prodigioso o una mutación literaria.

Pero la lectura fue más bien amena, construida con paciencia donde se alían el narrador y el lector porque ambos desempeñan el papel de observadores, de intrusos en la vida del coronel, hay una especie de fusión empática. Se hace lo mismo que el narrador, se descubre lo que este va descubriendo como en un documental sobre la vida silvestre.

Creo que la espera cotidiana en que encontramos al coronel hace inútil la necedad de buscar un referente histórico concreto –sí, se basa en una figura real, pero eso es lo de menos-, porque lo importante, la orientación narrativa verdadera, no son las hazañas ni las fechas, ni siquiera la cronología o el espacio. Podemos estar en los Pirineos, en una memoria, en la nada, el narrador se mueve impasible ante estos espacios.

En cierto momento, para evocar a una mujer del pasado del coronel (y no al centenar del coronel de Macondo, al que le debe el nombre), nos enfocamos en una fotografía. Esta fotografía se construye o mejor, se proyecta sobre la página de forma que es un espacio, no una descripción y parece ir más allá de la écfrasis, es otro –o el mismo- escenario vivo.

Es que eso es precisamente la dinámica de la novela. La soledad del coronel debería ser homogénea, gris y continua, pero en el mismo plano nos encontramos con los demás tiempos narrativos. Parece no haber una verdadera jerarquía, donde podamos decir, por ejemplo, que cuando él anota la vida de mujeres alquímicas, históricas o apócrifas, estemos dejando un plano para ver un segundo teatro representado para él. Todo pasa en la misma línea. Esta soledad masculina está asaltada por una convivencia de una sororidad de alquimistas, donde se es simultáneamente un visitante del coronel como lector de la vida de Anna Maria Zieglerin.

La disformidad de tiempos y espacios nos da una uniformidad conceptual: el coronel es todos, un pequeño dios –por algo habita una altura inmensa, un olimpo inalcanzable para los demás- asceta en cuya mente habita un microcosmos humano. Por eso se le acusa al coronel de “haber vivido muchas vidas cuando una sola le fue dada” (p. 51). A fin de cuentas, lo que resuena de la novela es su construcción de quietud, donde ni el narrador ni el lector se deciden si están viendo un solo día o una eternidad.

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