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daniel campos
Photo by: Boston Public Library ©

Coney Island en la última noche de verano

Vamos en el tren F rumbo a Coney Island atrasados y cruzando los dedos para llegar a tiempo. Antes de marcharse a Tokio, Tsun-Hui-san quiere ver los fuegos artificiales que marcan el final del verano neoyorquino.

Cuando aún vamos en el tren empieza el espectáculo. Desde nuestro vagón vemos la explosión multicolor de la pólvora pero no la escuchamos. Entonces nos bajamos en la estación del Acuario y salimos corriendo. Afuera logramos ver y escuchar los últimos minutos de los fuegos. Hubiéramos querido verlos reventar sobre el Océano Atlántico desde el paseo tablado a lo largo de la playa, pero al menos los vimos y ella, siempre agradecida, no se decepciona.

Entonces decidimos caminar un poco. Primero vamos al parque de diversiones. Hay muchísima gente de toda Nueva York: familias enteras, grupos de adolescentes, parejas jóvenes, ancianos, solitarios. Se escucha ruso, urdu, mandarín, español, árabe, francés, turco y lenguas africanas y asiáticas que no sé distinguir. Niños ríen y gritan por todas partes. Las luces multicolores de los juegos mecánicos brillan, se apagan y se encienden en destellos rojos, verdes, azules, amarillos. La gente come algodón de azúcar, hamburguesas, perros calientes y toman gaseosas o cerveza. Todo es un poco decadente pero extrañamente encantador y alucinante.

Salimos al paseo tablado y vemos la playa blanco hueso bajo las torres de iluminación y el negro océano. Hay luces de barcos y yates en el horizonte. En el cielo brillan los reflectores de los aviones que se acercan por la ruta de aproximación al aeropuerto La Guardia. En el paseo tablado, un grupo de jóvenes afroamericanos dan un espectáculo de break dance.

Ella quiere caminar hacia Brighton Beach pues en esa dirección se apacigua el bullicio. Vamos tranquilos, sintiendo en la piel la brisa fresca del Atlántico y conversando. Poco a poco el tumulto queda atrás y de repente noto que se escucha el romper de las olas. De vez en cuando nos pasan grupos de rusos y bengalíes conversando, pero por lo demás hay silencio humano y sólo canta el viento leve y la voz del océano.

Así seguimos hasta llegar a los restaurantes rusos en la pasarela de Brighton Beach, como el Volna y el Tatiana. Allí hay familias y amigos cenando y conversando en ruso al aire libre, disfrutando el frescor de la noche. Ya hemos pasado de las 10 p.m. y Tsun-Hui recuerda que en Kiev los ucranianos también cenaban tarde. Mi amiga ha andado por todas partes del mundo.

Frente al Tatiana se detiene y me pregunta si nos devolvemos. Empezamos el camino de vuelta, con las luces del parque de diversiones brillando a lo lejos y marcando la medida de nuestro recorrido de regreso. Cuando llegamos al punto en que se escuchan las olas desde la pasarela, caminamos más despacio. Disfrutamos el cantar del océano de nuevo. Yo grabo el oleaje en mi mente, para escucharlo esta noche en mi casa al dormirme.

Cuando pasamos de nuevo entre el gentío alegre y el bullicio divertido de Coney Island, yo voy tranquilo, con las sensaciones del mar en la piel, en el cuerpo, en los sentidos, y la paz de una buena amistad en el corazón. Dormiré bien esta noche de verano brooklynense.


Photo by: Boston Public Library ©

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