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Con «v» de vesania

Siento pena por los que hablan de país, nación, Estado, república, pueblo. Ninguna de esas nociones aplica ya a Venezuela, salvo en la forma de grotesca caricatura. Hemos asistido al más cruel expolio de nuestra historia. La casa que ayer fue motivo de orgullo hoy nos resulta ajena. Ni siquiera tiene en su frontispicio el nombre que crecimos escribiendo en el encabezado de nuestras libretas escolares. Algunos deambulamos por las calles de este no-lugar como fantasmas que recuerdan una vida ya lejana y fragmentariamente rememorada.

Todo nos fue hurtado… hasta el aliento vital de nuestros artistas. Ayer fue el turno del compositor Evio Di Marzo, poco después del guitarrista José Luis Lara. Les precedieron Larry Salinas, Cheo González, Elisa Guerrero, Julio Méndez, Mónica Spear, Libero Iaizzo, Sabrina Contreras, Giovanni Conte Trezza, Yanis Chimaras… por solo mencionar parte de la luz extinguida a balazos. Sea lo que sea en que nos hayamos convertido, su nombre, Venezuela, se escribe con la «v» de vesania.

En consecuencia, hay que hacer un esfuerzo, agotador, para escapar a diario de la demencia, la que vocifera el capo desde la TV, la que los hampones reparten generosamente en las calles, la que los cómplices murmuran en sus casas preñadas de miseria. Decía Heidegger que la realidad se le revela a la conciencia a partir de la frustración que ella produce en el hombre, y yo me pregunto: ¿cuánta revelación hará falta antes de que abandonemos los predios de la necedad? No soy optimista al respecto.

La cosa repugnante que somos ni siquiera tiene silueta, más allá de la informe mancha de sangre que 321.000 homicidios ha dejado sobre el piso en 19 años del oscuro reinado de la Revolución. Dos personas han sido asesinadas cada hora de esta abominación política. No tenemos suerte de estar vivos. No. Nadie podrá asegurar que mañana lo sigamos estando. Mientras tanto, esto que vamos siendo se parece al humo que ansioso huía por las chimeneas de los hornos crematorios del nazismo. En todo caso, seremos eso… vaho del exterminio.

El fin de semana pasado yo pude haber engrosado las estadísticas, como dispendiosamente dicen los especialistas. Mi automóvil se accidentó regresando a casa. En el asiento de atrás mi niña dormía. Salí a mirar en el motor para tratar de entender qué sucedía, y me percaté de que, a doscientos metros, cuatro sujetos bajaban de una barriada hacia mí, presurosos, con sus juguetes de muerte en mano. Una premonición cruzó por mi mente y un golpe de sangre estremeció mi cabeza. Supe que aquellos Caínes tenían una bala con mi nombre, allí, frente a mi hija. El vehículo arrancó justo cuando estaban a punto de darme alcance. Fue el primero de ocho apagones, y el único en que el coche encendió rápidamente…

Esta cosa que somos es una manada de hienas feroces corriendo hacia sus víctimas. Saltan de todas partes, incluso desde la más cruel abulia de los líderes opositores. La caricatura que vamos dibujando estará cabalmente firmada por muchos nombres infames que un día serán historia para otros, y amarga memoria para quienes lo sufrimos. Ahora entiendo la vergüenza de los viejos sobrevivientes de tantas dictaduras, cuyos pasos dejaron huella en estos lares.

No sé si la entidad frankensteiniana en que hemos devenido algún día tome una forma de la cual podamos sentirnos confiados. Por ahora es un Saturno devorando a su hijo. No tenemos un país, ni república ni mucho menos un Estado. Dejemos tanta memez al hablar y reconozcamos que queda tanto por hacer que hay que hacerlo todo. Ya no vivimos el lugar antropológico que fuimos alguna vez: somos un no-lugar. Nos convirtieron en un espacio de tránsito entre grandes depredadores internacionales: Rusia, China y Cuba. Nuestro nombre en el mapa es una mera formalidad. Eso, para una nación que fue decana de la libertad suramericana, es una vergüenza solo superada por el parto múltiple de sus criminales de toda estofa. Nos convertimos en la mayor fábrica de bandidos que se haya conocido jamás.

Sigo acá, sin embargo. Podría parecer un contrasentido, pero no lo es. Aún creo que podemos hacer algo para regresar a su oscuridad a las sombras que se rebelaron contra su luz. Ojalá podamos volverlas, por siempre, a la anonimia de la cual nunca debieron salir. Ojalá podamos regresarle a este no-lugar parte de su memoria luminosa, aquella que hizo posible no una, sino varias generaciones notables de artistas y científicos. Ojalá podamos ponerle bozal al hocico depredador y a la boca irreverente, y dar a este espacio —desvanecido de los mapas— algo de la silueta que un día llenó de ilusión a tantos emigrantes que, como mi padre, saciaron aquí el hambre de pan y de calor humano.

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