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Rigoberta Menchú
Photo Credits: Cancillería del Ecuador ©

Con Rigoberta Menchú y la gente en el Zócalo

Cuando viajé en metro hasta el Zócalo de la Ciudad de México aquel sábado por la mañana, me alegró el contacto cercano con la multitud de personas que iban al centro a hacer compras o pasear. En los andenes de las estaciones y los vagones del tren convergían familias, grupos de amigos, hombres solos, parejas adolescentes, mujeres con sus hijas.

Al salir de la estación, me impactó la amplitud pétrea del Zócalo y la majestuosidad de los edificios coloniales circundantes. Me uní al flujo de gente que hormigueaba alrededor de la plaza. Bajo el pórtico del Palacio del Ayuntamiento, voluntarios en un centro de acopio recogían donaciones para las víctimas de la erupción del Volcán de Fuego en Guatemala. Agradecí su acción solidaria para con su prójimo centroamericano. Continué por las galerías hasta la Catedral Metropolitana, gigantesca pero lúgubre. Entré por una de sus enormes puertas al interior oscuro. Di gracias a la Vida pero no andaba con ánimos para escuchar rituales sombríos ni música litúrgica de órgano. Salí aventado a la calle.

Preferí visitar el sitio arqueológico del Templo Mayor de la antigua Tenochtitlan de los mexicas. Intenté imaginar cómo era la estructura del templo antes de la Conquista, a partir de los vestigios de la construcción que han sido excavados y expuestos. Cada tlatoani o Señor mexica hizo construir una pirámide mayor encima de la anterior. Así, en siete etapas, se construyeron siete templos mayores, cada vez más grandiosos. Quizá debí admirarme. Pero eso me pareció “vanidad de vanidades”: cosa de megalómanos. 

Además el templo era consagrado a dos deidades. Una era Tláloc, dios de la lluvia, importante para la agricultura. Pero el otro, de cuyo nombre no quiero acordarme, era el dios de la guerra. Los mexicas eran militaristas. No me interesaba su gloria imperial, ni la mitificación de militares como los guerreros águila que contaban con un recinto para ceremonias en el templo. Quizá andaba demasiado quisquilloso pero estuve a punto de irme.

Por dicha en el Museo del Templo Mayor me encontré la presea y el pergamino del Premio Nobel de la Paz que recibió la mujer maya guatemalteca Rigoberta Menchú Tum en 1992. Rigoberta decidió depositarlos en el museo como “una muestra de gratitud hacia México, nación que le brindó asilo durante varios años”. Ambos objetos, junto con una fotografía de Rigoberta al recibir el premio, permanecen allí “en una vigilia permanente por la Paz”.

Mientras observaba su rostro sonriente en la foto, recordé su humildad la vez que aceptó la invitación de nuestra asociación de estudiantes latinoamericanos en la Universidad Estatal de Pensilvania para visitarnos. Casi no teníamos presupuesto pero ella nos visitó de todos modos, a cambio de una módica donación para su Fundación, pues se comprometía de verdad con la educación y la acción para la paz, no con los discursos vacíos, carentes de acción consecuente pero bien remunerados.

En un almuerzo sencillo conversó con nosotros sobre los retos de los pueblos originarios de América en el marco de nuestras sociedades tan diversas. Inició su discurso público en la universidad diciendo una oración en su lengua quiché antes de pasar al español. Fue poco después de los ataques del 11 de setiembre del 2001 y exhortó a la audiencia a no buscar venganza. Como mujer maya, cuyo pueblo había sufrido doscientas mil muertes durante una cruenta guerra civil, abogó por la paz y nos animó a cultivarla.

Después de su discurso, le brindamos un agasajo. Se distendió y compartió vivencias con nosotros. En un momento definitorio en mi vida, me miró con sus centelleantes ojos negros y me dijo: “No te olvidés de Centroamérica, ni de los centroamericanos aquí”. Como docente en Brooklyn he procurado atender su consejo y responder a su expectativa.

En el Museo del Templo Mayor en Ciudad de México recordé aquellos momentos entrañables con Rigoberta y agradecí su vigilia permanente por la paz.

En cuanto salí del museo, caminé por las calles aledañas al Zócalo, en medio de la gente sencilla de esta gigantesca ciudad. En su compañía, alejándome de catedrales y templos consagrados a la guerra, observé de las expresiones de sus rostros: alegres, tristes, concentradas, distraídas, preocupadas, relajadas, frustradas, satisfechas, solitarias, enamoradas, pacíficas. Yo sonreía. Me sentía en paz entre los míos, aunque yo fuera un ser anónimo entre veinte millones de personas.


Photo Credits: Cancillería del Ecuador ©

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