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Alejandro Varderi

Con la maleta a cuestas (fragmento de novela)

“Se va a España a probar fortuna”, quedó flotando de la conversación con Pablo Luis, cuando la llamó para informarle de las nuevas de Jorge, lo cual la dejó angustiadísima pues su hijo no tenía papeles de residencia. “Ya me las arreglaré”, había respondido él, estimulado por el casi medio millón de venezolanos, legal el ilegalmente dispersos por la península. Claro que, revisando el árbol genealógico, era muy probable que encontraran hasta conquistadores manchegos haciéndose con tierras criollas por cédula real, pero quién iba a ponerse a estas alturas del nuevo milenio a escudriñar hasta aquellas lejanías.

Y es que para la gente de su clase, España siempre fue una parada donde hacerse con el tipismo de ventorrillos, tascas y chiringuitos, antes de seguir viaje hacia la verdadera Europa. Aunque, cómo haberlo imaginado, la agudeza de la crisis vernácula, había convertido a aquella antaño aldea, emplazada del lado errado de los Pirineos, en un destino preciadísimo hasta para su retoño. “Y no quiero ninguna ayuda de ustedes”, había enfatizado decidido el muchacho, cuando Pablo Luis le ofreció enviarle alguna suma si apretaba la necesidad.

Su plan era entrar como turista y en seguida buscarse esposa o marido para conseguir el permiso de trabajo. Por internet ya había hasta contactado a algunos prospectivos partenaires, abundantes en un país donde el desempleo entre los jóvenes es uno de los más altos del continente. De hecho, por unos miles de euros, muchos locales están dispuestos a casarse, ofrecerse como vientre de alquiler y dedicarse incluso a la profesión más antigua del mundo. Todo sea por ir ganándole terreno a la recesión y el fantasma del paro que, por ejemplo, ha triplicado el número de españoles dedicados a este último rubro laboral y ha aumentado por encima de los demás grupos, el de los inmigrantes venezolanos dedicados al mismo; especialmente en la especialidad masculina, sean gay o no, pues es la mejor remunerada.

Por supuesto, tales particularidades escapaban a los progenitores de Jorge pero constituían una opción más que viable para el joven; uno de cuyos antiguos compañeros de aulas se había mudado allí el pasado año, y vivía ahora con bastante holgura en el barrio de Chueca madrileño mantenido, muy discretamente, por un conocido integrante del partido de gobierno.

“No gano para disgustos”, se dijo Ana Cristina, en tanto desayunaba su toronja mañanera y empezaba a colar el café. Un malestar, que se habría multiplicado a la enésima potencia de haber conocido las resoluciones pasando entonces por la mente de Jorge. Este, entretanto, se hallaba pegado a la pantalla del ordenador, aprovechando las primeras horas del día cuando internet funciona mejor, porque ya luego se pone tan lento como las colas formadas desde temprano, e incluso la noche entera, frente a los abastos y mercados de los barrios y vecindades menos afluentes.

Nada detenía, pues, los proyectos del joven, sabiéndose integrante de una generación para quienes la existencia no era una dádiva sino un privilegio por el cual debían pelear constantemente, si no querían desperdiciarla o, peor aún, perderla. Suerte tenían de la infinidad de ingenios tecnológicos, plataformas virtuales y redes sociales donde hacer piña, mantenerse en contacto de un país a otro y compartir información; con lo cual, y a diferencia de las generaciones anteriores más proclives a encapillarse, se hallaban virtualmente comunicados las veinticuatro horas. Ello no significaba, sin embargo, que fueran más sociables; en tal sentido, los cuarentones y cincuentones les llevaban una morena. Cosa que a ellos, obviamente, les tenía sin cuidado, porque lo importante era “the exposure, because to know me is to like me”, tal cual sostenía el psicólogo social Robert Zajonc, uno de los gurúes cibernéticos de las nuevas generaciones, junto con el reverenciado Steve Jobs, igualmente fallecido en Palo Alto, California; parte del llamado Silicon Valley o paraíso del high-tech.

Y hasta allí hubiera querido llegar Jorge, de haber seguido Ciencias Administrativas, tal cual hubiera deseado su padre. Pero se le atravesaron por el camino las consignas contrarrevolucionarias, los compañeros oscilando entre el idealismo del Che y el pragmatismo de Zuckerberg, una noviecita del pregrado de Servicio Comunitario y ¡zas!, se pasó ipso facto a Comunicación Social. “En la Universidad Monteávila la excelencia académica significa la búsqueda constante de la verdad”, se le había además quedado grabado de los principios de aquella casa de estudios, recalcados por un simpático profesor, supernumerario del Opus Dei, el primer día de clase.

“Cuando esté instalado en Madrid me inscribo en la Complutense y continúo la carrera”, había resuelto igualmente, aunque no se lo dijo al padre para que no lo siguiera presionando, pues en el fondo Jorge, como todos los muchachos de buena familia caraqueña, tenía muy claros cuáles eran “sus valores”, tal como solía reiterarle igualmente el profesor de psicología social, que no era Zajonc, pero para quien también los sistemas afectivos y cognoscitivos son fundamentalmente independientes y las particulares preferencias deben estar libres de interferencias exógenas. Algo fundamental para el joven, al haber aceptado con completa naturalidad su vocación de periodista, deslastrada en su caso del drama, la culpabilidad y la vergüenza sufridas por colegas menos afortunados, cuyos progenitores los querían a toda costa en el mundo de los negocios.

“Aunque he escuchado que el nivel académico en España es bastante inferior al venezolano, y que aún en la Complutense quienes llegan de aquí, ya sea con licenciatura o uno o dos postgrados, se asombran del bajo rendimiento académico y las pocas exigencias por parte de los profesores. Debe ser dado lo miserable de los sueldos que gana la mayoría y el desgano del estudiantado, al no sentir la necesidad de superarse por estar acostumbrados a vivir a costa de los padres. De hecho una alumna posteó hace poco que los integrantes de su curso se quejaban porque el profesor, quien faltaba un día sí y otro también, les ponía demasiada tarea y les pedía leer algún libro en inglés. ¡Jelóu!”, se repitió, no sin cierto nerviosismo, haciendo memoria de lo que necesitaba llevarse. “Documentos, laptop, teléfono desbloqueado, playlist, ropa, zapatos, artículos de higiene…” La lista se apretaba en el hueco de la maleta todavía por hacer, pero llenándose imperceptiblemente en su imaginario con lo menos necesario, que siempre suele ser también lo más imprescindible.

Y es que a pocas calles de la suya o a cientos de kilómetros de distancia; en urbanizaciones, barrios o vecindades, incontables jóvenes como él se hallaban en idéntico dilema, independientemente de su estatus social y legal. Lo único claro era la urgencia por irse como fuera y a donde fuera. “Si estás pensando en irte a otro país, primero debes ponerte a pensar si tienes los recursos para hacerlo”, recalcaban en varios lugares virtuales dedicados a aconsejar a quienes buscaban emigrar. Una advertencia absurda para la mayoría, porque es justamente la falta de recursos y oportunidades lo que azuza la huida.

“Tengo dos años en Florida y he llevado trancazo parejo. Desde no tener por días ni 25 centavos en el bolsillo, hasta vivir en un carro que debía parquear en un lugar distinto cada noche más asustado que nada, mil cosas. Quizás lo más jodido para mi es ser pobre; en Venezuela nunca lo fui. Yo salí huyendo del país porque a mi mejor amigo lo mataron para robarle unos Nike y yo no quería ser el siguiente. Y aunque he llorado lágrimas muy amargas por un drástico y muy fuerte puñetazo a la cara con todo lo vivido en estos dos años, hoy día sé con certeza de qué estoy hecho: de un guáramo del que jamás imaginé estar hecho”. Leyó en un mensaje reenviado por uno de sus camaradas de Facultad, a ver si lo convencía de esperar al menos a sacarse el título universitario y, de paso, persuadirlo para que le acompañara a alguno de los retiros espirituales del Opus, así como a las clases sobre fe y moral diseñadas para mejorar su vida cristiana.

Jorge, por su parte, agradecía las experiencias y admoniciones de unos y otros, pero en su caso se veía único y singular. Otra frecuente equivocación la de considerarse distinto, pues ello podía hacerle bajar la guardia y llevarle a pasar por muy malas situaciones, como le sucedió a otro compinche de farras cuando, tras muchas idas y venidas con un número de la seguridad social falso, finalmente lo detuvieron en el aeropuerto Kennedy y acabó deportado y sin posibilidades de volver legalmente al Norte por el resto de sus días.

Claro que él no se imaginaba detenido en Barajas, ni metido en un avión de vuelta y sin pasaje de regreso, no, esto se lo dejaba a los más imprudentes; lo suyo era, si no triunfar, sí salir adelante “con la cabeza bien alta, como me decían mis abuelos. Lástima que sus enseñanzas para ser un ciudadano honrado, justo y trabajador hayan quedado tan desfasadas en esta jungla donde sobrevivimos. Pero no por ello se aprecian menos, no señor”, prosiguió, al tiempo que texteaba a los íntimos para programar un encuentro de despedida.

En seguida le respondió uno de los veteranos, ya de vuelta tras un año por Irlanda intentando establecerse. “El año paso lo pasé en el exterior y fue gratificante aunque con todas su adversidades uno saca esas experiencias del bolso más pesado, el que se llena en las calles de Venezuela, y las pone a prueba, y si no tenemos experiencia en lo que se presenta sacamos la fuerza. Si no nunca falta el pana que por Facebook te dice; dale pana échale bolas no te vais a cagar ahora que estáis por allá más lejos quel coño ya estáis metió en ese peo no te vengáis. Y, bueno uno se anima y sale a matar la liga al día siguiente como es debido… En fin más allá de emigrar por un tiempo o para no regresar jamás a Venezuela, lo más bonito de estar en otro lugar es ver que somos algo, somos nosotros. Un venezolano puede reconocer a otro a distancia o por el simple vestir y caminar; es increíble pero es así. Yo más que emigrar lo veo como viajar por largo tiempo, porque somos gente del viaje y lo más bonito de un viaje es el viaje al interior de nuestro ser, y eso difícilmente lo logramos en nuestra tierra. Por uno que otro post he visto comentarios como que es horrible regresar a Venezuela. Bueno, con todo el respeto, si no sienten nada por esta tierra que los vio nacer y dio de comer, como una madre a sus hijos, allá ellos. Pero a mí me toco regresar, y es sabroso aterrizar y bajarte a comer una arepas, par de pastelitos con mayonesa, una malta; y salir a zamparte un perrocaliente todo alterado pensando que te van a dar 8 tiros, jejejé. De verdad felicito a la gente que tiene el valor para viajar y conocer mundo, pero felicito también a los que tienen la conciencia para regresar y dejar un poco de esos conocimientos adquiridos afuera, y compartirlos con todos los hermanos aquí, para el bien de todos, ya que tuvieron la oportunidad que muchos no tienen. Pienso que nuestro país está falto de cariño y ganas de arreglarlo, pese a todo lo que esté pasando. Hay países que han vivido cosas peores a las nuestras y se han levantado de sus cenizas para ser grandes. Felicito a todos los viajeros del mundo. ¡Yo afuera me montaba en una bici escuchando ‘Desorden Público’ mientras rodaba por Dublín! Pero si vas por allá, no te juntes con irlandeses porque terminarás alcohólico y adicto a Redbull”, terminaba el mensaje.

Jorge le contestó rápidamente para invitarle a tomarse unas cervezas y, de paso, pedirle algunos tips más concretos acerca de cómo manejarse por Europa con poco dinero; algo que seguro el amigo conocía muy bien, pues bajo la aparente largueza se escondía una personalidad más bien frugal y retraída. “Y si él ha podido, más podré yo que soy súper social y lleno de recursos”, se complació repitiéndose, quizás para no aturdirse más de la cuenta, antes incluso de iniciar la gran aventura.

Porque, debía mentalizarse, esto iba a ser sobre todo una aventura de la cual podría salirse y regresar, si las cosas se ponían demasiado negras. “Pasar tanto trabajo como el de Florida, eso sí que no. Supongo que el amor propio y la vergüenza de volver, con el rabo entre las piernas, es lo que mantiene a tantos pelando afuera, aunque después por las redes sociales se jacten de lo bien que les está yendo. Al menos este compatriota no esconde lo apurado de su situación. Es duro, de eso estoy seguro, pero valdrá la pena el sacrificio de intentarlo. Todo por no morir por el precio de un celular, ni caer en otra de las redadas de la policía y terminar otra vez en el Helicoide”.

Aquí Jorge se devolvió a la noche y el miedo que pasó allí, aunque después se hubiera hecho el valiente antes sus padres para no terminar de preocuparlos. Al menos no lo violaron ni le hicieron comer literalmente excrementos, como a tantos otros todavía detenidos allí y sin vistas a un cercano juicio. “Debió ser mi franela con el logo de la Universidad Monteávila lo que me salvó”, reflexionó, recordando cómo uno de los guardias se la pidió, a cambio de no bajarlo a los calabozos.

En tanto se hallaba en estas encrucijadas, le entró un mensaje de su madre desde Nueva York, preguntándole si estaba libre para hablar un ratito por WhatsApp. Pero Jorge no lo contestó en seguida. La verdad es que no tenía ningunas ganas de conversar con ella, y además, ya se sabía de memoria lo que iba a decirle. Prefería hacerse el desentendido y luego le escribiría con alguna excusa. No que tuviera nada contra ella, todo lo contrario. Ana Cristina siempre había sido extremadamente comprensiva con su prole, apoyándoles en el grueso de las decisiones que hubieran tomado, sin recriminarles jamás cuando las cosas no habían salido como ellos se imaginaban. Incluso, les había sacado las castañas del fuego en aquellos momentos, proporcionándoles apoyo moral y sobre todo económico, si el caso lo ameritaba, y sin esperar de ellos retribución alguna, porque así son las madres. Lástima que muchos hijos abusen de esa generosidad y escurran incluso el bulto cuando ellas más los necesiten.

Pero Jorge no tenía intención de desaparecerse, solamente recuperar, si no una calidad de vida volatilizada aquí, al menos la posibilidad de salir de casa allá sin pensar si iba a regresar en una pieza y, lujo supremo, pasear por las calles a cualquier hora, deteniéndose donde le viniera en gana, para volver luego a pie a su lugar de habitación que, para empezar, estaría en el epicentro de la movida gay madrileña, el barrio de Chueca, porque el excompañero de la universidad le había ofrecido alojamiento mientras acababa de aterrizar.

Y definitivamente Jorge agradecía tal oportunidad, aunque aquel no era para nada su ambiente. Pero tampoco guardaba nada contra aquella comunidad, y menos teniendo un hermano y un tío  del gremio. Además, siempre podría contar con ellos entre sus incondicionales, porque sabía que no le irían a dejar tirado en la cuneta. “Marcos me ha asegurado que, pese a los pocos meses residenciado allá, posee varios camaradas en quienes confiar y con los cuales se siente mucho más libre de lo que nunca estuvo aquí”.

“Fin de mundo, ayer mi papá tenía su carro en el estacionamiento del Centro Comercial San Ignacio, y le sacaron el tapón y le robaron el aceite”, escribía la noviecita en otro WhatsApp, llegándole con todo tipo de muñequitos y signos de admiración, cual si ello constituyera en sí mismo un acontecimiento insólito. Otra razón para poner tierra de por medio pues, tras la experiencia del Helicoide, ya no tenía paciencia para los devaneos de “niñitas de papá y mamá”, como las llamaban irónicamente en su círculo; aun cuando muchos de ellos, cuando tocara, citando a sus mayores, “sentar cabeza”, las buscarían para unirse en santo matrimonio y conformar un hogar, imbuido en los sólidos principios morales correspondientes a su condición y clase.

“Esta tarde voy para tu casa y hablamos”, le respondió él, proyectando en la conversación el poner en conocimiento de la susodicha sus nuevas acerca del “viaje de ida”, tal cual lo visualizaba en su mente; porque aún no había aceptado la idea de convertirse en otro emigrante, para engranarse a la cada vez más larga cadena de quienes se iban, acarreando consigo mementos del terruño a fin de devolverse a ellos cuando apretara la morriña. De hecho, en su maleta pensaba guardar lugar para algún objeto entrañable, aun cuando le quitara sitio a otros menos superfluos, pues no sabía cuándo necesitaría devolverse a él en los instantes bajos, que de seguro le llegarían, aunque las llevara cargadas de optimismo.

“Hoy doy inicio a la cuenta regresiva, y más que la siento de esa manera porque tras la violentísima represión de los últimos meses, especialmente contra nosotros los jóvenes, muchos son los que acabarán yéndose, aunque se vean en la obligación de cruzar la mitad del continente encaramados sobre un autobús o a pie con una mochila al hombro. Pero emigrar no es para todos, tienes que ser un valiente para echarle corazón a la situación y no desfallecer; especialmente si te vas con la novia, la esposa o, más complicado aún, la familia completa, ahí sí se pone la cosa difícil. Pues desde que se acabaron las marchas y se atornilló la Asamblea fraudulenta con eso de si eres electoralmente peligroso te inhabilito, si llegaras a ganar te hago fraude, si te permito ocupar algún espacio político te quito los recursos, si te abstienes y no votas te elimino como partido, si protestas te meto preso y si te rebelas te mato; ha empezado la desbandada por las fronteras, y no hago sino leer sobre los dramas de tanto venezolano asaltado, explotado, vejado, humillado en tierras donde nunca se hubieran imaginado aterrizar para cavar una trinchera”.

La llamada de su madre, acabó por sacarlo de aquellos pensamientos. Esta vez sí contestó porque, en el fondo, agradecía el optimismo con que ella siempre afrontaba sus vacilaciones e incertidumbres; sobre todo ahora cuando había tomado tan trascendental decisión.

—Mi amor, ¿te despierto? Tu papá me ha puesto al corriente. ¿Cómo es eso de que te vas para España? ¿Y los papeles? ¿Y la carrera? ¿Vas a inscribirte en la universidad cuando llegues allá?

—Una a una mamá. Por lo pronto voy a buscar algún modo de legalizar mi situación y después veremos.

—Eso me suena muy vago querido. No veo que tengas un plan de ataque bien armado para afrontar a las huestes enemigas.

—Me voy a quedar al principio con un excompañero de Facultad, quien lleva un año en Madrid y ya encontró trabajo.

—Bueno, pero si necesitas dinero, avísame para girarte unos dólares.

—Te lo agradezco, mamá. Pero por ahora voy a tratar de salir adelante por mi cuenta.

—Aunque me tienes preocupadísima me siento súper orgullosa de ti, y sé que vas a lograrlo. Además, sabes que cuentas con nosotros.

Jorge agradeció inmensamente aquellas palabras, sabiéndose parte de un todo mucho mayor, lo cual le quitaba de encima algo del peso existencial propio de quienes empiezan a vivir y se hallan simultáneamente al comienzo de una nueva vida. “So much of life ahead”, le llegó repentinamente de la canción “We’ve Only Just Begun” interpretada por los Carpenters, que su progenitora le envió antes de colgar. Y aun cuando no era una balada próxima a su generación, aquella melodía le trajo reminiscencias de los discos que ponía su tío, “comprados durante los setenta y ochenta en ‘Don Disco’ de Chacaíto”, solía decirle, cuando subía a verlo y comenzaba a curucutear entre los álbumes de aquella época tan desconocida para él.

Viéndolo con su marido cambiando un longplay por otro, Jorge no podía sino envidiar la suerte que habían tenido ellos de desarrollar gran parte de su existencia en una Venezuela pujante y alegre, “pese a los graves problemas que, obviamente, teníamos como país tercermundista”, le aclaraban también, para pintarle un cuadro más realista del pasado, inclinándose siempre hacia el lado positivo, a los ojos de quienes lo internalizan hoy como si fuera una utopía. Ello, quizás, porque contaban entonces con lo irremediablemente perdido: juventud, optimismo, curiosidad, avidez, aspiraciones y mucho aún por experimentar. “Una vida recién estrenada, como la tuya ahora, Jorgito”, concluían ellos, sirviéndose el segundo whisky de la tarde.

Pero Jorge no tenía tiempo ya de devolverse a aquellas ensoñaciones porque su discurrir, deslizándose implacable minuto a minuto, exigía respuestas claras y contundentes a los apremios con que aquella misma existencia lo había enfrentado, todavía antes de que pudiera articular pregunta alguna. “Y ante el espanto de vivir en una dictadura más destructora que la cubana en sus momentos más críticos, la oposición venezolana solo puede ofrecernos como arma de defensa una ‘hoja de ruta’”, masculló desesperanzado, mientras abría el closet de su cuarto y empezaba a separar la ropa que iría a meter en la maleta.

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