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Como se aprende a ser princesa

No es cuento de hada, ni la suerte que tienen algunas. Eso de querer ser princesa a ver si atrapo a un príncipe, constituye el anhelo de miles de niñas de todas partes del mundo, desde siempre y ahora es cuando.

Volando entre continentes, buscando la puerta de embarque, pasé por la puerta de la línea que va a Quatar, donde reposan en una estantería, todas las revistas de moda más exclusivas, mejor editadas, las más caras, ¡gratis! Es fácil sospechar que semejante inversión de mercadeo de esas publicaciones, en esa puerta con ese destino, rinde los mejores frutos. Me armé de unas cuantas y apuré el paso con la ilusión de sumergirme en los paisajes, vestidos y casas de los rich and famous, así como cuando jugaba muñecas, así como cuando hago teatro, o escribo cuentos de otras vidas, de otras gentes… imaginando que soy lo que no soy.

Páginas y páginas de mujeres de seda, vestidos que hablan, botines de película, brazaletes sinfónicos… le ganaron la batalla a la novela que tenía prevista leer en el tiempo de espera al abordaje. Entre tan bellas fotos, impecable impresión, locaciones extraordinarias, niñas de cuerpos y belleza imposibles, pasaron dos horas sin darme cuenta. Un artículo que hablaba de los campamentos más extraordinarios, que van desde el de niñas astronautas hasta el de las princesas… ¿princesas? La sola mención me encendió el sistema de alerta, a pesar del letargo irresponsable en el que el consumo de moda y nada más que moda, me había sumido.

En pleno Londres, entre Kensignton y Chelsea, hay un campamento de lujo para niñas, especialmente diseñado para preparar a las futuras aspirantes a Kate Middleton. No es metáfora, hay cartones con fotos de Middleton, estandartes donde la princesa, modelo e inspiración, luce de pie, abrazada a su príncipe, tamaño natural, en los rincones, pasillos y las aulas. La escuela la dirige una americana, Jerramy Fine, con la intención de enseñarle a las niñas, no sólo “a ser bellas y maleables” (cito textual, no es chiste), sino otras “cualidades como el desinterés y la compasión”. Supongo que el todo es cuestión de apariencia, porque si te preparas para princesa, ¿no es para atrapar a un príncipe? ¿Dónde queda el desinterés? Y si aprendes modales que no son parte de tu cotidianidad, es porque quieres aparentar más de lo que tienes, ¡no vas a hacer tanto esfuerzo por pasar por rica, para después irte a mezclar con pobres, ¡por compasión! Se estudian las obras de caridad de Lady D, siempre tan compuesta, impecable hasta en los peores calorones de África, pues de eso se trata, justamente, de solidaridades que no ensucian. También se estudia cómo utilizar con tacto y mesura las últimas herramientas de la tecnología digital. Es decir, a usar el teléfono con disimulo, porque acuerdo en que estar pegada de la pantalla del celular todo el tiempo, está peleado con la elegancia.

Las clases que pueden hacer de cualquier niña que asista a ese campamento, una princesa, cubren el estudio de las buenas maneras, cursos de conversación –el arte de no decir nada que ofenda, nada que irrite, nada que mortifique, nada que haga pensar, nada que importe…-, lecciones de reverencia, y de gestión de momentos difíciles. Porque las princesas no conocen la cólera, no gritan, no se molestan, no se ofenden ni ofenden, siempre reverencian.

Pero no todo es oscurantismo de moralidad barroca en el campamento. También hacen excursiones: de equitación en Hyde Park; van a tomar el té en el palacio de Kensington y demás visitas “reales” obligadas, como por ejemplo ir a ver las joyas de la corona que guarda la torre de Londres. Supongo para saber bien de lo que están hablando pues, en contante y sonante.

La Filosofía de la escuela-campamento se resume en “una verdadera princesa mira por encima de ella misma en cada situación y utiliza su posición para hacer el bien”, ¡no faltaba mas! Admiten a niñas de 7 a 11 años, es decir que es una decisión que toman los padres. O mejor dicho, es un dinero que ahorran los padres, pues cuesta 3.640 euros a la semana.

Por otra parte, en Rusia, según documental extensivo transmitido por Arte –la cadena de televisión franco-alemana que se esmera en una programación de contenidos relevantes-, las escuelas que proliferan son las que preparan a jovencitas para ser amantes de hombres rusos millonarios casados. Las instruyen en una manera de vestir, de hablar, de sonreír, de callar. Una manera de salir del pueblo donde nacieron. Son cientos de muchachas que viven en la miseria y que se arriesgan a ir a Moscú a entrenarse, pagando las clases con lo que no tienen, para ver si consiguen al millonario que les cambiará la vida. Sin que les quede nada por dentro. Muchas son las que se devuelven con sus tacones y plumas en la cabeza. Otras logran ingresar en el impúdico sistema de infidelidad y doble moral del macho ruso con chequera, que en muy pocos casos decide divorciarse, aunque las leyes les ofrecen múltiples atajos para escaparse con sus dineros completos, sin dejarle a la esposa e hijos más que lo que llevan puesto, según reportara el mismo documental.

No sé cómo expresar lo que me hace sentir todo esto. No me gusta pensar que aun nos cuesta tanto a las mujeres ser bellas y libres al mismo tiempo, enamoradas y autosuficientes, amadas y dueñas de nuestro destino. ¿Por qué para ejercer nuestra inteligencia, por ejemplo, en demasiadas ocasiones posamos la severidad de los entenderes masculinos, comúnmente tan abstractos, sin carne, antisépticos, por aspirar al rango científico irrefutable…? Es tan común pensar que la mujer que consume moda y se expresa a través de la moda, por ejemplo, es tonta, frívola, superficial… ¿cuándo se va a entender que eso tan sólo da cuenta de lo más evolucionada que es en el manejo del lenguaje que la expresa como individuo, como parte de un colectivo, de una cultura…? Hablando desde el punto de vista de las mujeres que se divierten y se expresan al vestirse para salir a la calle y conseguir lo que quieren, más allá de los dictámenes que rellenan las revistas que hacen los hombres desde el cruel universo del mundo de la moda. Porque tampoco es sencillo el tema…

Pero trato de escapar del engaño, tengo muy presente que la sensibilidad femenina que nos otorga la particularidad de nuestra mirada, se acepta entre teóricos, académicos o intelectuales machos -que son los que establecen los respetos y reconocimientos-, por conmiseración, por no incurrir en sexismos, no porque se haya llegado verdaderamente a entender la profundidad de la mirada de la mujer, la verdad de nuestra comprensión de las cosas.

Aun es mucho lo que hay escarbar, explorar, descifrar y decir, de nuestro cromosómico deseo de agradar y ser protegida, pulsión que nos habita y se expresa desde que empezamos con los primeros escarceos edípicos… ánima que nos constituye y nos divierte. Todas nos hemos montado en tacones y podemos dar fe de su eficiencia a la hora de las miradas y los piropos. Todas sabemos que caminar en puntas no es fácil, es un arte, que hay que entrenarse, sobre todo en estos tiempos de 30 centímetros de exceso. A mí me enseñó Rafael Briceño, cuando tuve que hacer a Lucy Seward, mi primer personaje de teatro, doncella de los años 30, niña de su casa, de buenas costumbres y maneras impecables, de tacones moderados y sonrisas afables… Mal podía encarar el personaje yo, que andaba orgullosa en alpargatas, como expresión de mi pasión por la justicia social y la igualdad, pues ¡así no me iba a morder Drácula! Rafael llegaba al teatro una hora antes del ensayo, para entrenarme en la expresión de la feminidad más edulcorada. Me hacía caminar el escenario de arriba abajo con cada vez mas libros en la cabeza, luego con los tacones puestos; sentarme sin mostrar nada por encima de las rodillas, con las manos en posición de dulce descanso sobre el regazo… No tengo cómo agradecerle su generosidad y su esmero. Rafael Briceño me enseñó a ser princesa… sobre el escenario. Pero he de decir que el príncipe me lo encontré calzada en alpargatas, siguiendo la traza de los poemas que me enseñaron a ser amor.

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