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Ciudad de México. Una historia de amor

CIUDAD DE MÉXICO: Enamorarte de algo tan vasto e intangible como la capital más grande de América Latina, cuyos límites son cada vez más borrosos, al principio es algo extraño.

También lo es confesar sentir angustia cuando estás lejos, enferma de amor por ser incapaz de satisfacer el deseo de disfrutar las tardes del Centro envuelta en compañía de su paisaje urbano. Estoy segura de estar experimentando las diferentes etapas del noviazgo y amor, infatuación y lujuria, crecimiento espiritual y sabiduría, con una ciudad. Como si el DF, como un todo completo y enigmático, fuera el ejemplo más perfecto y lúcido de amante y maestro.

Me mudé a la Ciudad de México hace cuatro años, como una universitaria emprendiendo una misión de inmersión y autenticidad. Desde entonces, me he ido y regresado tres veces hasta que, este año, finalmente he decidido mudarme a la ciudad para dedicarme al periodismo. A lo largo de todos estos años he gozado el ser joven y habitante de una ciudad global y bellamente brutal: el crecimiento a través del dolor, la conciencia a través del contacto, la realidad a través de la experiencia.

Aquí he descubierto, abandonado, y reconocido muchas partes de mí misma y de los demás – de mi identidad como hija de mexicanos que forzosamente abandonaron sus pueblos en el norte en busca de trabajo, de la potencia de la resistencia y protesta – a partir de mi investigación sobre #YoSoy132 – de las observaciones y de las interacciones con las comunidades que crean nuevas realidades de la existencia. Estas lecciones nacen del tiempo que dedico a conocer a gente distinta, caminando y coqueteando con las maravillosas calles empedradas, grandes avenidas, hermosas universidades y mercados fragantes.

Y cuando vuelvo a Los Angeles, hay mañanas en las que me despierto anhelando respirar el olor a pan fresco mezclado con el olor y la sensación de una calle muy transitada de la ciudad, el ruido de una bulliciosa mañana de domingo en la Avenida Hidalgo. Entonces reflexiono y me pregunto acerca de la dualidad de la nostalgia y del amor. A veces los recuerdos y amores del DF, de mi pasado, me habitan tanto que me siento atada a él, como solemos sentirnos apegados a nuestros amantes del pasado, a través de la nostalgia.

Pero entonces, oscilando entre la felicidad del amor y el dolor de la nostalgia, siento crecer en mí un amor por esa visión de la vida y de la justicia que forjó en mi Ciudad de México. Una visión de la vida en toda su complejidad y dualidades; de la injusticia y de la fortaleza, del encanto y de la belleza, de la soledad en la multitud, y de la solidaridad en la colectividad.

La Ciudad de México en muchos sentidos es una muestra del deterioro provocado y agravado por el capitalismo desenfrenado y por la modernidad urbanizada, así como de los racismos y clasismos perpetuamente reproducidos en el país, realidades que se entrelazan una y otra vez sobre el telón de fondo de un paisaje urbano concreto y entre una niebla de smog que envuelve nuestro horizonte. De esta manera, el romanticismo de una existencia tan cruel parece no sólo fuera de lugar, pero insensible al subtexto de los silencios sufrientes de la ciudad urbana.

Sin embargo, la intersección y la acumulación de todas estas realidades, que, cuando las contemplé y experimenté por primera vez, significaron una experiencia dolorosa y espiritualmente opresiva, han inspirado en mí las lecciones más perdurables acerca de cómo vivimos y creamos desde y a pesar de la urbanidad. Me encanta la ciudad de México y la amo como estoy aprendiendo a amar la vida. Vivir en un lugar como el DF produce en mi una sinergia que me fortalece y alienta para desintegrarme y empezar de nuevo, así como el amor lo requiere. Inspiración para reinventarme tantas veces cuantas el amor y la necesidad lo requieran – que por cierto es también un amor propio mezclado con el amor por una hermosa ciudad.

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