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Azucena Melcano

El cine y la ciudad: la ciudad de Buñuel y Alcoriza (Parte IV)

El cine retrata la realidad. El tipo de realidad está determinado por la visión del director, pero sin importar que género cinematográfico veamos, no cabe duda que es una forma de realidad. Quizá sea la realidad metamorfoseada en la cabeza del guionista o el director, pero no por ello resulta menos contundente.

Ya sea bajo representaciones ficciosas, a través de monstruos imaginarios, por medio de cuentos fantásticos, etcétera, en las pantallas siempre se verán reflejadas las convenciones sociales, los miedos y las preocupaciones de toda una época. Sin embargo, y dejando de lado los niveles de profundidad de la interpretación cinematográfica, en donde cada elemento de un filme nos habla de la realidad de la época y la mente detrás de éste, existen películas que al más puro estilo del naturalismo literario se enfocan en plasmar la realidad sin metáforas y sin adornos.

Hasta los años 50, en México, los guiones se encargaban de crear una realidad deferente que gustara al espectador y lo mantuviera entretenido; así la ciudad, el rancho o la playa se mantenían como entes inanimados y frívolos que permanecían quietos mientras los personajes se movían en torno suyo.  Si bien es cierto que A. Gonzales mostró una visión poco idealizada de México, sus argumentos no dejaron de lado la idea de la superación y la redención, plasmando así una imagen dual de la ciudad aliada y enemiga del ciudadano. Pero, a la par del apogeo de Pedro Infante, Emilio “El Indio Fernández”, Rogelio A. González o Alejandro Galindo, surgió otro director que presentaba su propia visión desde una perspectiva menos complaciente: Luis Buñuel.

La ciudad dejaba de ser ese complejo monstruoso de edificios para transformarse en la vecindad, la calle de la esquina, la casa de los suburbios; pero todas ellas cargadas de imágenes desconsoladoras, impensables para presentarse en la pantalla, poco atractivas visualmente y al mismo tiempo mucho más realistas. Pero no solo la ciudad, como espacio, era diferente, lo eran también sus habitantes, costumbres, cultura y lenguaje.

El director español logró salirse del cajón de los clichés, y presentar al mundo una producción mexicana que se alejaba por completo de los estándares enraizados en la población, por los argumentos inmortalizados en las producciones de personajes como Ismael Rodríguez, quien además de saber qué era lo que la gente necesitaba ver para sentirse identificada con sus filmes, les ofrecía una segunda posibilidad, la de sentirse contentos con la posición que cada quien tenía sin importar cuál fuese ésta. Así, Luis Buñuel, rompió todos los paradigmas establecidos hasta ese momento con su película Los olvidados.

Este filme de 1950, que en fechas recientes fue condecorado con la estafeta de Memoria del Mundo por la UNESCO, se encargó de desmitificar los significados concedidos a la pobreza en el México post revolucionario, en el México de Ismael Rodríguez, Pedro Infante y demás.

En torno a esta cinta se han escrito ensayos y tesis enteras, que pretenden desvelar el simbolismo que encarna cada uno de los elementos del filme. Sin embargo más allá del surrealismo, de las metáforas o de cualquier otro tipo de elemento que se anexe a esta producción, Los olvidados es una muestra contundente de la capacidad cinematográfica para rebasar las fronteras de lo establecido por la generalidad, un retrato palpable de la degradación y el verdadero espíritu de la humanidad, y una denuncia de la necesidad. El retrato vivo de la ciudad del pueblo, y el pueblo mismo dentro de ella como parásitos y alimento.

El universo al que Buñuel nos arrastra con sus minimalistas escenarios, es el de la miseria, la falta de oportunidades, la pobreza y al mismo tiempo la cotidianeidad. Ningún ser humano es enteramente malo o enteramente bueno; cada uno es una individualidad compuesta por facetas infinitas que se adecuan a la situaciones en las que se desenvuelven y atienden sus necesidades e instintos. Y al igual que los personajes, la ciudad se vuelve dual, pero no obsequiante de redención, puesto que jamás se vislumbra el camino de lo diferente de manera trascendental. La realidad es lo que se ve y no más.   

Con El jaibo, Pedro, Julián y compañía, Buñuel encarnó cada elemento que compone la parte más visceral de quienes se ven sometidos por las circunstancias a sobrevivir, más que vivir, en un entorno en el que el mundo parece estar diseñado para truncar cada una de las expectativas y oportunidades que te esfuerzas por crear. Los espacios abiertos, las calles y mercados se vuelven un universo diminuto que devora a los parásitos que habitan en ellos.

Pero al lado de un gran director coexiste un gran guionista, y el responsable de crear esta sátira urbana fue el mexicano Luis Alcoriza, quien más tarde se incorporaría al mundo de la dirección continuando con una serie de filmes naturalistas que seguían construyendo y reflejando la pobreza intelectual y los convencionalismos del México de aquella época, y que curiosamente hoy en día continúan vigentes. Fue precisamente ese factor el que provocaría el disgusto del público al ver en pantallas esa cara torcida de la ciudad que se negaban a ver fuera de los cines. Porque una vez puesta en pantalla no podían seguir fingiéndose ciegos: indiferentes. La ciudad monstruo se abatía sobre la sociedad puritana que se agasajaba con las alegorías de El Charro cantor o El ídolo de México y sus personajes del conformismo y la aceptación. Éste sin duda fue un cambio revolucionario a las visiones de la urbe mantenidas hasta ese momento.

La siguiente metamórfosis de la ciudad, como contexto y participe del cine mexicano, llegó un poco después, tras diez años de la filmación de la cinta de Buñuel. Una nueva época del cine, en la que la decadencia argumental comenzaba a hacerse presente.

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