Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
fedory santaella

Cinco Poemas de Tatuajes criminales rusos

 

Campanas

Está sonando la campana que mide el tiempo

Margaret Atwood

Nací una noche en que nada ocurría. El aire era una lenta alimaña de calor. En el bosque un pichón caído del árbol fue devorado por un zorro famélico. Nací una noche pesada, sorda. A tres esquinas de la taberna, un mendigo ciego murió a puñaladas. Apenas llevaba un mendrugo que se llevó el asesino tras el asalto. No hubo fanfarrias, no hubo risas, sólo silencio. Silencio y muerte, y mi nacimiento,

ese otro silencio, esa otra muerte.

Hubiera preferido una viñeta con campanas. La luz y la mañana girando en la luz, las mujeres apresuradas, sus pañoletas, las cuentas de los rosarios curvándose en el aire, la oración en sus bocas, yendo de prisa al llamado de la torre alta. Pero mi pueblo era una derrota de Dios, sin campanario y con padrecito borracho.

Alguna tarde, ya en la ciudad, sí las escuché. Desnudo con amante a la sombra de una cama, río lejano de una vida que no era mía. Afuera, los perros no hacían más que olfatear mi rastro de semen y manos.   

 

Ahora sus repiques me hacen compañía.

Suenan como grilletes, anuncian,

dicen de mí, de mis crímenes.

Estas son las campanas que merezco.

Las gané, son mías, me hacen digno

de la grieta que soy.

 

Cúpulas

Las cúpulas doradas están tatuadas en mi pecho,

pero son azules y no de oro que están hechas.

Mihail Krug

Recuerdo al hombre en la plaza roja, miraba absorto las cúpulas de San Basilio. Recuerdo su barba canosa y descuidada, su cayado. Me acerqué, hacía tiempo que no me sentía vivo. «Es usted un santo y me da luz», así fue mi estúpido halago. El hombre, sin dejar de mirar las cúpulas, levantó la mano,

los dedos extendidos hacia las torres,

o hacia el cielo, no sé.

Sus dedos, sus dedos

llenos de nudos

y surcos de sequía.

 

«Me lo mató», murmuró.

«La revolución mató a mi hijo».

Pensé que yo hubiese podido estar en el lugar de aquel muchacho,

ese hijo que seguramente se negó a ser uno más. O a dejar

de ser, que es lo mismo.

 

«No vendrá a devorarme», le juré. «La revolución no vendrá a devorarme. Su hijo seguirá vivo en mí». Fui grandilocuente y de nuevo estúpido, lo sé,

pero a veces el dolor es así,

es necesario que así sea.

 

El hombre tampoco volteó a mirarme,

y yo, sin más, me alejé,

pensando en las cúpulas,

en todos los jodidos monasterios

convertidos en colonias de trabajo,

en todas las condenas que pagaría,

en todas las veces que saldría

para resistir de nuevo,

en los cientos de miles de putas veces

que no les daría el placer

de verme caer muerto.

 

Un poema

(en trapecio de convicto)

«Un poema, 

como tatuaje,

como dibujo.

Los dibujos saben

la insuficiencia

de las palabras,

así los poemas,

como los dibujos,

como los tatuajes.»

 

Mariposa

Soy de la casta

de los que sienten el tiempo

como una crecida de río

que arde en la piel

y en la vida.

 

Soy de los que no pueden

estarse en ningún lugar.

 

De los que se van más temprano que tarde,

de los que saben que se irán

más temprano que tarde.

 

Soy un temblor,

un temblor suspendido

sobre el agua quieta de la luz,

un asombro que aletea

hacia la ventana

 

y deja atrás el encierro.

 

Alexei Morozov,

recluso de la colonia de trabajo forzado de Omsk, Siberia, portaba en su pecho una frase de Pessoa acompañada de su rostro aguileño oculto entre los característicos anteojos huidizos, el bigote timorato y el sombrero de ala ancha. Solía decir que los poetas alcanzaban con su escritura algún lugar oscuro que correspondía al mismo lugar oscuro de todos y cada uno de los hombres. Solía decir que debíamos agradecerles sus palabras de horizonte, de luz, de ajuste de brillos. No sabemos si sólo había leído a Pessoa. O sólo un libro, o sólo esa frase. Tampoco podría asegurarse que hubiera comenzado a vivir en paz con él mismo después de tatuársela. Ha de decirse, sin embargo, que sus sueños dejaron de atormentarlo, que no volvió a temerle al vértigo de sus vuelos sobre el mar (él, que nunca conoció el mar) y a las caídas sin fondo desde altísimas cúpulas. Se dice que, mientras agonizaba por causa de la fiebre hemorrágica, repetía la frase, la plegaria, una y otra vez, al tiempo que acariciaba, en su pecho, el rostro del poeta.

«He sentido en sueños mi propia libertad».

Esa era la frase.


Oscar Todtmann Editores (Venezuela, 2018)

Hey you,
¿nos brindas un café?