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Fabian Soberon
Photo by: Alexandru Paraschiv ©

Carver en Vermont

La pesada guía aconsejaba una pequeña librería de usados en la Church Street, la peatonal de Burlington. Bajé del ómnibus con la íntima convicción de que me llevaría un libro en inglés, con la esperanza de leerlo durante mi estadía en los Estados Unidos o durante las noches silenciosas en Tucumán. La imagen ya anidaba en mi memoria futura y solo tenía que cumplir el secreto deseo.

A pocos metros de la terminal de ómnibus, refulgía la peatonal. Frente a unos negocios de artículos de viaje, al fondo, se escondía la estrecha y nueva librería de usados. Se llamaba Crow, y su ríspido nombre me recordaba un crudo poema de Raymond Carver y el célebre y rítmico y extrañamente racional poema de Poe. Al trasponer la puerta de entrada, encontré una mesa de saldos. Apilados como zapatos nuevos, los libros formaban una modesta columna de papel que contenía verdaderas joyas. Estaban las primeras novelas de Cormac McCarthy, los exóticos volúmenes de escritores franceses decimonónicos como Emile Zola y las tapas fauvistas de los best sellers internacionales. Mientras revisaba la pila con ansiedad, recordé que el comedor del Middlebury College era una babel en miniatura. Los rusos hablan el ríspido alemán de los bosques fríos, los franceses practican el ruso con esmero durante el desayuno, los norteamericanos hablan español con un exagerado acento, los españoles sólo charlan en español y nosotros repetimos algunas frases en inglés sólo por cortesía. Por la concurrencia de colores y formas, asocié los idiomas improvisados del comedor con la múltiple columna de libros en la librería.

Por una caída brusca de volúmenes en el fondo del local, volví a la pila. Descubrí una antología de la obra de Hemingway, una serie de novelas policiales y un conjunto de autores que tenían la etiqueta que decía que eran autores de Vermont. Pensé en el falso sentimiento de pertenencia pero luego supuse que solo era un sello para la venta.

Después de agujerear la mesa con el repaso minúsculo de cada título, encontré, fascinado, el tomo de la Poesía completa de Raymond Carver. Lo levanté, ansioso, y lo puse a un costado, como hago siempre que veo un libro que me interesa y que no quiero que otro lo compre. Lo escondí en un rincón, debajo de otros tomos. Revisé, con cierta premura, los estantes y me quedé mirando por la ventana. Era un día de sol pleno. Después iríamos al amplio Lake Champlain y quizás haríamos un paseo en el barco hacia New York. Pero ahora estaba rodeado de las sombras del pasado y un imponderable olor húmedo y picante me acariciaba: el hermoso olor que impregna las librerías de viejo. Revisé las etiquetas y vi que los precios eran buenos. Ya estaba todo dicho.

La vendedora rondaba por el fondo y no controlaba a los futuros compradores. Levanté The grifters, de Jim Thompson, y recuperé el perdido tomo de Carver. Pagué y salí feliz de la bookshop.

Afuera estaban Bruno y mi esposa. Bruno hacía girar las lentas ruedas de un camión de juguete en la madera de un banco. Y mi mujer miraba hacia el alto mástil de la iglesia de Burlington. Ambos, abstraídos, disfrutaban del límpido cielo.

Nos fuimos al lago. El calor era intenso y tuve que alzar a Bruno porque estaba exhausto.
Pasamos la siesta en el puerto, en medio de los juegos infantiles, escuchando el canto agudo de las aves sigilosas que merodeaban el agua quieta.Volvimos al centro. Yo tenía los poemas en el bolso: el libro latía con el ritmo de un corazón en peligro.

Al atardecer, subimos al bus interurbano. Nos dejó en el predio del College cuando el sol se escondía en las curvas insinuantes del campo.

Me di un baño rápido y encendí la televisión. Un conductor borracho daba las noticias principales. Un deportista trataba de acertar con el bate de beisbol.

Comimos unas papas fritas y unas hamburguesas apresuradas. Bruno se durmió tarde, casi a las 11. Mi esposa se lavó los dientes, prolija, y se tiró, cansada. Se durmió al instante.

A la medianoche, el silencio era atronador. Todos dormían.

Encendí una pequeña linterna y la acomodé en medio de las sábanas blancas. El ventilador atronaba en el cuarto, como el helicóptero en el inicio de Apocalypse now.

Saqué el tomo de Carver y leí:

The break in the clouds. The blue
Outline of the mountains.
Dark yellow of the fields.
Black river. What am I doing here,
lonely and filled with remorse?
I go on casualy eating from the bowl
of raspberries. If I were died,
I remind myself, I wouldn`t
be eating them. It`s not so simple.
It is that simple.

(El claro entre las nubes. La azul
silueta de las montañas.
Los oscuros amarillos de los campos.
El negro río. ¿Qué hago yo aquí
solo y cargado de culpas?
Yo estoy comiendo de un bowl
las frambuesas. Si estuviera muerto,
me recuerdo a mí mismo, no podría
comerlas. Esto no es tan simple.
Esto es así de simple.)

El fulgor nocturno de los versos limpios y escépticos me acompañó en el sueño.


Este texto forma parte del libro Ciudades escritas, publicado por la editorial EDUVIM, Córdoba, Argentina, 2015.


Photo by: Alexandru Paraschiv ©

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