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Carta a Vinicius de Moraes, el blanco más negro de Brasil

Tu voz, Vinicius, tu canto ronco y sencillo, es hoy el murmullo de la primavera en Río. Las olas recogen la luz que cae de tus versos y en las calles la gente arrastra las horas hasta el anochecer, los enamorados beben su gozo al son de tus melodías. Todos aman como tú. Vinicius, Brasil no te olvida. Ya lo dijiste tú: “fuimos hechos para recordar y ser recordados, para llorar y ser llorados”. Así escanciaste tu vida, camino para la distancia para esos que canta susurrando, riendo, llorando, pisando con suavidad la arena de los sueños de amor ¿Cuántos corazones tenías, Vinicius, que reinventaste la alegría con cada canción? El tuyo fue un duelo con la nada, siempre vestido de fiesta, dispuesto a la noche estrellada, a la borrachera y la saudade. Vinicius ¿cómo hiciste para ser diplomático y bohemio, abogado a los veintitantos años y comunero hippie en Bahía a los cincuenta y pico? Todo lo que te tocabas, incluso el sufrimiento, lo convertiste en celebración. Te obsesionaste con la belleza y encontraste su máxima expresión en las mujeres. Insaciable Vinicius, te casaste nueve veces con nueve muchachas distintas y un mismo amor inagotable. Eras capaz de  los que fuera con tal de conquistar a una mujer. A cada una de tus enamoradas le pediste un amor que “no sea inmortal, puesto que es llama, mas sea infinito mientras dure”. Hiciste de la contemplación de la belleza femenina un arte y una ciencia. Con descaro pero muy en serio, nos dejaste la receta:

“Las muy feas me perdonen,
Pero la belleza es fundamental. Es necesario
Que haya algo de flor en todo eso,
Algo de danza, algo de haute couture
En todo eso […]
Es necesario que todo eso sea sin ser, pero que se refleje y germine
En la mirada de los hombres. Es necesario, es absolutamente necesario
Que todo sea bello e inesperado.
[…] Las nalgas son importantísimas. Los ojos,
Y esto ni se discute, que miren con cierta maldad inocente.
[…] Ah, que la mujer dé siempre la impresión de que, si se cierran los ojos,
Al abrirlos ella no estará más presente
Con su sonrisa y sus intrigas.
Que ella surja, no venga; parta, no vaya;
Y que posea una cierta capacidad de enmudecer súbitamente y hacernos beber
La hiel de la duda. Oh, principalmente
Que ella no pierda nunca, no importa en qué mundo,
No importa en qué circunstancias, su infinita volubilidad
De pájaro; y que acariciada en el fondo de sí misma
Se transforme en esfera sin perder su gracia de ave; y que exhale siempre
El imposible perfume; y destile siempre
La embriagante miel; y cante siempre el inaudible canto
De su combustión; y no deje de ser nunca la eterna danzarina
De lo efímero; y en su incalculable imperfección
Constituya la cosa más bella y perfecta de toda la innumerable creación”.

El tiempo tuvo que correr para seguirte los pasos, para sentir tus versos cálidos, tu voz chueca y franca, el encanto de la vida en cada una de tus  palabras, la belleza del amor refrescada en los lugares más comunes. Cuando naciste, en 1913, Rio era ya una ciudad populosa, una novia engalanada a la espera de su poeta. Ibas y venías de la chacra de tu abuelo a la calidez de la calle Lopes Quintas, refugiado entre los cantos de los antiguos esclavos y los acordes bohemios de las guitarras de tus tíos; tú te dividiste como se dividía el Brasil. Tu juventud la pasaste vagabundeando por el barrio Gávena, bebiendo cachaça sobre el acerado riel del modernismo. Al igual que tú, Ipanema y Leblon eran terrenos vírgenes, ansiosos de ser poblados por la multitud y su música, por las bellas mujeres que en las madrugadas serenas reinventan el placer. Tú viste esos paisajes cambiar en la ciudad y en ti. Río y el poeta eran jóvenes afrancesados, cultos y románticos. La fachada de los dos era europea, pero la llama del hogar la alimentaba la batucada, la samba, la alegría de la pobreza y la esperanza de la lumbre africana. Ni el poeta ni la ciudad se daban cuenta de ello. En ti, Vinicius, corrieron caudales de aguas opuestas. El clásico y el modernista, el diplomático y el bohemio, el aeda erudito y el  juglar de la favela. Fuiste lo mejor de tu sangre. En ti floreció el delirio de Clodoaldo, tu padre, poeta inédito de sueños parnasianos. Junto a él iba tu madre, Doña Lidia, con su violín y su piano, con su gusto por la música popular. Él enseñaba francés y latín, ella era la niña sonriente de una familia de bohemios. Dividido entre la formalidad de la razón europea y la libertad del sentimiento brasilero, fuiste por mucho tiempo un centauro indeciso. Tal vez nunca dejaste de serlo y por eso te presentabas en los conciertos como Vinicius de Moraes, poeta, músico y exdiplomático. Nada de lo que hacías era una excepción, todo te cupo entre espalda y pecho. La amistad fue tu emblema, la poesía llenó de luz tu casa, tu voz ardió en medio de la tempestad. También el nudo de la corbata de funcionario lo enlazaste con la gracia del romántico cantor. Incluso cuando te nombraron censor de cine pasaste por alto toda censura, fiel a tu pacto con la libertad.

“Tengo horror de la vida, quiero hacer la mayor poesía del mundo
Quiero morir inmediatamente
Llama al presidente para que cierren todos los cinemas
No aguanto más ser censor”.

Era cierto lo que escribías sobre ti: en la noche ardías, andabas donde había espacio, tu tiempo era cuándo. Siempre te hiciste querer, fuiste el preferido del Brasil y el preferido de tus padres. Tus viejos te eligieron entre tus hermanos para que estudiaras con la élite de Rio en San Ignacio, donde los jesuitas cargaron en tu consciencia la vergüenza del pecador y convirtieron tu erotismo magnético y abierto en un amor trascendentalista y atormentado. Ya en tus primeros poemas te dabas cuenta de que la cosa no podía ser así.

“La vida del poeta tiene un ritmo diferente
Es el eterno errante de los caminos
Que anda, pisando el suelo y mirando el cielo”.

Versos del joven Vinicius. Ya de viejo le diste la vuelta a la tuerca y anduviste pisando el cielo y mirando el suelo de tu Brasil tan rico y tan pobre, tan alegre y desdichado, tan mágico y banal. Pero me adelanto por el gusto de verte viejo y feliz, acompañado de tus hijos, tus mujeres y tus amigos, con un vaso de whiskey en la mano, unas gafas opacas y el pelo largo de la rebeldía, rodeado de muchachos a quienes les enseñabas el arte de la juventud. La nueva generación de músicos te seguía a todas partes. Tu sombra de gigante tenía la peculiaridad de iluminar a quien cubría. Vinicius querido, me parece que creciste al revés: al joven libertino y alegre lo antecedió un viejo taciturno y atildado. Inmerso en el grupo católico de Río, sufrías por el alboroto de tu sangre disoluta, por tu sed de muslos abiertos y alborozados gemidos. La culpa alimentó tus primeros poemas y sembró en ti el gusto por lo platónico, lo místico, lo imposible. Varias vidas más tarde (porque en ti cada segundo era una vida nueva) comprobaste que bastaba con aceptar las consecuencias de estar vivo para hacer lo que diera la gana.

Tu segundo libro, Forma e a exagese, obtuvo el premio nacional de poesía en 1935. Muchos años después admitirías que el título del libro era demasiado pedante y que el galardón se te subió a la cabeza. Tenías veintidós años y decías haber abandonado la música popular por considerarla un arte menor. Querías ser un poeta occidental, un católico afrancesado, un buen alumno de los jesuitas, un joven culto y amable. No sé cómo hiciste para librarte de todo eso  y convertirte, por suerte, en el blanco más negro de Brasil. Dicen que tu transformación tuvo lugar en Europa, que estudiabas para ser europeo y descubriste la alegría de no serlo, o que pudo ser el amor por tu primera esposa, tus dos hijos y la necesidad de ganarte la vida lo que te salvó. A mí me gusta imaginar que el venía gestándose desde antes en la habitación de una prostituta de Lapa, en la mesa desgastada de un cabaré escuro, en el círculo de guitarras de los sambistas negros. Abrazar lo cotidiano y reconciliarte con la tradición musical del pueblo brasilero te abrió la puerta de la fortuna. A los cincuenta años eras ya el poeta más popular de Brasil y el compositor más estimado del continente. Aunque la flor de tu vida fue el canto popular, la raíz de tu ritmo era la poesía tradicional. En 1938 te inscribiste en la Universidad de Oxford para estudiar literatura inglesa. No se equivoca António Cândido al decir que tu gusto por la tradición y tu dominio de los recursos convencionales de la forma poética te permitieron, más que a nadie, lograr eso que los modernistas pretendían: sembrar en la poesía la vida cotidiana, la frase coloquial, la naturalidad, la genialidad del poeta visceral.

Tus amigos sabían que podían contar siempre contigo. Chico Buarque era sólo un niño cuando te vio llegar a su casa en Roma y realizar uno de tus milagros asombrosos: el aire convertido en melodía, la conversación elevada a cortejo, el agua transmutada en whisky.

Al igual que en esta carta que te escribe un hombre que no conoces, en tus versos de papel latía el deseo de darle canto a tanta vida: fue así que creaste la Bossa Nova, que tú mismo definiste como “la nueva inteligencia, el nuevo ritmo, la nueva sensibilidad, el nuevo secreto de la juventud de Brasil”. Con tus letras y melodías precisaste que

“el amor duele pero existe: que es mejor creer que ser escéptico, que por malas que sean las noches siempre hay un amanecer y que la esperanza es un bien gratuito…sólo es necesario ser valiente para merecerlo”.

Chega de saudade, la canción con la que inauguraste el Bossa Nova, cambió la música brasilera para siempre. Basta oír a Toquinho, a Chico Buarque, a Maria Bethânia, a Gil Gilberto, a João Gilberto o a Caetano Veloso para comprobar el alcance de tu legado.

Treinta y dos años después de tu muerte sigo pensando que moriste de amor y que la mujer que buscabas en cada una y que armabas entre todas llenó tus ojos al final de tus días. Muchas veces entonaste la tristeza, pero también viste la otra cara del amor y con la sencillez que te trajeron los años nos recordaste en Samba de Bençao que es mejor ser alegre que ser triste, que la alegría es la mejor cosa que existe, que la samba nació allá en Bahía y que si hoy eres blanco en la poesía, eres negro de sobra en el corazón.

¡Saravá, querido Vinicius, Saravá!

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