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Caracas de noche

“Para entender Caracas no basta con pasear por sus calles. Hay que vivirla, tratar cotidianamente, durante años, con sus profesionales, sus negociantes, sus tenderos; hay que conocer a sus millonarios, tanto como a las gentes que viven en sus míseros cerros; hay que saber de los rejuegos y tratos de la clase castrense; hay que haber visitado el viejo palacio de Miraflores, descubriéndose, con asombro, que su decoración interior, entre Luis XV, pompeyana y Veuve Clicquot (hay una pintura en el comedor que representa una botella de champagne despidiendo angelitos por el gollete) es obra de Vargas Vila”.

Así, con el asombro en la mirada, Alejo Carpentier avizoró Caracas, dentro de una época de transición, entre la ciudad de los techos rojos que una vez fue, cuando la garúa abrillantaba las cosas y los secretos ocultos por los helechos en el interior de las casas, y la que es ahora: ciudad del desconcierto, donde los rascacielos se levantan junto a las pulperías y restos de casas coloniales, y los barrios de la pobreza conviven en simbiosis con las urbanizaciones de clase media y las mansiones más lujosas. Como Nueva York, Caracas tampoco admite término medio pues el paso de lo sublime a lo grotesco siempre es instantáneo. Quizás sea por ello que tantos caraqueños han estado siempre tan enamorados de Manhattan y hoy, con la creciente dificultad para disfrutar de la Sultana del Ávila, se han ido desperdigando entre sus bien delineadas avenidas.

En Caracas, sin embargo, las calles se han trazado mayoritariamente al azar, con lo cual llegar a un lugar determinado exige, no tanto la dirección per se, sino la descripción de los distintos elementos distinguibles: el color de un muro, el grafiti escrito sobre una pared, las características de un determinado árbol, el nombre de alguna tienda cercana. El choque es por ello aún mayor cuando anochece, porque la escasa iluminación en muchas zonas del área metropolitana y el temor al hampa y los secuestros, que la han transformado en la ciudad más peligrosa del mundo, frena las ansias de recorrerla. Recorrer, sí, ese valle angosto y suavemente accidentado, atravesado por el bramido de las enmarañadas autopistas que, también después de las once de la noche, solo son aptas para suicidas pues, como en Los Ángeles, allí no se camina sino se rueda. Desde los automóviles detenidos en el interminable tráfico, la gente observa y, especialmente los más jóvenes, se desplazan hacia restaurantes, centros comerciales y locales nocturnos, pero sobre todo las fiestas privadas.

La burguesía, los profesionales, artistas e intelectuales establecidos se reúnen ya poco en los cafés y frecuentan cada vez menos los lugares públicos, dada la creciente inseguridad. Pese a tener uno de los climas más privilegiados del planeta, poco se pueden disfrutar sus parques. Además el metro, considerado como uno de los más modernos del hemisferio cuando fue inaugurado, hoy sufre de la misma desidia que el resto de las estructuras urbanas, dada la falta de mantenimiento y el vandalismo. Un metro, que democratizó sin planificar ni proteger los espacios públicos, al lanzar sobre ellos a un enorme contingente humano nacional, e importado con el auge petrolero del pasado siglo, puesto a transformar plazas y bulevares en ventorrillos cucuteños, que les ha ido dando un aire de fiesta patronal, más propio de algún pueblito de la sierra boliviana. Incluso las tascas gallegas alrededor de la Plaza de la Candelaria van, con el diseño original de la plaza misma, desapareciendo entre los avances de tenderetes, quioscos improvisados, vendedores informales, damas de la noche y un amplio sector urbano sin oficio ni beneficio, dedicado a arruinar lo que la modernidad arquitectónica y urbanística proyectó para la antaño Sucursal del Cielo.

Pero volviendo a la época cuando nacían quienes hoy emigran y, desde la nueva tierra donde han cavado su trinchera, ejercitan antes de tiempo su capacidad para la nostalgia, vale la pena recordar la noche que fue. En este sentido, sin necesidad de crear o recrear la fantástica Tlön de Jorge Luis Borges ni el laberíntico Dublín de James Joyce, si usted decidía un sábado, por ejemplo, penetrar la noche o dejarse penetrar por ella, el recorrido podía iniciarse, a esa hora neutra entre el café y las copas, sobre las mesas del Gran Café a un extremo del Bulevar de Sabana Grande. Allí, escritores, artistas, actores, empleados, estudiantes se congregaban a conversar, ver y ser vistos, antes de seguir hacia los restaurantes de la zona, comerse una pizza royal en la pizzería del mismo nombre, o disfrutar de una película en nuestra modesta réplica del teatro art déco neoyorkino también llamada Radio City.

Igualmente, se podía caminar o tomar el metro hasta Bellas Artes para encontrarse ahí con otro homónimo neoyorkino, pero en concreto, las altas torres de Parque Central, a un paso del complejo cultural más importante de la ciudad, constituido por el Museo de Arte Contemporáneo, el Museo de Bellas Artes, la Galería de Arte Nacional, la Cinemateca Nacional, el Ateneo de Caracas y el Teatro Teresa Carreño. En aquellos años anteriores a la telefonía móvil, no hacía falta sin embargo planear encuentros, porque uno sabía que muchos amigos estarían hojeando libros en la Librería del Ateneo, tomándose una cerveza en el cafetín del Rajatabla, admirando alguna exposición o esperando para entrar a alguno de los teatros de la zona.

Tras el espectáculo, la cena se imponía, como intermedio entre las dos partes de la noche. Si uno gustaba de la carne, que no la piel, Caracas ofrecía “crematorios” de primer orden donde degustar una parrillada con guasacaca, acompañada por las tradicionales hallaquitas, yuca, ensaladas, y sus correspondientes postres como el bienmesabe, el dulce de leche o de guayaba, el pastel de coco y la mousse de mango o de guanábana. Las zonas de El Rosal, El Bosque, Bello Monte y La Castellana tenían excelentes lugares para ello; pero si usted prefería la nouvelle cuisine, Caracas contó con un restaurante que se hizo legendario, El Gazebo, en la esquina de la Avenida Río de Janeiro con Trinidad en Las Mercedes. Allí, su gerente y anfitrión Jackie Traverso, garantizaba que su experiencia gastronómica sería desde todo punto de vista inolvidable.

Al terminar de cenar, siguiendo por las mismas calles de Las Mercedes o desplazándose a la cercana urbanización de Altamira, las discotecas, piano bares, clubs y lounges para todos los gustos, punteaban el paisaje de luces, espejos, maderas y bronces desde los espacios del Week-End, L’Ático, La Lechuga, Le Club, My Way o el Ice Palace. Pero si prefería emociones más fuertes, podía aventurarse hacia el oeste.

Casi frente a la Universidad Central, diseñada por el arquitecto Carlos Raúl Villanueva como un gran museo al aire libre punteado por obras de Arp, Calder, Chagall, Lam, Léger y Vasarely, se halla la Plaza Venezuela. Una plaza emblemática, dada su estratégica ubicación entre el este  y el oeste, y donde no falta una fuente, la escultura Abra Solar de Alejandro Otero, que se constituyó a la entrada del Gran Canal de Venecia en símbolo de una de las famosas Bienales y, hasta ser derribada por la intolerancia autocrática, una estatua de Cristóbal Colón, cuyo dedo señalaba exactamente en la misma dirección, pero con sentido opuesto, al de su doble ubicado sobre la Plaza del Portal de la Paz en Barcelona.

La Plaza Venezuela divide además dos ciudades, pues continuar hacia el oeste implica encontrarse con locales abiertamente decadentes, donde escuchar boleros desde una rockola que, por los alrededores del Congreso Nacional, amenizaba en aquellos años los bailes de algunos cocineros de los hoteles Hilton y Tamanaco con los cadetes de la marina; y el despecho de las jóvenes trabajadoras en las casa del este de la ciudad, recogidas sobre las mesas cubiertas por manteles plásticos siempre rojos, a la espera de ese hombre que viniera a liberarlas del tedio y la miseria.

Volviendo hacia el este, y en vía a las areperas, valía la pena cruzar por la Avenida Libertador donde, haciendo honor a este nombre, los travestis —“los más calificados cronistas de la nostalgia”, según Elisa Lerner— se liberaban, abriéndose sobre las esquinas y desplegándose desde unos labios, también plásticos, también rojos, ante la hilera de automóviles aguardando su turno para montarlos.

En esta encrucijada de la noche, si usted necesitaba reponer energías, las numerosas areperas resultaban ser el lugar idóneo para, haciendo caso omiso a los cegadores neones, engullir una reina pepeada, una de pernil, queso guayanés o caviar criollo, con un batido de frutas tropicales, antes de irse a dormir. Aunque también se podía cruzar las montañas que separan a Caracas del Litoral Central, para bajar hasta los clubs de Laguna, Marina Grande, Playa Azul, Puerto Azul, Camurí y, por la costa del Estado Vargas, alcanzar la zona de Los Caracas, con playas cuya resaca refrescaría la suya y arena para descansar, pero poco; porque pronto amanecería y, tal cual conminaba un locutor de Venevisión, cuando solo existían cuatro canales en el país, “hoy domingo acude a tu iglesia, solo Dios satisface”.

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