Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Canonización conceptual de la literatura y otros retazos indefinibles

Poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio

Federico García Lorca

Es notable la complejidad conceptual a la que se enfrenta el amante de la literatura y de las artes cuando comprende el compromiso de acercarse a una definición concisa de estos conceptos. Lo que vale decir es que los estudiosos que, desde La Poética de Aristóteles, concibieron el concepto de lo poético para referirse sólidamente a la acepción concisa de lo literario, han sido conscientes, en su mayoría, de la responsabilidad que engendra perpetrar definitoriamente a estas concepciones que aún son materia inteligible de análisis. Analistas como Roman Jakobson, De Saussure, Benveniste, Wellek, Eagleton, entre otros, han tomado partido directo de este análisis y desde que empieza a estudiarse el concepto de literatura con designación propia desde el siglo XVIII, han hecho aportes que han permitido que la literatura tenga una relevancia de primer grado en las Humanidades, hasta el nivel de que ya sea materia indispensable cuando de estudios culturales se trata.

La literatura se familiariza directamente con el lenguaje, ya que es el modo tangible más excelso y sostenible donde este se manifiesta, a la vez que tiene una relativa aunque perdurable coexistencia con la filosofía, en tanto la mímesis es el zumo y carácter más fijo donde se manifiesta. Ceserani, Domínguez Caparrós, Llovet y otros son los estudiosos que nos convocan a este acercamiento diacrónico y analítico de las acepciones de canon y literatura, dando un paso por distintas escuelas y círculos como el de Praga, el Formalismo ruso y la Nueva Crítica de Norteamérica.

Las tendencias de la noción de la literatura sostenida en el siglo XX y principios del XXI, se  socava desde una idea proveniente de la lingüística defendida, particularmente, desde pensadores como De Saussure, Roman Jakobson y Benveniste, quienes confluyen en la asunción funcional de un carácter estético o poético en el concepto de literatura: “Se dedica a todos aquellos procedimientos de orden verbal que definen la literatura como arte” (Llovet et al, p. 31).

En el estadio histórico encontramos ciertos métodos provenientes de la Historia positivista que relacionan los aspectos biográficos y su ubicación dentro de un modelo consecuente con el contexto. Posteriormente se da una fijación más definida en lo imaginario y la experiencia individual frente al símbolo y la representación: “Hasta hace dos siglos y medio, el término que englobaba todas aquellas realizaciones verbales en que sobresalía el aspecto estético era Poesía, derivado del griego “poiein” (hacer)” (Llovet et al, p. 32). Domínguez (p. 33) complementaría con la referencia de R. Wellek, también estudiado por Ceserani, y Warren: “El núcleo central del arte literario ha de buscarse evidentemente en los géneros tradicionales de la lírica, la épica y el drama, en todos los cuales se remite un mundo de fantasía, de ficción”. Este concepto se va asociando a partir de entonces con el canon, que tiene como uno de sus primeros acercamientos conceptuales la Antigua Grecia, afirmándose hasta el siglo XVII, ya que se ajustaba culturalmente a un carácter estrictamente normativo, como bien señala este estudio: “un poema, una tragedia, una epopeya, estaba obligada, más allá de su pertenencia a una época o a una lengua, a satisfacer ciertos preceptos o exigencias, por lo cual a esas Poéticas se les denomina también Preceptivas” (Llovet et al, p. 33). Este trabajo confirma además que desde la segunda mitad del siglo XVIII se dio el primer desprendimiento entre “poesía” como suscripción global del concepto de “Literatura” y se empezó a ajustar con mayor precisión en la determinante de creación lírica, aunque desde La Poética ya se habría dado el primer avance categórico de este taxonomía.

El principal reto era categorizar el concepto y emanciparlo de lo meramente vinculado con las letras, ya que se requería una división en función del estudio apropiado de las Humanidades. Llovet et al (p. 33), lo confirman y anotan que solo es hacia la Época Moderna cuando se asume que la literatura: “[…] se refiere únicamente a fenómenos verbales de carácter o finalidad estética”. De ahí parte el siguiente reto sustancial que sugiere el problema de la alfabetización y la dificultad de generar un público lector. En este punto es donde se empieza a individualizar la cultura literaria y las demandas de estos grupos particulares irían construyendo ciertos preceptos y medidas que afirmarían un canon. Esto se asocia, a su vez, con la llegada y consolidación de la imprenta y la exaltación de los libros: “[…] tras la invención de la imprenta a mediados del siglo XV, habían empezado a existir lectores que formaban ese incipiente público” (Llovet et al, p. 33). Posteriormente, se aclara con el papel se hizo más económico y las nuevas técnicas de impresión permitieron que la cultura lectora aumentara exponencialmente.

El crítico italiano, Remo Ceserani (p. 1) describe, a su vez, la connotación que ha surgido en el texto literario que sugiere que un texto considerado como tal no tiene mayor validez en función de la verdad. Es apenas un ejemplo de la gran complejidad del concepto y que ha sido materia de discusión, como se ha descrito, de generación en generación. Una de las grandes críticas surge cuando los estudiosos se limitaban a un concepto clasicista y no admiten la iluminación de lo nuevo: “una obstinada cerrazón ante gran parte de los experimentos literarios y de las posiciones críticas contemporáneas”. También este autor, reafirma las ideas de Benedetto Croce que dan una significativa discriminación conceptual entre poesía y literatura: “la poesía sería ejemplo de obra autónoma y dotada de valor estético absoluto, mientras que la literatura sería muestra de discurso ameno, refinado, que se expresa según las mejores reglas de la retórica” (Ceserani, p. 2).

Como se remembra del poeta Horacio y como bien lo cita Llovet, el poeta ha contenido la premisa de “instruir y deleitar” que posteriormente se discute en el Romanticismo, ya que en este no hay una ocupación pedagógica; sin embargo, vale discutir si esta aparente crisis es consecuente con la fundamentación emotiva y la función estética predominantes en las obras de dicho tiempo, ya que en este el hombre toma una noción propia de su carácter emotivo y le imprime una estética consecuente con la circunstancia histórica, por esto es que el Romanticismo no se dio de igual manera en Francia, Inglaterra, Alemania o América, sin discriminar que hubo la necesidad didáctica, desde la rúbrica horaciana, que se propuso aun hasta la Ilustración y se recuperara con el Modernismo. Sin embargo, en el Romanticismo se fragua una noción de autosuficiencia referente al concepto de literatura: “La primera de estas tendencias es que el criterio de calidad o valor literario se desplazó de la noción de “saber” a las de “gusto” o sensibilidad”. (Llovet et al, p. 39).

Una de las discusiones más definitorias en el menester conceptual de lo literario surge desde el formalismo ruso en la segunda década del siglo pasado cuando se concibe un carácter autónomo del concepto. Ya lo critica Llovet (2005, p. 44): “El objeto de la ciencia de la literatura no es la literatura, sino la literariedad, es decir, la respuesta a la pregunta: ¿qué es lo que hace una determinada obra una obra literaria?”.

Hacia 1930, Jakobson se adhiere al Círculo de Praga y evoluciona su concepción de literatura al dividir las funciones de la comunicación y la función poética, esta última la consolida como predominante entre las seis funciones hacia 1958 durante sus investigaciones en EEUU, aunque Llovet aclara que no se trata de hacer desaparecer a las demás funciones. Ahora bien, para discernir entre el texto literario y el que no lo es, se hace indispensable asumir el carácter ficcional que adoptan los textos. Esa brecha se contrae cuando afirmamos en el realismo la facultad de verosimilitud que ya se evidenciaba desde Lukács en su Teoría de la novela. En este punto los autores reafirman la idea de lo ficcional como indispensable en la acepción literaria, no obstante, el estructuralismo francés, con la firma de Genette: “sostiene que la ficción es siempre constitutivamente literaria. No solo los mundos sino también las voces que hablan de un poema o que se convierten en narradores” (Llovet et al, p. 47). La poesía se constituye, de este modo, en una permutable aseveración del “yo” que renace en el mito de Narciso, siendo la poesía el agua a través de la cual se contempla a sí mismo, y el reflejo como analogía del poema o como lo vería Octavio Paz en El arco y la lira desde su asunción definitoria de la poesía y el poema.

Por su parte Domínguez Caparrós (p. 22), reconoce la polisemia del concepto de literatura y coincide con Llovet y otros autores en que surge una idea definitoria a partir del siglo XVIII, ya que antes se tenía la noción estricta de lo poético. En medio de tantas acepciones, concluye que la definición más cómoda asume que la literatura es “el conjunto de textos que son producto del arte de la palabra”. A su vez comparte y refiere la dicotomía de Todorov entre literatura funcional y estructural, por la cual critica con ímpetu nociones como “imitación de cosas ficticias y la “utilización del lenguaje sistemático” como notas que se asignan como identificadoras de la estructura literaria: “como si el lenguaje literario no tuviera una finalidad mayor que desplegarse, mostrarse en su originalidad lingüístico-formal”. Todorov demuestra así que el ejercicio de la mímesis no sugiere necesariamente la afirmación de la palabra lírica y que esta, a su vez, no suscita una imitación estricta de algo. De manera similar sucede con la narración y la ficción, ya que la verosimilitud no juega como elemento estrictamente concluyente para definir la literariedad del texto. Aun así, las obras narrativas, particularmente con algún influjo autobiográfico, terminarían distrayendo lo trascendental y esencial del texto para determinar de manera incauta cuánto de vivencial hay del autor en la obra. Dos ejemplos claros de esta náusea innecesaria son En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y El lobo estepario de Herman Hesse. Para este último se tiene registro de ciertas suspicaces causalidades como que el protagonista Harry Haller tenga las mismas iniciales del autor, que el espacio recreado, Basilea, sea el mismo que tiempo antes habitara el autor durante la etapa más compleja, existencialmente hablando, de Hesse, que el nombre de una de las personajes más importantes, Herminia, sea el equivalente femenino de Herman en alemán. Lo que aparentemente son pistas de provocativa farandulización, son quizás los colores de un laberíntico caleidoscopio donde el autor sumerge al lector en una paleta de verosimilitud. Si hay más dudas, preguntemos a algunos lectores de Jorge Franco que buscan la tumba de la personaje Rosario Tijeras en el Cementerio de San Pedro en Medellín.

El concepto de literatura se ajusta directamente al de canon, el cual sería determinado por Llovet (p. 88) como: “La suma de las producciones literarias que tenemos hoy a nuestro alcance, fruto de muchos siglos de tientos, ingenios, revoluciones y propuestas”. Esta noción se familiariza estrechamente con la cultura lectora que estima que es el lector, sus demandas y preceptos, los que confluyen en el concepto. Este estudio continúa definiendo que el canon es: “un archivo de documentos literarios –la mayoría de tradición escrita, claro está- que suponemos solventes, ejemplares, modélicos y con un mínimo de valor estético” (Llovet et al, p. 88). Las obras canónicas se constituyen como arquetipos y, más allá de propuestas innovadoras, será común que haya una exaltación constante de aquellas y no solo en materia literaria, pues la Historia y la Antropología deben a la obra homérica el zumo testimonial de un momento histórico relevante en los ideales griegos.

En conclusión, estos estudios resumen varias obras célebres que han tenido la raíz de otras y que se adaptan de acuerdo con las dinámicas y demandas de sus respectivos tiempos y contextos. El gran reto es para los escritores de ahora que se enfrentan a la idea de que ya todo está escrito. Frente a esto, puede decirse, a modo de sagaz consuelo, que las murallas de Troya se pueden ver ahora de distinta forma. La sociedad se ha encargado de levantar otros muros entre los pueblos. El infierno tiene ahora más residentes que en los tiempos de Dante. Bajo esta observación, es claro que no hay fronteras en el lenguaje literario y que los temas, aunque canónicos y aparentemente momificados, no son finitos mientras las sociedades se mantengan en constante transformación. No se agotará la palabra mientras haya voluntad y revelación. O como diría Bécquer: “Mientras haya en el mundo primavera, habrá poesía”.


Bibliografía

– Ceserani, R. (2004). Introducción a los estudios literarios, Barcelona, Crítica, pp. 1- 11.

– Domínguez Caparrós, J. (2010). Introducción a la teoría literaria. Madrid, Editorial Universitaria Ramón Areces, pp. 21-33.

– Jaramillo, Escobar, J. (2010). Método fácil y rápido para ser poeta. Madrid: Editorial Pretextos.

– Llovet, J. et al. (2005). Teoría Literaria y Literatura Comparada. Barcelona, Ariel, pp. 31-104.

– Lukács, G. (2016). Teoría de la novela. Madrid: Random House.

– Paz, Octavio (2010): El arco y la lira. México: Fondo de Cultura Económica.

Hey you,
¿nos brindas un café?