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Roberta Garza

Canek, el anarquista

Un buen día Diego Osorno entró a mi oficina y me sugirió buscar a un tal Canek Sánchez, un chico cubano de buena pluma y un pequeño blog. Recién había tomado la dirección de un semanario mexicano necesitado de talento, y los apuntes de Canek me sorprendieron por la amplitud de su erudición y por su mirada anárquica, iconoclasta y socarrona. Pero Canek no tenía señas de contacto y acostumbraba perder los móviles con irritante frecuencia. Diego me aportó dos datos más: Canek era el nieto mayor del Che Guevara y su padre era regiomontano, paisano nuestro. Y usaba teléfono.

A los pocos días me encontré con Alberto en un café frente al parque México. Además de invitar a su hijo a las páginas de la revista, buscaba averiguar cómo un nativo de una de las ciudades más conservadoras e intelectualmente timoratas del país había llegado hasta La Habana para casarse con Hilda Guevara. Esa historia de hilos múltiples comenzó en Monterrey, en la casa de reunión de una célula guerrillera de las que brotaron en México luego de la masacre del Jueves de Corpus, el 10 de junio de 1971, cuando una marcha de estudiantes en apoyo a la Universidad Autónoma del estado de Nuevo León (UANL) fue atacada por paramilitares con saldo de una centena de cadáveres. El descontento inició el año anterior, cuando Eduardo Elizondo, gobernador del estado norteño, redujo drásticamente el presupuesto de la UANL en rechazo a la nueva ley orgánica votada por alumnos y maestros; los poderes fácticos la consideraron demasiado progresista para una ciudad de corte tan conservador. La reducción forzó al Consejo Universitario a recular, entregándole de facto la autonomía al palacio y, en un arco reflejo, los afectados iniciaron una huelga mayor que, entrada la primavera, echó para abajo los recortes y logró la renuncia de Elizondo. Pero el conflicto no cedió, empujando al Instituto Politécnico y a la Universidad Nacional Autónoma de la capital del país a convocar a una marcha solidaria cuyas demandas se aglutinaban alrededor de la apertura democrática pendiente desde la matanza anterior, la de Tlatelolco, ocurrida tres años antes.

Luis Echeverría Álvarez fue electo presidente de México en 1970, o tan electo como puede serlo el delfín de una dictadura de partido. La gestión de su antecesor, el presidente Gustavo Díaz Ordaz, había culminado con la represión de otra marcha estudiantil con epicentro en los alrededores de la plaza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968: la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, creada por el primer gobierno de oposición al caer la dictadura en el año 2000, buscó y registró a 44 asesinados, 10 de ellos aún anónimos. El acto de represión abierta y pública contra lo que comenzó como una protesta pacífica, en pleno centro capitalino, marcó indeleblemente al inconsciente colectivo nacional con imágenes de francotiradores apostados en las azoteas y paramilitares infiltrados, vestidos de civil, identificados apenas por un pañuelo o guante blanco: el Batallón Olympia, un grupo de choque clandestino reclutado y entrenado desde la Secretaría de Gobernación y apoyado ese día por elementos de élite del Estado Mayor Presidencial y de la Dirección Federal de Seguridad en su tarea de reventar la marcha, tronar huesos, balear civiles y allanar con lujo de violencia los departamentos donde corrieron a refugiarse los heridos para levantarlos o rematarlos. Era la antesala de las olimpiadas de 1968 por celebrarse en México, y la primavera de Praga, hasta cierto punto, contagió a un país que comenzó a alzarse contra su democracia de aparador: Echeverría, entonces cabeza de Gobernación e informante de la CIA —así lo indican las directrices e instrucciones que le enviaba, vía memoranda, el jefe de estación en México de 1956 a 1969, Winston M. Scott—, aniquiló todo activismo tras la matanza, encarcelando, torturando y exiliando a los opositores, al tiempo que despejaba su culpa signándosela a un presidente que, en su último informe de gobierno, asumió “íntegramente la responsabilidad ética, social, jurídica, política e histórica por las decisiones del gobierno en relación con los sucesos del año pasado”.

La mano dura de Echeverría ganó la venia de Díaz Ordaz y, con ella, la candidatura presidencial. Ya con la nominación bajo el brazo el ungido buscó distanciarse de su pragmático y adusto antecesor, adoptando un discurso populista que algunos escuchamos con escepticismo en labios de Hugo Chávez, Evo Morales o Andrés Manuel López Obrador, pero que en esa coyuntura renovó la esperanza de una mayor apertura, sobre todo cuando, habiendo asumido la presidencia, Echeverría perdonó a algunos de los líderes del movimiento del 68 que como secretario había enviado a la cárcel o al exilio. La esperanza fue efímera: la marcha del Jueves de Corpus, cuyo destino final era el Zócalo capitalino, inició fuertemente resguardada por la policía y el ejército. Ninguno de estos intervino cuando grupos de paramilitares infiltrados, esta vez bajo el mote de Halcones, comenzaron a gritar “¡Viva el Che Guevara!”, para pasar a reventar vidrieras, tumbar puertas y atacar a los manifestantes con toletes y balas. Grupos de estudiantes fueron subidos a camionetas sin placas para nunca más ser vistos, y los heridos que llegaron al hospital Rubén Leñero fueron alcanzados en los pasillos y las camas para darles el tiro de gracia. El presidente se deslindó de los hechos, prometiendo una investigación que nunca se realizó y ungiendo como chivo expiatorio de los 120 muertos y más heridos y desaparecidos al regente de la ciudad de México, el regiomontano Alfonso Martínez Domínguez quien, bajo instrucciones presidenciales, había salido a culpar a los estudiantes acusándolos de incubar grupos extremistas: “El Departamento del Distrito Federal y el Gobierno de la República no tienen ningún cuerpo de este tipo. No existen ‘Los Halcones’. Esta es una leyenda…”. Por sus servicios fue conminado a renunciar el 15 de junio, obteniendo como premio de consolación, en 1979, la gubernatura de Nuevo León, no sin antes pasar un par de años en la congeladora.

Al quedar asentada la naturaleza violenta y autocrática del partido en el gobierno, el activismo mexicano optó por una de cuatro vías: disolverse, venderse o asimilarse a la autoridad, asumirse como una oposición doctrinal o unirse a la lucha armada clandestina que, contrariamente a la de los camaradas marxistas de otros países latinoamericanos, nunca contó con el apoyo de Cuba, semillero ideológico y a veces logístico de las guerrillas de izquierda internacionales: la moneda de cambio fue el apoyo irrestricto del gobierno de México a la agenda y a los intereses cubanos, sobre todo en foros internacionales. La alianza encubierta se fraguó desde mediados de los años 50 cuando, luego del primer intento de golpe contra Fulgencio Batista y de pasar un año en la cárcel, Fidel Castro y un pequeño grupo de insurgentes cambiaron sus sentencias por un generoso exilio mexicano.

El Che se les unió muy pronto, habiendo llegado a México desde Guatemala donde, luego de su recorrido latinoamericano, fue presentado al gobierno de Jacobo Árbenz por la economista peruana Hilda Gadea, quien lo acompañaría luego a la capital mexicana para dar a luz a su primer hija, Hildita. El Che decidió apoyar a Árbenz en su intento de desmantelar los latifundios primero y en la desangelada guerrilla que siguió después, luego de que la poderosa United Fruit Company, ayudada por la CIA, acabara con el experimento democrático y social guatemalteco, montándole un golpe de estado que instaló a una junta militar a cargo de Castillo Arenas. John Foster Dulles, secretario de Estado bajo el presidente Eisenhower y cabeza del golpe, había sido abogado de la United Fruit, como su hermano Allen, entonces director de la CIA.

Pero esa es otra historia. En el México de fines de los años 50, cuando la resistencia cubana, constituida como el movimiento 26 de Julio, acopiaba dinero y armas y hacía ejercicios militares en el Rancho Santa Rosa, en Chalco, sus líderes fueron arrestados el 21 de junio de 1956 por el joven capitán Fernando Gutiérrez Barrios, por atentar “conjura contra el Gobierno de la República de Cuba”. El mismo Gutiérrez Barrios que cuando la masacre de Tlatelolco tendría el cargo de jefe de la Dirección Federal de Seguridad, en ese distante verano hizo pronta amistad con sus presos, liberándolos y omitiendo obstaculizar con otras labores policiacas los esfuerzos revolucionarios que culminarían con la adquisición del Granma y su abordaje el 25 de noviembre desde Tuxpan, Veracruz, rumbo a las costas de Cuba y de allí a la Sierra Maestra y hasta la victoria, siempre. Fidel Castro dibujaría esa longeva relación con las siguientes palabras: “Llegó a sentir aprecio por nosotros y por todo el movimiento. Fue uno de los fenómenos que se produjo en medio de tal desastre: nació una relación de amistad y de respeto con el principal jefe de la Policía Federal”.

El padre de Canek, estudiante de medicina, fue uno de los muchos jóvenes lanzados a la lucha armada por la dictadura mexicana. Ese otoño de 1972 alguien llevó a la casa de reunión a una invitada que, descuidándose, disparó una bala que fue a terminar en la región abdominal de la compañera Edna Ovalle. La situación era grave; Ovalle se desangraba y arriesgaba una peritonitis. Se decidió hospitalizarla, a pesar de que una herida por arma de fuego podía conducir a una investigación incómoda: efectivamente, la identificación de uno de sus acompañantes como el perpetrador de un par de asaltos bancarios previos, llevados a cabo para financiar el movimiento, condujo a la detención de ambos y a su ingreso al campo militar número uno, sitio de donde, en esos años de guerra sucia, casi nadie salía completo o vivo.

Al día siguiente, la mañana del 8 de noviembre de 1972, la Liga de Comunistas Armados secuestraba a punta de pistola el vuelo 705 de Mexicana de Aviación. Así lo reportó el capitán Abel Quintana a la torre de control, a las 9:35 am, a trece minutos del despegue desde Monterrey hacia la Ciudad de México. Entre los 110 pasajeros iban connotados empresarios, miembros del cuerpo consular estadounidense y dos hijos del gobernador del estado, Luis M. Farías. Alberto Sánchez, Armando González, Germán Segovia y José Luis Martínez amenazaban hacer explotar una bomba que cargaban en un pesado maletín y exigían, a cambio de los rehenes, la entrega de armas, cuatro millones de pesos, la lectura pública de un manifiesto y la liberación de Ovalle y de otros cuatro compañeros detenidos en el campo militar. De no cumplirse sus demandas matarían a un pasajero cada 30 minutos. Sólo ellos sabían que, ante la falta de tiempo y de elementos para armar una bomba real, el portafolios no llevaba en su interior mucho más que un grueso tomo de Gustave Flaubert. El avión regresó al aeropuerto de Monterrey bajo el control del comando y, poco después del mediodía, ordenaron bajar a las mujeres y a los niños, abordaron a los presos —a Ovalle gravemente herida— e hicieron una última petición: que quienes fueran a entregar el botín —en particular el capitán policiaco y notorio torturador, Juan Urrutia— se acercaran sólo en calzoncillos; quizá la humillación fue un gusto añadido, pero el motivo principal del requerimiento fue evitar cualquier contraataques sorpresa. Finalmente el avión partió rumbo a La Habana, llegando a las 19:20, para regresar al día siguiente ya sin los perpetradores y con la tripulación intacta.

Cuba asiló a los guerrilleros, negando oficialmente su extradición a México y brindándole a Ovalle urgente atención médica pero, gracias a los añejos arrumacos de los Castro con la hermana dictadura mexicana, fueron recibidos como todo menos como héroes de la izquierda combatiente: el general Manuel Piñeiro, jefe del Departamento América del Partido Comunista cubano, los esperaba al aterrizaje para someterlos a juicio militar —por entrar ilegalmente al país—, encerrarlos en la cárcel de La Cabaña y condenarlos a realizar trabajos forzados, lo mismo que a otros disidentes del régimen. Poco a poco recuperarían una limitada libertad que no les permitiría renovar su pasaporte, abandonar el país o hacer contactos fuera del grupo, pero sí moverse, siempre vigilados, por algunas partes de la isla.

Canek llegó al mundo un 22 de mayo, recibiendo el nombre de un guerrero maya que luchó contra el dominio colonial español. “Nací en La Habana en 1974, en una casona en Miramar, sobre la Quinta Avenida: en resumen, en plena Aristocracia esquina con Burguesía”. En esa casa vivían también los compañeros de su padre en el exilio que, con pocas excepciones, terminaron abandonando Cuba en cuanto consiguieron algún salvoconducto: pocos años después la familia hizo lo propio, asentándose en Milán primero y en Barcelona después, ocupados siempre en actividades revolucionarias. A México no regresarían hasta pasado 1978, tras la amnistía decretada por el presidente José López Portillo, para inscribir al hijo de siete años en una escuela llamada José Martí. Allí nacería su hermano menor, Camilo. Canek viajaba con su madre de manera intermitente a la isla, aunque sin volver de lleno hasta 1986, a los 12 años; fue entonces, en la escuela secundaria, donde se descubrió como el nieto del Che, que no de su abuelo, sino del mítico revolucionario que se venera hasta hoy en Cuba: el dios retratado por Korda, presente en todos los edificios, oficinas y hogares cubanos, era sangre de su sangre. El reflejo del símbolo en los ojos y en las expectativas de sus compatriotas lo abrumó desde entonces, al tiempo que lo fascinaría siempre: escudriñaba el mito y el fenómeno, pero rechazaba el destino manifiesto que, a los ojos del público, debía conformarle un cierto pensar y actuar.

Pronto se desencantaría del régimen y abandonaría la escuela, optando por dejarse el cabello largo y por armar una banda de punk y de metal llamada Metalizer, música prohibida por degenerada y por emanar, como la Coca Cola y la democracia, de las marcas registradas del Imperio. Su curiosidad e inteligencia naturales se decantarían por una búsqueda epistémica tan rigurosa como autodidacta, y por el constante análisis de sus raíces, cargadas de ambivalencia: “Me hice en Cuba: la amé y la odié como sólo se puede amar y odiar algo valioso, algo que es parte fundamental de uno…”. Hilda moriría allí, de cáncer, en 1995. Al año siguiente, Oaxaca, uno de sus lugares favoritos, se convertiría en su lugar de residencia, aunque nunca de forma permanente; cuando lo encontré estaba en Francia, en una granja con su mujer e hijo, a los cuales dejaría atrás para volver a México e iniciar su periplo latinoamericano en pos de los pasos de su abuelo. A La Habana no regresó más, o apenas un par de veces, para visitas muy cortas.

A su madre le llamaba Hildita, como a Fidel le decía tío y a su padre Alberto; en el caso de sus padres no por mera irreverencia, sino por asombro: hasta los siete u ocho años la clandestinidad nómada lo obligó a llamarles por los nombres ficticios del salvoconducto oficial en turno. La oposición de Canek nunca fue armada. Pero su envergadura fue descarnada y compleja; quienes vitorean sus críticas al régimen suelen ignorar u omitir que igual destazaba a las sociedades capitalistas, aparentemente libres y democráticas: como todas las demás manifestaciones de la naturaleza humana, pasaban ambas bajo la navaja de sus letras. Era un auténtico anarquista y, por lo mismo, un misántropo, escudriñando a la propia especie como si no le perteneciera. Carecía de tendencias coléricas —excepto algunas veces, cuando la ocasión lo ameritaba y había alcohol de por medio—, optando por la observación, la reflexión y el diálogo, en ocasiones apasionado, para desmenuzar etiquetas, trincheras, pertenencias o bagajes: las limitaciones impuestas desde la civilización, en sus manifestaciones matrices como nacionalidad, familia y religión, le parecían sinsentidos. Nunca le preocupó su apariencia; le bastaba una camisa y un pantalón de lona arrugada en colores neutros, una cola de caballo amarrada con liga de hule y una barba sin afeites. No cargaba dinero, ni parecía necesitarlo demasiado. Prefería pasar desapercibido, aunque su 180 y tantos centímetros se lo dificultaban. Localizarlo era un ejercicio inútil; su presencia se anunciaba de golpe, con una sonrisa burlona desde la puerta: Canek llegaba cuando llegaba y se iba cuando se iba.

Cuando finalmente establecimos contacto me propuso una columna semanal, que bautizó como Diarios Sin Motocicleta, con un corto preámbulo europeo. Una vez en México comenzó su recorrido por tierra, sin itinerario fijo, parando sin límite de tiempo donde encontrara material interesante. Su deseo era terminar algún día en La Habana, via Patagonia. Los textos llegaban puntuales, semana a semana, acompañados de unas fotos deslumbrantes y evocadoras en blanco y negro. Sus retratos literales y visuales tenían un sentido humano redondo y transfronterizo, trascendiendo con creces al rígido panamericanismo político, ensillado por la guerra fría, de su abuelo. Firmaba los textos como Canek Sánchez. Pasaría más de un año antes de que añadiera el Guevara.

Alrededor de 2012 di por terminado mi trabajo en la revista de marras y dejé la Ciudad de México por Nueva York. Cerca de un año después el periódico cerraría el semanario y, con él, los Diarios sin Motocicleta, que fueron acotados en algún lugar de Perú. Seguí en contacto con Canek con relativa frecuencia; se había acostumbrado a mi manera de editarlo y solía enviarme sus textos y proyectos para revisiones informales. Así conocí sus historias tejidas alrededor de la vida cotidiana en Cuba, unas viñetas de aparente ficción escritas a través de los años que iba arrumbando en alguna carpeta y que, en conjunto, dibujaban la claustrofobia revolucionaria con la difícil virtud de carecer del tinte del prejuicio o de la ideología. No supe más hasta que me enteré de su muerte, en una cirugía de corazón en la Ciudad de México, en enero 21 del 2015. Tenía 40 años. Quedan sus 33 Revoluciones, en Alfaguara, y sus Diarios sin Motocicleta, recopilados por la española Pepitas de Calabaza.

Uno de los pocos hombres adultos y sanos en bajarse del vuelo 705 antes de su despegue final de Monterrey hacia La Habana fue mi padre. Mi madre se negó a abandonar la cabina sin su marido, armándole a los guerrilleros una contrainsurgencia en el pasillo que, estoy segura, sería la envidia de la Escuela de las Américas. Cuando, años después, alguien le preguntaba si no había sentido miedo, ella sólo recordaba al guapo guerrillero que intentaba, sin éxito, ordenarle bajarse del avión.

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