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Cae la lluvia sobre los techos de lata

Miércoles de mayo. Al salir del entrenamiento en la piscina después del mediodía, veo, escucho, siento y huelo cómo se viene un aguacero torrencial sobre el norte de San José y las montañas de Heredia, un baldazo de esos que te hacen recordar que estás en el trópico. Una cortina blancuzca de agua se desliza en el aire, plegada por el viento, hasta posarse sobre los verdes campos y arboledas a la distancia.

 

Ya en casa, tras el almuerzo, me siento en mi silla de lectura. Leo tres paginitas pero el ruido de la lluvia al caer sobre los techos de zinc de las casas del barrio me adormece. Reclino mi silla. Relampaguea y truena en las cumbres de las montañas más cercanas al oeste. Atisbo el resplandor, siento la vibración y escucho el estruendo como en un sueño y caigo dormido.

Cuando despierto, percibo el frescor en el aire y oigo el rumor de las llantas de los carros corriendo sobre el asfalto mojado. Me siento satisfecho, no sólo por haber descansado, sino por tener plena consciencia de haber disfrutado de una siesta al caer la lluvia sobre el Valle Central. En mi época del cole, todas las tardes llegaba a casa, almorzaba comidita casera y hogareña, y luego me dormía toda la tarde mientras la lluvia caía sobre el techo de zinc. Aquel deleite parecía interminable y garantizado, como un presente que no sabés apreciar en su justo valor. Un día se acaba, te vas del país y luego lo añorás. Después de mucho tiempo, con suerte, lo vivís de nuevo, como hoy. Y das gracias.

Jueves. Al iniciar la tarde el cielo se encapotó y las oscuras nubes escondieron las cimas de la montañas. No se vieron relámpagos pero se escucharon truenos. Parecía que el baldazo se venía con furia. Pero no cayó. La tarde se quedó en cielo gris y canto de yigüirros sin aguacero. Sin embargo, las lluvias de ayer sobre los techos de zinc me recordaron un detalle de la película Martín (Hache).

Vi esa película por primera vez con amigos y amigas de la asociación de estudiantes latinoamericanos en la Universidad Estatal de Pensilvania y desde entonces varias veces. Esta noche conecté mi compu al proyector y convertí mi sala en cine para ver la cinta de nuevo. Me interesaba repasar una escena específica.

Martín es un argentino radicado en Madrid, director de cine, quien a regañadientes recibe a su hijo, Hache, supuestamente para alejarlo de las drogas en Buenos Aires, aunque en Madrid encuentre eso y mucho más. Hache no sabe qué hacer ni para dónde ir. En la escena final, le graba un video a su padre despidiéndose pues se vuelve a “la ciudad de la furia”. Al explicarle por qué, expresa su motivo sentimental:

— Me tengo que volver. No sé muy bien por qué. No sé qué es lo que me tira tanto. No sé qué es lo que extraño, no sé si extraño. Los techos, pueden ser los techos, los tejados de las casas. Son muy feos, cuadrados, blancos…Es como que la gente no les da bola. En Madrid los techos son hermosos. Hay tejas, hay chimeneas, hay colores. No se puede comparar. Pero a veces extraño los techos de Buenos Aires. Es una boludez pero me pasa.

Desde que vi esa escena en Pensilvania me llegó al corazón. Allá, en un pueblito bucólico en un valle muy próspero y feliz, no se escuchaba la lluvia caer sobre los hermosos techos de doble agua, empinados en forma de A, de las casas victorianas. Las tejas sintéticas colocadas en perfecto orden silenciaban el impacto de las gotas al caer. Caían lluvias tenues y persistentes, no los furibundos aguaceros tropicales que derraman goterones del tamaño de las lágrimas de la divina Venus sufriendo un desamor.

Durante el invierno era hermoso ver la nieve hacer piruetas en el aire y acumularse sobre los tejados, emblanqueciéndolos. Pero siempre extrañé el sonido de los aguaceros meseteños al caer sobre los techos de ordinarias latas corrugadas de zinc. Ahora puedo escucharlo de nuevo y me reconforta.


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