Para llegar al Parque Sarmiento para ver la función inaugural del Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires, a cargo de Francia, tuvimos que caminar largamente desde la parada de autobús hasta conseguir la entrada al parque. De esta manera, este parque “urbano”, bordeado por una inhóspita avenida de violenta circulación, niega a la ciudad que sirve. Su única entrada obliga al transeúnte a bordearlo en eterna caminata por acceder a la dosis de naturaleza que le corresponde como ciudadano; sus árboles encerrados, negados al paseante que, resignado y amaestrado, no piensa ya sus pasos y circula hasta que llega a la entrada. Curioso contrasentido que se repite en muchos parques en tantas ciudades, ¿en qué estarían pensando los arquitectos, urbanistas o planificadores que los plantaron de esa forma?
Al terminar la función mucha gente se acumuló a las afueras del Parque Sarmiento, tratando de acceder a algún medio de transporte. Aquella noche cansada y oscura, era mi primera vez en Buenos Aires.
Muchos nos acumulamos en la parada de autobús, y luego de larga espera, el autobús pasó pero no se detuvo, éramos demasiados y él cobra igual por kilómetros y no por servicio, según me explicara el vendedor de maní caramelizado. No pasaba ni un taxi. Tal vez en otra calle sea más fácil… Perdí los pasos en alguna otra dirección, apostando a encontrar tal vez una avenida menos violenta donde poder caminar sin miedo a ser atropellada. Me encontré con la oscura desolación de calles desiertas, desconocidas, de aceras rotas y espeso silencio. Unas jóvenes que salían de un ensayo, entre risas y melenas, me indicaron que estaba caminando en la dirección equivocada. Me acompañaron con sus historias de danza del vientre, entrenamiento de años, para culminar cada diciembre con un espectáculo de más de dos horas. ¿Quién aguanta dos horas de danza del vientre? Somos muchas bailarinas, con mamás y papás y novios y algún primo consecuente, que llenarán la sala ese único día de función tan esperado y ensayado con ilusión. Llegamos a otra parada de autobús. Descubro que no pasa el número de autobús que necesito. Pasa un taxi, está lleno, la noche se alarga, se instala el cansancio del día vivido, pasa otro taxi, está apagado. Hasta que como un milagro se acerca un taxi que se orilla alegre. Las baquianas simpáticas de la danza del vientre, no quisieron el aventón. Apenas instalada en el taxi, con el sonido de la puerta que se cierra, comenzó el relato, la noche roja…
– … está en iutub. Todo el mundo lo puede ver. Al principio me pidieron el taxi. Le dije, bueno, si me avisás con tiempo; pero si me encuentro a los pibes todos fumados y borrachos, le doy vuelta a la llave y me voy.
No sabés la responsabilidad, el respeto, el buen trato. Si Natalia era directora hoy, y pongamos, vos hacías el sonido, y yo las luces, mañana vos eras la directora y ella el sonido y yo las luces, ¿me entendés? Era sobre el maltrato de los taxistas con los trasvestis, ¿viste? Porque lo que hay es droga, este país está lleno de droga, pero estos chicos, nada que ver, una entrega increíble. Terminé haciendo de trasvesti yo también. Cuando le veas en iutube, el de los zapatos blancos que sale atrás al final, bueno, ese soy yo, porque faltaron trasvestis ese día…
Al llegar finalmente a destino, ya no me quedó vigilia para ver la noche roja, pero definitivamente buscaría el documental en youtube al día siguiente. Pero en la mañana, como después del descanso siempre se ve mas claro, comprendí que no había película que pudiera mejorar el entusiasta relato del taxista de tan vehemente simpatía. Preferí quedarme con el recuerdo de su relato, tan lleno de adjetivos vividos que llenaron de imágenes inolvidables aquella noche roja de Buenos Aires.
Con un par de taxis más empecé a sospechar que los taxistas eran la mejor opción para sentir la ciudad. Un día de primavera helada, el taxista me recibe con el lógico, ¡que frío hace!, e inmediatamente entramos en calor.
– A mí lo que me preocupa es que hoy es la despedida de soltera de mi hija.
– ¿Y hace la fiesta en una terraza?
– No, no y no importaría porque no va a llover.
– ¿Entonces?
– Bueno que la fiesta es el vestido mínimo, el escote, la minifalda, vos sabés como es, las jóvenes ahora no se quieren vestir. Se ponen lo menos que pueden… Y con este frío… se le arruinó la fiesta.
En cualquier avenida abundan los taxis que se detienen a recogerte a la menor seña, como si fueran príncipes al rescate de princesas. Con segura virilidad asumen el control de tu trayecto, de tu destino por unos minutos. Abundan los taxistas buenmozos, algunos con melena y barba y clásicos del rock and roll de los sesenta, otros evidentes padres de familia confiables… Cuando no hay diálogo, hay un constante chequeo por el retrovisor, que no llega a intimidar sino que por el contrario, que de alguna manera halaga, da cuenta del efecto de tu labial rojo.
Me advierten los locales amigos que esté pendiente del trayecto, por evitar que me lleven por el camino mas largo. Pero ¿cómo evitar el ruleteo cuando no conoces la ciudad? Entre muchos taxis, sólo uno me paseó unos 20 pesos de más.
Cada vez más confiada llegó el día en que tomé la palabra, una noche de madrugada presa de inquietud, le conté mis penas a un afable taxista. Como cuando llegamos a destino aun no terminaba mi relato quejumbroso, él se estacionó, apagó el carro y me escuchó condolido los minutos que me tomó terminar mi letanía. Me hizo preguntas por precisar quiénes eran los culpables de mi desdicha… por solidarizarse. Me sentí acompañada, defendida, más reconfortada que a la salida de una sesión de sicoanálisis.
Definitivamente, lo que más me gusta de Buenos Aires, ¡son los buenos aires de sus taxistas!