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daniel campos
Photo by: Charley Lhasa ©

Birra y güisqui con el capitán D.G.

Atento y conversador, D.G. es neoyorquino de ascendencia irlandesa, de treinta y pico de años, casado con su novia de la secundaria, padre de tres hijos. Conversamos en la barra de la taberna irlandesa Harefield Road, en Brooklyn, mientras el cantautor Niall Connolly se prepara para tocar en el escenario.

Alto, rubio, rapado al estilo militar, ojos azules, piel blanca enrojecida por el inclemente sol de verano, lleva gorrita de béisbol, camisa de cuadros verdes, blue jeans y tenis blancas. Es capitán de infantería del ejército de los Yunáited Estéits of América. Antes, me cuenta, había sido profesor de historia en secundaria por ocho años. Le gustó enseñar, pero su vocación, su pasión, es militar.

En eso empieza el concierto. Escucha atentamente las canciones de Connolly. Es seguidor fiel, aunque algunas de las canciones de corte político critiquen la historia y el presente militarista de los Estados Unidos. Cuando voy terminando mi segunda Guinness, me sorprende y me trae la tercera por invitación. Brindamos y seguimos escuchando.

El cantautor irlandés interpreta “I Am a Good Man”, que describe la autoimagen de una comunidad de patriotas estadounidenses, descendientes de irlandeses:

We leave our doors open
We talk to our neighbors, yes,
We are all friends here
We do each other favors
We look after our own.

Suena lindo. Todos somos amigos y nos cuidamos. Somos gente buena en nuestros pueblos y barrios. En nuestro país. Pero ya no hay campo para nadie más:

The country is full
Won’t you please shut the door!
Full of people like us
The grandchildren of the poor

Everybody is saying:
Hey hello! I am a good man!

Cuando Niall ha terminado, el capitán D.G. y yo nos acercamos juntos a la barra y le invito a una Guinness. (Sí ya sé, se supone que los rangos militares como “capitán” se escriben con mayúscula, pero me niego a hacerlo). Yo pido mi cuarta negra para acompañarlo. Se me está yendo la mano, lo sé, pero el tipo ha sido generoso. Él, por su parte, ha acompañado cada birra con un güisqui. Ya va por la quinta ronda y se le empieza a notar en la efusividad con que habla.

Me cuenta que ha estado dos veces de servicio militar en Afganistán. Ha sido difícil, dice, pero está convencido de que vivimos en un mundo de mierda y esa guerra ha sido un mal necesario. Su misión como capitán, piensa, es combatir y ganar con el menor número posible de muertes de «nuestros» soldados:

—Hay que matar al enemigo sin morirnos nosotros. Es todo. Es crudo pero es así. Y en el ejército, el 80% de los oficiales son brutos, bien tontos, imbéciles con ganas. Se mueren muchos soldados por culpa de ellos. Yo intento hacer las cosas bien para que mis muchachos regresen vivos. Ese es mi objetivo.

Su tono es de alguien que se considera práctico. Admite que la historia de la expansión de los Estados Unidos ha sido violenta:

—A los indígenas, por ejemplo, los aniquilamos sin asco, eso hicimos, hay que ser honestos. Eso le decía yo a mis alumnos.

Y cuando dice «eso hicimos», no se refiere solamente a la Yunai sino al propio ejército. Sin embargo, afirma con convicción:

—Este es el mejor país del mundo, sin duda. Vale la pena defenderlo, aunque sea duro.

No quiere decir con ello que no haya otros países «buenos». Le encanta España. Ha estado varias veces allí y siempre lo ha disfrutado. Todo le encanta: la comida, la gente, el clima, los paisajes. Habla algo de español y lo hace con corrección y buena pronunciación. Y cuando luchó en conjunto con el ejército español en Afganistán, hizo buenos amigos entre los soldados. Los admira:

—Son valientes y eficientes —dice como cumplido.

Con los italianos también congenió en Afganistán. Es un tipo cosmopolita, claro.

Yo lo escucho y reconozco en él un sentimiento de «simpatía» específico. “Simpatía” de sym-pathos: sentir, sufrir, experimentar junto con otros. Es la «simpatía excluyente» del patriota. Ama a los «suyos». Pero están los «otros», los que «nos quieren hacer mal», y no queda más remedio que aniquilarlos a ellos antes de que nos aniquilen a nosotros. Estos patriotas se consideran a sí mismos «realistas». Según ellos, el mundo es así, punto, aunque el ideal inalcanzable sea la paz generalizada y solidaria.

Lo anima, en fin, una forma de “simpatía” perjudicial porque es excluyente. No se le ocurre que el ideal ético debería ser la “simpatía incluyente”, la que comprende a todos los seres humanos. «Esa es la paradoja: se cree un buen tipo porque ama a los suyos», pienso mientras lo escucho y le hago preguntas sin decir nada. No quiero argüir, aunque creo que él lo haría con calma. Sólo quiero escuchar todo lo que pueda para entenderlo.

Al despedirnos, me invita a visitar la cantina de la sede militar en Manhattan para tomar más y seguir conversando. Le interesa la filosofía. Piensa que todos los oficiales militares deberían estudiar algo de filosofía. Pero no filosofía política, para cuestionar el sistema militar y político, sino lógica abstracta, para razonar metódicamente, para ser militares más eficientes.

Por mi parte, yo no sabía que hay una sede militar cerca. Entonces pienso en mi propia paradoja: aunque me guste fingir que la ciudad de Nueva York es una república, una federación independiente de islas, un mundo aparte, estoy en Gringolandia, con su ejército y todo. Hay incluso un bar que se llama The Republic of Brooklyn. Pero es sólo el nombre de una cantina. Esto es la Yunai.

Le estrecho la mano y pienso en mi desafío: en no cerrarme ante los gringos, en no aislarme de ellos y vivir solo entre inmigrantes, en escuchar y conversar, incluso con el capitán D.G., que ama a su familia y cuida a «sus muchachos» (I am a good man!) aunque ande cegado por el patriotismo.


Photo by: Charley Lhasa ©

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