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Photo by: Kai Schreiber ©

Bautismo de los radiotelescopios

El 9 de agosto de 2019 recibí un email de un remitente desconocido, me llamaron la atención las palabras “invitación” y “bautismo” en el asunto.  Volví a leer: Invitación a la ceremonia de bautismo de los radiotelescopios del IAR. Abrí el archivo adjunto: “El director del Instituto Argentino de Radioastronomía Prof. Dr. Gustavo E. Romero, tiene el honor de invitar a la Srta. Paula Varsavsky al acto de puesta en funcionamiento y bautismo de los radiotelescopios de la Institución. Se llevará a cabo el día 30 de septiembre de 2019 a las 11hs en el Instituto Argentino de Radioastronomía”. 

Me invitaban por ser la hija del astrofísico Carlos M. Varsavsky. Él murió en 1983, yo tenía diecinueve años.  Treinta y seis años más tarde tenía la oportunidad de ejercer de hija por unas horas.

Una semana después de que me llegara esa invitación, cuando ya había contestado que asistiría, recibí un email de mi hermano que vive en Madrid, donde me reenviaba su invitación. Decía que él no podía ir y me preguntaba si yo podría hacerlo. Pensé que quizá no imaginaba que, siendo hijos los dos, nos debían haber invitado a ambos. Respondí que ya había confirmado mi asistencia.

En 1962 por iniciativa del Dr. Bernardo Houssay, entonces Presidente del CONICET, junto con la UBA y la UNLP se creó el Instituto Argentino de Radioastronomía, al cual se le asignó un predio descampado dentro del Parque Pereyra Iraola y un director, el Dr. Carlos M. Varsavsky. Entiendo que se trató de un desafío ideal para mi padre: estaba todo por construir. Pronto armó un equipo de científicos, técnicos y cuidadores del instituto. Para mí, eran una gran familia y Clotilde, la cocinera, la madre de todos. Algunos de los recuerdos más felices de mi infancia sucedieron allí.

En aquella época, fines de la década del sesenta y principios de los setenta no existía la autopista, ir y volver desde la Capital todos los días se asemejaba a una aventura a la pampa húmeda donde parte del camino era de tierra.

Durante las vacaciones de verano, papá solía llevarnos a mi hermano y a mí a pasar el día allí, a veces invitaba a nuestro primo David. Había una pileta de lona, bicicletas y ese inmenso parque donde jugar. Guardo una hermosa foto en blanco y negro de mi primo, mi hermano y yo en la pileta de lona del IAR. Teníamos once, nueve y cinco años respectivamente. Todavía puedo oír la voz de papá que les decía: “Cuiden a Paulita”.

Nuestro primo desapareció en febrero de 1977, así está descripto por José Luis D´Andrea Mohr en un artículo publicado en el diario Página 12 el 26/06/2000: “David Horacio Varsavsky, técnico electrónico, tenía 19 años y preparaba el ingreso a la Facultad de Ingeniería. El 17 de febrero de 1977 debía presentarse en el Distrito Militar Buenos Aires para comenzar con el servicio militar. Vivía en la Capital Federal, dentro de la Zona 1, bajo la autoridad del general Carlos G. Suárez Mason y del general José Montes como comandante de Subzona. La noche anterior cuatro civiles armados y un uniformado como Policía Federal allanaron la casa familiar y se llevaron a David en presencia de su madre. Dijeron a la señora que era un procedimiento rutinario, que se quedara tranquila. Tras un calvario de siete años, el 8 de mayo de 1984, el Estado Mayor del Ejército respondió al Ministerio de Defensa que ´David Horacio Varsavsky, al no presentarse para su incorporación, fue acusado como infractor a la Ley de Servicio militar obligatorio el 18 de febrero de 1977´. David continúa desaparecido junto a 128 soldados conscriptos de la época procesista”.

El radiotelescopio, una estructura de metal con forma de paraguas puesto hacia arriba que ocupaba alrededor de media manzana estaba situado cerca del edificio principal. En esa construcción de dos platas de ladrillo a la vista estaban las oficinas, el área de fotografía, las computadoras y unos muebles de madera con estantes de donde saqué sin permiso un cuaderno de tapas duras color gris para dibujar. Sin embargo, mientras iba a preescolar, lo que más deseaba era aprender a escribir.

El día 30 de septiembre, a las diez de la mañana me pasa a buscar un remis (incluido en la invitación). Mientras bajo lamento no haberle dicho a mi hijo que viniera y advierto que no hubiera sabido explicarle de qué se trataba, aún no tengo claro qué es eso del bautismo.

Ya en el auto veo que pasamos Plaza San Martín, giramos hacia la izquierda y tomamos la avenida Eduardo Madero. Recuerdo que el 29 de julio pasado, en el aniversario de la Noche de los bastones largos, alguien me envió un mensaje por facebook pidiéndome que escribiera algo al respecto. “Tu padre se lo merece”. Hija obediente, googleé aquel nefasto evento. Encontré, entre tantos otros, un artículo titulado Aquí termina una etapa del Dr. Rodolfo H. Busch publicado en la Biblioteca Virtual de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA en 2016, del cual cito un párrafo: “Carlos Varsavsky está delante de mío. La sangre le gotea por las orejas, forma un mapa sobre su espalda. Tiene el impermeable empapado en sangre y un paraguas en la mano. Parece que está mareado. Un estudiante se acerca al cordón de la vereda y vomita”. A raíz de la publicación que hice donde incluía esta información, mamá me contó, por primera vez, que ella también había estado en Exactas la noche del 29 de julio de 1966.   Mis padres habían quedado en ir a cenar afuera después de que él terminara de dar clase. Por ese motivo ella estaba en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires cuando llegó la policía para intervenir, bajo órdenes del General Onganía. En cierto momento, papá le dijo que se fuera, que volviera a casa. “Cuando salí, la calle Perú estaba desierta. Un policía, rodeado de tantos otros, con un altoparlante en la mano, les decía a las autoridades, profesores y estudiantes de la facultad que era el último aviso, si no salían, ellos entraban”. A eso de las tres de la mañana, alguien la llamó para avisarle que papá estaba en el Hospital Militar, la policía lo había llevado, luego de golpearle fuertemente la cabeza y dejarlo horas sangrando. Mamá me contó que él volvió a casa a la madrugada con la cabeza completamente vendada. 

Escucho que el Waze indica que debemos salir de la utopista, damos una vuelta y pasamos debajo del arco de entrada al Parque Pereyra Iraola, una construcción que se asemeja a la de un castillo de hadas con toques medievales. Ingresamos a la zona de mayor biodiversidad de la Provincia de Buenos Aires. Metros antes de un camino estrecho veo el primer cartel que indica la existencia del IAR, una señal modesta, quizá solo para entendidos. El paisaje luce igual al que recuerdo de mi infancia y de las pocas veces que fui desde entonces en las que me invitaron a otros homenajes. 

Entramos a ese lugar bucólico en una mañana húmeda del inicio de la primavera con un cielo gris tormentoso. Estacionamos bajo unos árboles altos y añosos que deben haber pertenecido a aquella estancia de diez mil hectáreas convertida en el Parque Pereyra Iraola en el año 1948. En cuanto bajo del auto quedo envuelta en una brisa y en el sonido de los pájaros que parecen trinar más fuerte que de costumbre, como si anunciaran lluvias intensas.   

Camino con rapidez, apenas miro de reojo el edificio principal donde estaba la oficina de papá. Llego a la zona donde se encuentran los dos imponentes radiotelescopios de unos treinta metros de altura cada uno. Voy ubicando algunas caras conocidas de científicos que conocí en otras oportunidades en que fui al IAR o entregué el Premio Carlos Varsavsky a la mejor tesis doctoral en Astronomía que se da cada dos años durante la reunión de la Asociación Argentina de Astronomía en distintos lugares del país.  Estuve por ese motivo en Salta, Mar del Plata, Córdoba y San Juan.

Saludo al Dr. Gustavo Romero, actual director del Instituto Argentino de Radioastronomía. Me comenta que la ceremonia está por empezar, mientras señala unas sillas blancas acomodadas en filas. Como al pasar, agrega que los nombres de los radiotelescopios serán Carlos M. Varsavsky y Esteban Bajaja. Recién entonces me entero de cuáles serán los nombres de los radiotelescopios que serán bautizados. Me da pena que mi hermano se pierda este homenaje.

Encuentro una silla con un cartelito que dice mi nombre y, al lado, una con el nombre Amalia Bajaja, hija de Esteban Bajaja, el astrofísico que había sido alumno de papá, cuyo apellido oí de chica.  Otras sillas tienen los nombres de Fernando Tauber (Presidente de la Universidad Nacional de La Plata), Raúl Kulichevsky (Director ejecutivo de la Comisión Nacional de actividades espaciales), Raúl Pardomo (Decano de la Facultad de Astronomía y Geofísica de la UNLP). Además, veo tres sillas destinadas a autoridades de la Comisión de Medioambiente, Ciencia y Tecnología de la Embajada de Estados Unidos en Argentina. Décadas atrás la Carnegie Institution dio una generosa ayuda económica para la construcción de la Antena Uno. En otras sillas están sentados astrónomos jóvenes: chicos y chicas recién recibidos. Le pido a una de ellas (que siguen siendo minoría respecto de los varones en esta área) que me saque unas fotos con la gran antena.

La Antena Uno se inauguró en marzo de 1966. Yo tenía dos años y papá, entonces director del instituto, profesor titular de física en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA y uno de los creadores de la licenciatura en Astronomía de la Universidad Nacional de La Plata, tenía treinta y dos. Me contaron que estuve en la inauguración y que, mientras daba el discurso de apertura del acto, en brazos de mi mamá yo gritaba “¡Ese es papá, ese es papá!”.

Recorro mentalmente proyectos que él realizó: IAR, Fate electrónica, la construcción y puesta en marcha de la fábrica de aluminio ALUAR. Voy hacia atrás en su vida, su secundario en el Nacional Buenos Aires, la beca que obtuvo para estudiar ingeniería física en University of Colorado, el doctorado en Astrofísica en la Universidad de Harvard, el post doctorado en California, el regreso a la Argentina después de residir nueve años en Estados Unidos. La estadía en Londres como investigador y docente en University of London, a donde fue con mamá y mi hermano. En Inglaterra mamá quedó embarazada de mí.

Sentada frente al radiotelescopio que desde hace cincuenta y tres años se llama Antena Uno y que en pocos minutos pasará a llamarse Carlos M. Varsavsky, escucho las palabras del Dr. Gustavo Romero que, en tono coloquial, narra brevemente la historia del instituto y llega al evento que nos convoca: “Luego de muchos años en los que nuestras antenas no han tenido nombre, hemos decidido bautizar a los primeros radiotelescopios latinoamericanos. Se trata de un gesto de reconocimiento a los hombres que con enorme perseverancia y realizando una tarea titánica lograron sacar adelante estos proyectos. Es por eso que hemos decidido bautizar al radiotelescopio uno con el nombre de Carlos Varsavsky, en honor al primer director del Instituto Argentino de Radioastronomía y al radiotelescopio dos con el nombre de Esteban Bajaja en honor al científico bajo cuya dirección se logró poner en funcionamiento el segundo radiotelescopio”

Luego de que terminan las palabras de las autoridades, nos llaman a Amalia Bajaja y a mí al escenario. Descubren las placas con los respectivos nombres de nuestros padres y nos dan, a cada una, un diploma y una réplica en 3D de los radiotelescopios elaborada por el personal técnico del instituto.

Me acerco al micrófono, contengo las lágrimas y agradezco, agradezco por papá, sé cuánto amó al IAR, a su gente, al universo que se dejó ver y estudiar desde el hemisferio sur. Las investigaciones que lograron realizar le dieron la posibilidad de escribir los libros Astronomía elemental y Vida en el universo que, además de sus especulaciones sobre la posibilidad de vida en otros planetas y galaxias, contiene una dedicatoria inolvidable: “A Martín y Paula, dos seres de otro mundo”.

La tormenta supo esperar a que terminara el acto, mientras caen gotas inmensas sobre nosotros, nos acercamos a una de las construcciones de una planta, ahora nos toca comer, brindar, conversar y distendernos.

Cuando deja de llover, camino hacia el auto que me está esperando para llevarme de vuelta a casa. Paso por el edificio principal, entro, ya no me parece gigantesco como cuando era chica. Recuerdo las palabras que papá me anotaba en el cuaderno gris de tapas duras para que copiara: TIERRA, LUNA, SOL, SATURNO, MARTE, JÚPITER, MERCURIO, PLUTÓN, NEPTUNO, URANO, VENUS, MAMÁ, PAPÁ, MARTÍN, PAULA. Sé que le debo al IAR el hecho de haber aprendido a escribir allí, siendo escritora y periodista, quedo eternamente agradecida.


Photo by: Kai Schreiber ©

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