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Michele Castelli
Michele Castelli viceversa magazine

Barrio Carapita

No hay señales de alegría en el rostro blanco y demacrado de Carmela al día siguiente de celebrar su boda. Tal vez porque saliera desengañada de la prueba de amor de la primera noche con éste que ahora es su marido y a quien, como es costumbre en las aldeas sureñas de la Italia primitiva, ha podido ver y oler de cerca tan sólo después de terminar la fiesta. O de repente por la noticia inesperada que Domenico le diera en la intimidad del cuarto al confesarle que por fin le habían llegado los papeles para marcharse él también a Venezuela, donde ya vivía el hermano.

– Creo que me voy en quince días – le dice Domenico a la muchacha quien a pesar de la noticia terrible para ella, no deja traslucir ninguna sensación de sus inmensos ojos color marrón pues tiene claro, por el ejemplo vivido en su familia, que a los hombres no se les contesta, ni tampoco se les discuten las decisiones aun cuando las tomen sin consultar con nadie. – Para que no vivas sola en esta casa fría, pero sobretodo para que la gente no te invente cosas como suele suceder con las mujeres jóvenes que están sin el marido, irás a compartir con mi madre quien necesita, por cierto, que la ayuden, porque por su edad que raya casi los setenta comienzan a menguarle las fuerzas del cuerpo, bastante maltratado por el duro trabajo en la campiña.

Se marcha, pues, Domenico, a la tierra prometida: a la Venezuela gloriosa de ríos caudalosos, de llanuras inmensas invadidas de aves cantarinas, de montañas gigantescas canosas en los picos por la nieve sempiterna convertida en hielo, de playas bonitas adornadas de palmeras, de selvas vírgenes en donde de una rama a otra de árboles frondosos juegan alegres los monos y se pavonean las guacamayas pintadas de amarillo, verde y rojo. Llega un domingo de sol hirviente sin huellas de ninguna nube en el cielo intensamente azul, que presumido como el Narciso de la fábula se refleja echón en las aguas de La Guaira. En la noche, acomodado en un cuartucho compartido, en la misma pensión donde vive el hermano, no puede cerrar los ojos pensando en Carmela que, cuando la abraza para el beso de despedida en la mejilla, no había gritado palabras desesperadas ni se había halado los cabellos como en cambio lo hizo la madre adolorada.

– ¿Será que no le importó haberse quedado sola? – se pregunta murmurando las palabras que casi llegan nítidas a los oídos ajenos.

Con esta duda terrible que sale del íntimo celoso, al día siguiente, apenas madruga el sol, comienza a escribir una carta, la primera que envía en el nuevo rol de emigrante melancólico. Recibe respuesta cuando casi se cumple el tercer mes de su llegada a Caracas, la ciudad bella de múltiples contrastes. Abre el sobre con manos temblorosas y el alma suspendida en la garganta. Lee con afán, pues busca una noticia que no encuentra por más que pase una y otra vez la mirada sobre aquel papel rayado escrito con letras gruesas como aquellas de un escolar de segundo o tercer grado.

– No hay mención ninguna de si espera o no un niño – se repite a sí mismo como un ritornelo silencioso que sólo hace eco en su corazón atormentado. – Yo cumplí con mis deberes de hombre desde la primera noche. ¿Qué está pasando, entonces? ¿Me habré casado con una mujer estéril como la yegua que mi padre tiene en la campiña, con la cual no hay manera de que nazcan los potrillos por más que la acoplen con distintos garañones? ¿O quizás no está segura todavía, y por eso calla por temor a equivocarse?

Sin embargo, tampoco en la carta siguiente hay indicios sobre el asunto que más le importa al hombre, por lo cual comienza a sonrojársele el rostro varonil imaginándose a sí mismo objeto de burla de parte de la gente, e incrustado en las lenguas viperinas de comadres de todas las calañas que cuentan a su manera el intento fallido de engendrar al primogénito entre los lapsos que indica la natura. Por eso, además, es urgente demostrar que no está en juego su hombría. Que la culpa es sólo de la mujer estéril que como la yegua en el establo de su padre, no puede, a pesar del garañón que la acompaña.

Así, borrado de la mente que en el pueblo ha dejado a una viuda blanca de diecisiete años o un poquito más, entre una pausa y otra de las labores en la fábrica de arepas cuyo dueño es un paisano que no tiene la costumbre de meterse en la vida de sus trabajadores por más que los conozca, enamora a Eloína, una andina hermosa mucho mayor que él, desinhibida y dispuesta a aceptarle las caricias de amor más atrevidas. Primero en el hotelucho de mala muerte que queda en la esquina cerca del trabajo, y luego en el rancho donde ella habita con sus hijos, en el hacinado Barrio Carapita.

¡Malhaya, para Domenico, el día en que en la fábrica Eloína se presenta con el vientre hinchado! Todos se dan cuenta de que ha metido la pata el italiano, y qué difícil es sacarla con estas mujeres criollas que te atraen como halan los imanes los trozos de metales.

– Está listo – comentan sus amigos. – Otro más destinado a sucumbir en esta tierra pródiga que consiente cuando es serio el esfuerzo para salir de abajo, pero que es inmisericorde con quienes buscan aventuras fáciles, o se pierden tras las faldas hechiceras de zambas y mulatas que como expertas encantadoras de serpientes adormecen los espíritus más débiles, provocando las tentaciones de los demonios en permanente acecho.

Para evitarse las críticas de sus compañeros de labores, sin previo aviso abandona el puesto de trabajo, y también la pensión donde vivía con el hermano y otros amigos más. En esa misma dirección siguen llegando las cartas de Carmela, aunque cada vez con menos asiduidad, reconfortada al menos la mujer por las noticias que el hermano envía las cuales le aseguran, a ella y al resto de la familia, que no está muerto, que sólo se ha perdido en los meandros de donde es difícil salir porque el humo que emana el horno prendido noche y día le ciega los ojos y le ofusca la razón, impidiéndole reencontrar el camino extraviado. En fin, un nuevo caso del trópico tentador que se traga en sus hambrientas fauces, sin piedad, a los más frágiles vencidos por el arte del halago del cual son maestras insuperables las féminas de acá, siempre prendidas en llamas como las humeantes chimeneas los días helados del invierno molisano.

La vida en el Barrio Carapita, los primeros meses, es terrible para el inmigrante quien por más miseria que trajera en su mochila nunca podía imaginarse la existencia de espectáculos tan viles como aquellos que aparecen ante sus ojos atónitos. Los ranchos destartalados con paredes de cartón y techos de láminas de zinc, pegados unos a otros, dejan filtrar las confidencias de adentro y las intimidades que al principio sólo él recoge, pues tan naturales son para el resto de la gente que allí vive. La promiscuidad en primer lugar: todos juntos en un espacio mínimo, echados en colchonetas sucias, los niños, los adolescentes y los adultos. Por una parte, quejidos de goce o de dolor según el caso. Por la otra murmullos, palabrotas obscenas y gritos de tristezas. Ollas vacías amontonadas en un rincón al lado del pipote que contiene agua: para beber, para lavar la ropa algunas veces, para enjabonar las cabezas piojosas de los niños botados todo el día entre el mosquero que husmea en la basura acumulada bajo todas las narices, sin que a nadie le moleste.

– ¿Cómo es posible – se pregunta Domenico – que esto suceda en la Venezuela generosa, donde la gente llega del mundo entero por el oro ocultado en sus entrañas? Si en poco tiempo mis paisanos logran salir de sus pobrezas críticas, y se enriquecen algunos que hasta analfabetos son, ¿por qué a éstos, que no necesitan preparar maletas, les está vedado vivir en la decencia? Algo, acá, no funciona. ¿Qué será?

– Es la modorra, por una parte – truena una voz desde los oscuros recovecos del fuero interno martillante. – Y por la otra el contentarse de las migajas que se recogen sin ningún esfuerzo. Es lo que a ti mismo te sucede que andas como ovejita mansa tras los fantasmas malévolos responsables de tus ofuscaciones. El triunfo es para quienes dominan sus instintos y no para los débiles de espíritu destinados, indefectiblemente, a sucumbir.

Mientras Domenico con un par de tapones gruesos en los oídos para no escuchar la voz de la conciencia arrastra su existencia rutinaria en el Barrio Carapita hasta que un día una bala perdida de dos bandas rivales siega su vida exenta de esperanzas, Carmela su esposa languidece en la casa de los suegros experimentando sobre su piel atribulada que no siempre “la América”, como se decía, es la solución de todos los problemas. Puede ser, más bien, un calvario sin remedio si el alma frágil cede frente a los acechos de la mente, o peor si cae en las trampas del placer que están sembradas como flores carnívoras perfumadas para atrapar a los cigarrones incautos.


Photo Credits: Hernán Piñera

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