a Javier Cercas
a Ramiro Clemente
Subí, agitado, al metro de Plaza Cataluña. Bajé en la populosa parada de Grácia. El barrio, una zona famosa por la tradición bohemia y desaforada, era desconocido para mí. Atiborrado de calles estrechas, veredas angostas y almacenes desperdigados, fue un descubrimiento: el sol enorme diseminaba, paciente, las largas sombras en las siluetas escarlatas de los edificios.
Era mi primera vez en el barrio de Grácia, de Barcelona, y no conocía la ubicación exacta de la calle Neptuno. Ingenuo, pensé que cualquier transeúnte me la mostraría. Ni bien alcancé la vereda, le pregunté a un hombre que estaba sentado al borde del cordón, con la mirada perdida. Parecía la versión catalana del fracasado en una película muda. El hombre escuchó mis palabras desorientadas y ni siquiera me miró. Con la actitud de un louser, musitó una frase que apenas entendí –parecía que me hablaba en sueco. Entonces desistí. Como un flaneur improvisado, tranquilo, proseguí mi periplo. Calles abajo, le pregunté a una mujer que empujaba, apresurada, el cochecito de un bebé. La mujer me dijo, distraída, que nunca había escuchado el nombre de la calle. Le di las gracias por la pausa súbita y la despedí en voz alta. Lo último que vi de ellos, fueron los ojos cerrados del bebé dormido. Cuando ya eran dos sombras en el horizonte rojo, levanté la vista y advertí que estaban en el abismo de las escaleras. Con esfuerzo evidente, ella empujó el cochecito y se paró a esperar que alguien la ayudara. Recordé los lentos y peligrosos escalones de El acorazado Potemkin temí por el destino del bebé.
Melancólico, llegué a una esquina adoquinada. Un borracho apareció de repente. Torpe, apesadumbrado, estiró los brazos como si fuera un Frankenstein ciego y abrió la boca enorme: un olor rancio me quemó la nariz. Alcancé a decir una media palabra y me callé. Pensé que lo mejor sería no hablar pero mi decisión llegó tarde. El borracho no necesitaba mi presencia y mi cuerpo fue un pretexto: sin preámbulos, disparó un discurso sobre los héroes catalanes. Alelado, corrí para alejarme del aliento pútrido y del previsible monólogo y me senté en el banco de una calle desierta. Cuando ya parecía que me encontraba en un laberinto sin centro, dos ancianos se detuvieron en la mitad de la calle. La abuela levantó un dedo e indicó el sentido de la calle Neptuno. En un perfecto catalán, pronunció su nombre: Neptú.
Repetí, eufórico, Neptú, mientras trotaba y ese vocablo mitológico acarició mis oídos. Con el recuerdo del dios griego, toqué timbre en un edificio de tres plantas. Una voz cansada pidió que me identificara. Era Javier Cercas. Me indicó que subiera por la escalera pero no me dijo que no había luz hasta la última planta. Me apoyé en las paredes, tropecé dos veces, me caí en un rellano y transpiré como un condenado. En medio de una oscuridad avasallante, alcancé a ver, en los últimos escalones, una breve luz mortecina que, supuse, era el resquicio de una puerta. Felizmente, no me equivoqué. Con la respiración entrecortada, vi la cara de Cercas.
Pasé. Una gran habitación hecha de libros y un ordenador al fondo fueron las primeras imágenes que recuerdo. Cercas, visiblemente consternado, me dijo que yo había llegado antes de tiempo y que él estaba terminando de anotar algunas ideas para un artículo en la prensa. Me pidió que lo esperara. Sin vacilación, accedí. Al fin y al cabo, era yo el que se había adelantado.
Menos nervioso, me senté en un sillón negro. Luego me paré. Recorrí los lomos innumerables de los libros. Leí solapas, las primeras líneas de ensayos, novelas y cuentos cortos. Descubrí libros en francés y en inglés. A mis espaldas, Cercas tipeaba, como un maníaco, y el estertor de las teclas resonaba entre las paredes de libros mientras yo revisaba, en secreto, los últimos que moraban, serenos, sobre una mesa. Para mí, esa exploración menor y encubierta, era una forma de conocer sus lecturas y eso, en un escritor, es escarbar las huellas solitarias de su corazón.
A los pocos minutos, Javier Cercas se paró y me dijo que quizás sería mejor que fuéramos a una terraza a beber una cerveza y a conversar, distendidos. Yo rocé, apenas, el lomo de un libro, y me limité a asentir con la cabeza. Él recordó la premura de su tarea en el ordenador, se sentó nuevamente y continuó escribiendo. Luego se paró en silencio y resolvimos quedarnos en el estudio. Antes de encender la cámara, mientras Cercas se sentaba en un sillón, me acerqué a la ventana y miré, en un segundo, el rojo resplandor que manchaba los adoquines de la vereda. Recordé las largas sombras desperdigadas en la ciudad escarlata y me conmoví. Me senté con la cámara en la mano y le anuncié el inicio de la entrevista. Cercas, en silencio, me esperaba con el dibujo sereno de una sonrisa.
La entrevista circuló por los lugares más secretos y por los rincones ubicuos de su escritura. Distendido, ameno, recorrió su infancia, las suaves caminatas con su padre, el inicio de su vocación, el placer inevitable de la lectura, las citas afanosas, el tiempo que corroe nuestras vidas. Todo fue un río hasta que mi cámara se quedó sin pilas. Escuché el ruido exótico del casete al detenerse y me quedé paralizado. El sonido fue captado por Cercas y entonces me miró fijo. Miré la cámara y lo miré. Un rubor helado circuló por mi cuerpo y empecé a odiar el error imprevisto. Con la roja furia de los dioses griegos pensé en el azar. Pensé que había recorrido miles de kilómetros para hacer la entrevista y que el puro desorden, el dios del caos, había ordenado un desliz mínimo y cruel que desacreditaba de un sopetón todo el esfuerzo que había hecho en los meses anteriores para conseguir el reportaje. Cercas se tocó el cabello, en un evidente signo de nerviosismo, y luego miró hacia el amplio ventanal. Carraspeó. Con un suspiro ligero y torpe descargó la tensión que circulaba en el aire.
No pude hablar. Por un instante no pude decir nada.
Recuperándome, dije que era imposible de creer.
Imposible, la cámara se quedó sin pilas, repetí.
Cercas, atribulado, voluntarioso, me dijo que podía ir a comprar pilas. Yo no lo podía creer. Sin embargo, estábamos ahí, con la interrupción utópica y terrible. Le dije que no, que era una señal del más allá. Cercas no se dejó convencer. Me dijo que intente, que no permita que el mágico azar domine mis deseos. Lo miré, cómplice. Los dos sabíamos que esa frase la hubiera dicho Borges. Alcé mi cámara, desganado. Cercas abrió la puerta, distendido. Bajé los escalones torpes y fatigosos. Y volví al ruido exterior.
Recorrí en un santiamén todas las callecitas del barrio. Hablé con ancianos, vendedores, jóvenes inquietos, turistas casuales. Nadie conocía un lugar en el que vendieran las malditas pilas. Recorrí los rasposos adoquines del ayer y los innumerables carteles del futuro. Y nada.
Desahuciado, regresé al estudio de Cercas. Subí los eternos escalones y transpiré como un africano en el desierto. Javier Cercas había vuelto a su maniático oficio de contestar mails. Le confesé la miseria. Me dijo que no me preocupe.
En un ademán increíble, recordó la propuesta inicial. Me preguntó si quería ir a tomar una cerveza en una terraza suelta y vibrante. Miento si digo que no me gustó la idea.
Mientras caminábamos hacia el atípico jardín en las alturas, me dijo que completemos la entrevista por mail. No lo dejé seguir. Ya me había convencido.
Era un caserón antiguo, con cuadritos plagados de mujeres desnudas y con loros multicolores borroneados por un pintor provinciano. Atravesamos la angosta escalera y llegamos a la planta alta. Los focos dispersos se multiplicaban y la ciudad empezaba a convertirse en una inocente calesita improvisada. Cercas se sentó del lado de la calle. Algunas voces eran ecos macilentos. Los chicos todavía corrían por el empedrado rugoso y el ladrido de los perros lejanos eran ronquidos de perdedores.
La suave brisa empezó a engalanar el crepúsculo. Los árboles no silbaron pero ensayaron su música nocturna.
Qué puedes tomar, preguntó el escritor, con esa tonada musical e incomparable. Acepté la cerveza menos por el gusto que porque pensé que era la forma más inocua de atacar el odio.
Cercas hizo el pedido. Y luego, mecánico, se pasó la mano por la cara. Estaba cansado y se le notaba en los ojos.
Cuéntame un poco de ti, dijo con el vaso en la mano. Le dije que era escritor y que trabajaba como periodista free lance para diversos medios. No me dejó continuar. Cuando iba por el tercer vaso habló del amor hacia su hijo y de los rojos atardeceres del oriente. Bebió sin contención y dejó correr la loca lengua del relato. Cercas es un escritor no solo en la escritura. Su versión oral es igual de incomparable. Habló de un viaje postergado y recordó el nombre de Tierra del fuego. Inquirió por la zona sur. Me preguntó si la conocía. Le confesé que Ushuaia era uno de mis lugares preferidos. Se sintió a tono, le gustó que yo conociera la geografía de su deseo.
Miró hacia el sol y se tapó la cara. Eran los últimos rayos, la agonía fugitiva de la tarde. Me miró. Su cara era una pregunta, un pedido. Le conté mi viaje a la isla. Le hablé de los reclusos, de los pasillos de la cárcel, de la fundación inesperada de la ciudad, de los frescos que pueblan las calles con los rostros de los presos, de las lenguas inverosímiles que recorren las calles como perros vagabundos, de la nieve eterna que enciende las montañas. No pude parar. Eufórico, hablé del atardecer interminable, de la noche escasa, de las aguas turquesas del canal Beagle, esas aguas que enmarcan, frías y evasivas, el suave vuelo de las aves. Se entusiasmó. Me dijo que tenía planeado viajar al sur y que creía que ese podía ser el destino de su vida.
Lo dejé seguir. Confieso que en un instante me perdí. La tarde había sido larga para mí, un calvario terrenal, una escalera hacia la angustia. Me empantané en mi propio círculo de hierro. Pensé en los viajeros, en Marco Polo, en los indios que habitaban la isla, en la novela de Silvia Iparraguirre, en las sutiles crónicas que lanzan sus dardos sobre la invasión, en la travesía insuperable de Darwin. Pensé en mi hijo en las noches heladas de la isla y escuché, de nuevo, sus llantos agudos y nocturnos.
De repente, un grito involuntario me trajo, imprevistamente, a la brisa mediterránea, al barrio de los artistas.
Cercas, más blando en sus gestos, se pasó la mano por la cara. Una línea insignificante de sudor le recorría la frente. Debe ser por la cerveza, se defendió.
Giró su cuerpo hacia el ocaso y yo también lo hice. El sol ya no estaba. Quedaba su frágil ausencia, su estela inigualable, la violácea huella del vacío.
En eso pensé cuando nos dimos la mano en una callecita estrecha.
Esa fue la última vez que lo vi.
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