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El Ávila en la mirada de todos

En Caracas cualquier obra arquitectónica hecha ayer o anteayer constituye en sí misma una nostalgia, dada la rapidez con que se sustituye por una nueva, o se remodela para dar paso a una precaria estructura casi siempre fruto de la violencia puesta en borrar la anterior. No es de extrañar entonces que el paisaje del valle haya sido alterado hasta la saciedad con la impunidad más absoluta, ya sea por la especulación inmobiliaria o la desesperación de la pobreza. Por ello las zonas del Ávila aún intactas se constituyen en un milagro que el arte observa hoy con incredulidad; tanto como el caraqueño, quien constantemente se devuelve hacia la montaña con una mirada ansiosa para ver si su Ávila no se lo han cambiado.

Pero esta actitud no es nueva. Ya Teresa de la Parra en Ifigenia, a través de María Eugenia Alonso, se quejaba de cómo el llamado progreso había acabado con la ciudad de su infancia y solo devolviéndose hacia la montaña podía recuperar los espacios abiertos que el crecimiento urbano le hurtaba. Una estrategia que el habitante contemporáneo sigue empleando para evadirse de una ciudad donde, citando a Juan Calzadilla, “el ascenso a la luz/ nos ha sido dado/ en los cubos de viajar siempre hacia abajo”.

Algo así como si esa pesadumbre que María Eugenia sentía al bajar al valle, solo pudiera contrarrestarse alzando la mirada hacia la barrera vegetal que protege pero a su vez aísla del exterior. “¡Qué difícil es salir de estas montañas!” me comentó también una vez Marco Antonio Ettedgui, viendo el Ávila desde un balcón en Bello Monte.

Subir el Ávila puede entenderse entonces como un escapar no solo a la ciudad sino de la ciudad, lo cual implica concebir su altura cual obstáculo que se debe salvar a fin de hacerse con otros paisajes, otras geografías. Pero el Ávila puede ser igualmente una fuga en sí mismo. De hecho Manuel Cabré ese “cronista y médico de cabecera del gran monte” como le llamó Mariano Picón Salas, encontró en su representación la manera de rebelarse contra los grandes gestos y gestas con que las obras de Tovar y Tovar, Cristóbal Rojas y Herrera Toro habían definido el siglo XIX venezolano. Y Rafael Monasterios, Pedro Ángel González, Francisco Fernández y Elisa Elvira Zuloaga, entre otros, durante las revueltas de mediados del pasado siglo, abrieron camino para que los artistas surgidos con la democracia empezaran, de una manera más libre, a hacerse con sus laderas.

Tomando en cuenta tales antecedentes, qué significa pues en nuestro presente histórico mirar el Ávila. Esta es la labor a la cual se aboca El Ávila en la mirada de todos, donde el lector encontrará muchas maneras de observarlo y hacerlo suyo también, a la vista de las múltiples representaciones del cerro mítico que separa a Caracas del mar y se constituye en el pulmón de la capital, referente imprescindible y escape extraordinario al desconcierto cotidiano.

María Elena Ramos, en colaboración con Marco Negrón, Pedro Cunill Grau y Ricardo Gondelles, ha seleccionado cuidadosamente textos, cuadros, imágenes, planos y mapas para ofrecernos una visión global de la montaña, sagrada para los indígenas, en cuyos mitos “no existía y así era posible mirar desde la ciudad hasta el océano. Pero, ofendida por el comportamiento de las tribus, la Gran Diosa del Mar se lanzó contra su pueblo, levantando una ola inmensa que lo arrasaría. Ante los ruegos de la población, la diosa perdonó a la tribu y convirtió a la ola en la gran montaña” (43).

Desde entonces Guaraira Repano, en la lengua de sus pobladores primigenios, no ha dejado de crecer desde el imaginario de conquistadores, exploradores, aventureros, creadores, especuladores e indigentes que allí se han establecido violentando, representado, menoscabando o ensalzando esta imponente muralla natural de verdor, sin la cual sería imposible concebir Caracas.

La mirada de María Elena Ramos se centra en sus representaciones artísticas a través del tiempo. Pintores, ilustradores, dibujantes, grabadores, fotógrafos, cineastas, video artistas, performistas, han producido un variado archivo de miradas donde el cerro entra de soslayo, inunda el espacio plástico, se desconstruye o se reconstruye reiteradamente.

Apoyándose en lo autobiográfico, lo testimonial y lo literario, la autora nos ofrece su personal interpretación del cerro. Una interpretación no exenta de juicios críticos y eruditos, donde las alusiones a las obras se intersectan con el bagaje teórico del estudioso a fin de brindarnos una visión plural de la montaña.

La profusión de material gráfico y la excelente factura técnica del libro, publicado en Caracas en coedición entre Playco editores y Grupo didáctico 2001, contribuyen a resaltar los juicios críticos de Ramos, generando una lectura paralela que dialoga con lo literario que hay en lo plástico y viceversa. Ello, a fin de destacar los puntos predominantes que también son los más hermosos.

De hecho, pocas son las imágenes en él contenidas, que retraten las áreas intervenidas por la pobreza o devastadas por los incendios; quizás porque los creadores seleccionados han preferido evadirse del drama humano, hormigueando en las laderas extremas del este y el oeste, a fin de consignar un Ávila deslastrado de pisadas y vandalismos, donde la denuncia no es un fin en sí mismo. Refiriéndose al capítulo sobre “Las formas, sus desvanecimientos”, la autora nos indica: “Hemos visto que unos artistas citan un consagrado arte anterior con afecto y hasta añoranza, mientras otros lo apropian enjuiciándolo con un enfoque que pone separación, o humor, y que tiende a desacralizarlo. (…) Así coexisten entre los apropiacionistas de la montaña distintas perspectivas: la de quienes se apropian de ella manteniendo el apego, y la de quienes lo hacen desapegadamente con un tono frecuentemente ácido, produciendo quiebres —más sutiles o radicales— con aquella representación que citan” (119).

Tal intención redunda en una visión fundamentalmente prístina del cerro a lo largo del libro, que el título de la obra de Sigfredo Chacón “Purelandscape” abarca a la perfección. Formas sutiles de lidiar con las intrusiones en su paisaje quedan consignadas, sin embargo, en la impresión digital de Anita Pantin “Testigo I”, donde se nos presenta la imagen de un Ávila rojo bruñido, similar al de la sangre al secarse, que condensa las preocupaciones de la artista en torno a la violencia creciente de Caracas, y de la cual Guaraira Repano es el testigo silencioso.           Igualmente, Eugenio Espinoza, Gregorio Marrero, Roberto De la Fuente, Ramón Lepage, Susy Iglicki y Howard Yanes nos muestran obras donde el cerro arde, sus faldas alojan barrios populares, denuncia las consecuencias de los deslaves de Vargas o aparece como un montón informe de elementos acumulados a ras del suelo. Tales acercamientos contribuyen a desmitificarlo, y crean conciencia en torno a la necesidad de conservarlo y protegerlo, para que no siga siendo intervenido y las generaciones futuras puedan también disfrutarlo en todo su esplendor.

Y ello es así porque, de hecho, la simbiosis existente entre el Ávila y los caraqueños es indisoluble y única, tal cual lo registra José Balza en el prólogo: “De manera inconsciente o lúcida, quien transite por este valle guarda un paralelismo vital con la montaña. Siempre fue así. Hoy los edificios, las autopistas, la electricidad nos distraen de su presencia, pero la mole verde y azul determina que seamos análogos a ella” (XI). Y es, justamente, en esa analogía donde se detienen los autores, a fin de focalizar para el lector la riqueza vegetal, animal y mineral que prolifera entre sus pliegues.

Las visiones que desde el urbanismo, la geografía y el excursionismo nos brindan Negrón, Cunill Grau y Rondelles, respectivamente, destacan la importancia que la montaña ha tenido desde la fundación de la capital venezolana hasta nuestros días, subrayando los distintos modos de mirarla… o no: “es ya avanzado el siglo XX cuando los caraqueños empezamos realmente a ver el Ávila, guiados desde el principio por los pintores de la Escuela de Caracas. Pero debe señalarse que para los artistas de siglos anteriores lo importante era la ciudad, mientras que el Ávila con todo su imponente presencia frente a la pequeña urbe de entonces solamente ocupaba un discreto segundo plano” (173), apunta Negrón.

Cunill Grau, por su parte, recupera las huellas de sus habitantes primigenios, y analiza la riqueza de la flora y la fauna existentes, puestas a crear un ecosistema único cuyo equilibrio debe ser amparado y salvaguardado, por encima de las numerosas intromisiones humanas a lo largo de los siglos: “Fue fuerte la destrucción ambiental del Ávila en el período de la Venezuela hispánica en sus fachadas septentrional y meridional por corte de maderas preciosas y de construcción, recolección de leña y carbón vegetal, sobrepastoreo en cabecera de ríos y quebradas, avance de la frontera agrícola y quemas masivas de vegetación” (201), recalca el geógrafo.

Ricardo Gondelles cierra el libro con una detallada exploración de las fuentes fluviales recorridas por los excursionistas, y cuyos ríos quebradas y saltos de agua alimentan la totalidad del ecosistema, además de cincelar el cerro visto desde la ciudad misma: “Frente a las urbanizaciones de Altamira y La Castellana, el agua en descenso va disectando la cordillera de arriba abajo, en corte transversal. Milenios de erosión sin pausa han ido formando una garganta excavada en la roca, una profunda herida geológica que parece contener su propia dinámica en el desarrollo de la biodiversidad, con características especiales. Si la cobertura vegetal es el pulmón de la montaña que respira, ríos como Chacaíto son las arterias por donde fluye la savia de la vida en sus formas más espectaculares” (218), sintetiza el autor, para que no olvidemos el esfuerzo antiquísimo de la naturaleza en crear esa misma vida, arrasada tan frecuentemente en este planeta por nuestros excesos.

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