Mi hijo tiene ocho años y me pregunta si quiero saber el minuto exacto de mi muerte.
Yo manejo el auto y miro hacia los cerros.
No muevo la cabeza. Tengo los ojos fijos en las montañas. Aprovecho la posición de conductor del vehículo para demorar la respuesta.
Bruno me mira. Siento que sus ojos penetran la piel de mi cara.
Le digo que no quiero saber.
Bruno sonríe y me dice que él tampoco quiere saber.
Agrega: «Hay que vivir la aventura».
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