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Arturo Serna
Photo Credits: Emilio Küffer ©

Autorretrato

Nací en un hogar humilde al oeste de la provincia de Buenos Aires. Tuve una educación laica aunque manchada por ramalazos de catolicismo. En la adolescencia tuve una afición temprana y corta por la militancia partidaria. Como todo joven, estaba equivocado en mis elecciones políticas y me incliné por el peronismo. En ese entonces, tenía una devoción por el jefe. Leía a Heidegger y todo lo que viniera de Alemania. Mis dioses eran Hegel, Leibniz y Fichte. Combinaba esos jeroglíficos teutones con los aforismos en prosa intrincada de Carlos Astrada, quien se ocupaba de unir el fascismo de Perón con el mito gaucho y la metafísica de Heidegger. Por ese entonces, también, era anti judío, quizás contaminado por la lógica nacionalista y fervorosa de los arrabales provincianos y porteños. Si bien siempre acompañé la defensa de ciertas mujeres –en contra del machismo peronista–, Evita ocupaba un sitio de honor. Como le pasaba a muchos jóvenes de esos años, Perón y Evita eran mis maestros de la acción. Una vez pusimos una bomba en un colegio de ricos y tuvimos la fantasía de atacar el colegio Nacional. Pero antes de esto, felizmente, el estudio de los filósofos materialistas griegos y después Lucrecio me despertaron del sueño dogmático. Hubo meses en los que dejé de salir a la calle. Solo leía y revisaba mis notas en un cuaderno Victoria tapado de dibujos de mujeres desnudas y algunos recortes de revistas que sacaba de la casa de mi viejo. Mis padres se habían separado y yo visitaba mucho a mi viejo, en un departamentito que tenía en Belgrano. Mi viejo ya se había volcado al socialismo y me proveía de material para estudiar el materialismo histórico. El viejo se reía cuando me veía, se acordaba de mi temprana militancia peronista y me decía que había sido un iluso, un romántico que no había escapado a la enfermedad de la juventud argentina. Compartíamos largas charlas de café sobre Marx, los utopistas y la literatura. Mi viejo no estaba formado en filosofía y quizás para hacerle un poco la contra es que empecé a leer a los socialistas utópicos, Bakunin y los fundadores del anarquismo. Desde esa plataforma libertaria, estaba a un paso de los filósofos cínicos y de los escépticos. Como ya era ateo, me pasaba horas discutiendo en los bares con las viejas que habían entrado tarde a estudiar en la universidad, esas viejas católicas fanáticas, defensoras del golpe de Uriburu y que se ponían cachondas cuando se burlaban de los indios y elogiaban a Roca.


Photo Credits: Emilio Küffer ©

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