Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
arturo serna
Photo Credits: Bryan Furnace © 

Autorretrato 6

Me inicié en el boxeo por un tío político al que quise mucho. Quise mucho es un decir. ¿Se puede querer a alguien realmente? Supongo que sí. Pero no sé si a muchas personas a la vez. Bill era novio de Conchita, la tía que me crió. La relación con mi madre siempre fue vidriosa y violenta, con una crueldad especial y en silencio. Madre me odió desde el comienzo. Mejor me llevé con mi viejo, toda la vida. Supongo que a eso se debe mi inclinación por las ideas ácratas, como una extensión del materialismo dialéctico que vino después de leer y criticar a los socialistas utópicos. Con mi viejo hablaba de ellos.  

Mis mejores relaciones fueron con mi viejo y con mi querida tía Conchita. Ella tenía un apodo español, y eso le encantaba. Era muy católica, iba misa tras misa: era una herencia de mi abuela materna. Mi tía me crió y tuvo un novio que le duró toda la vida. Le decían Bill porque tenía un lejano antecedente irlandés y era rubio y alto. Rengueaba un poco. Bill decía que lo habían herido en Malvinas. Pero yo nunca le creí. Fanfarroneaba para quedar bien con tía Conchita, la hija hermosa y pecosa de mi abuela materna, la competencia eterna de mi madre. Conchita estuvo con Bill hasta que a Bill lo mató un paro cardíaco. Bill se ufanaba de haber estado en un combate en Malvinas y cada vez que rengueaba se acordaba de la posición en el campo de batalla y lanzaba su perorata nacionalista. Era un poco raro que un gringo con pinta de inglés defienda a los argentinos. Pero bueno, así era Bill, amaba el boxeo y veía en mí una especie de hijo heredado. Bill y Conchita no tuvieron hijos, de eso no hablé nunca con mi tía Conchita, la muy católica. 

Odié a mi madre toda mi vida. Pero el odio era mutuo, benéfico, finalmente. Me ayudó a escapar del Edipo estúpido y aleccionador. Me acercó a tía Conchita y a su novio irlandés. Mi madre se fue con un amigo del centro espiritista, eso me dijo tía Conchita una vez pero nunca me contó la historia completa. La tía se reserva la verdad. Supongo que no me la dice para no herir.  

Las cosas y las personas te dan la espalda, nadie se fija en vos, para que alguien te mire tenés que dar un golpe, llamar la atención. Me entrené en el ring para soportar el abandono. El ring te ayuda mucho: es una forma del escepticismo. En el ring aprendés que el golpe es la única forma de luchar contra la apatía del mundo. En el ring no solo me hice hombre, digamos, sino también filósofo.  

Tía Conchita leía mucho: era su pasión. La otra era Bill. Con sus pecas y sus anteojos rojos, grandes, se quedaba horas sentada en el sillón de casa. Bill estaba a su lado. Él la adoraba: se limitaba a contemplarla. La miraba como a una joya criolla. Mientras, mi madre viajaba con el amigo espiritista quién sabe por dónde. Yo creo que Conchita se metía en los libros como una forma de evasión. El delirio de mi madre no le gustaba. A nadie le gustaba. En el barrio circulaba un rumor: mi madre había abandonado a mi viejo por otro amor. Conchita no decía eso, decía que mi vieja volvería pronto, que se había ido a un recorrido espiritual por Europa. Nadie sabía exactamente dónde estaba. Eso lo supe después. Conchita se metía en los libros y no la sacaba nadie. Pobre. Ahora pienso que tenía que lidiar con una historia prestada, con un hijo prestado: era yo, Arturito, el aspirante a todo. Por entonces prometía. 

Bill era un rengo entusiasta, un poco simplón, un gringo panzón que amaba el boxeo como tabla de salvación. Sus parientes eran de Dublín y cada vez que los recordaba le corría una lagrima gruesa por la mejilla. Él ya no hablaba en inglés pero a veces decía unas palabras mal pronunciadas. Eso se relacionaba con su nacionalismo berreta, con su imitación kitsch del gordo John William Cooke. Quizás por Bill, también, curiosamente, me dediqué al peronismo. Había un aire de época y también había una convicción fuerte entre las paredes de la casa. El único que disentía ahí era mi viejo. 

Yo combinaba el box con el nacionalismo peronista. Entre la evasión de mi tía y la tabla de salvación de Bill surgió mi dedicación al ring y mi inscripción un poco tardía en la Facultad. Casi todo lo he hecho tarde, menos abandonar la universidad. Cuando empecé a ir al gimnasio me dejé llevar por Bill y también por el rollo de los griegos: el culto del cuerpo y de la mente. Esa cosa barata que tenían los griegos. Hoy no se lo cree nadie. Ese rollo funciona muy bien con los pibes que se están formando, que están empezando. El fervor físico de los espartanos combinado con el culto estúpido del pensamiento puro, como la perorata de Sócrates, por ejemplo. Al principio eso cuajó. Después vino el problema. En el gimnasio dejaba mis mejores horas. Tenía el ideal del cuerpo sano. Entre los aparatos enganché con el discurso peronista. Leía a Carlos Astrada. Yo leía al Astrada peronista cuando él ya se había hecho marxista, un melcoche raro. Como dije, Astrada tenía el mambo heideggeriano y lo repetía como loco: el mantra ese de la pureza del ser y de la nación, el origen profundo del pueblo, el ahí del ser. Escuchando la perorata de Bill y de Astrada, ahora lo pienso, me entusiasmé con lo teutón, con la raza blanca, con lo puro. Bill era gringo y era lo más parecido que tenía al elogio de la raza blanca. El gringo Bill, rengo y yanqui, de lejanos antecedentes irlandeses, amante de Evita y de Cooke, repetía eslóganes peronistas. Por el fragor de las frases delirantes, el roce de los cuerpos sudados, las sentencias de Carlos Astrada y la jerga hermética de Heiddeger, me hice peronista. Lo repito porque es una mancha negra en mi pasado. Y aún me pesa.  

En el ring descubrí el escepticismo y me hice fuerte en un sentido doble: física y mentalmente. Aprendí la duda entre las cuerdas. Aunque a veces doy unos saltitos en el pasillo de mi casa, ya no creo en la fuerza ciega del box. Lo único que le agradezco al ring es la templanza y la fuerza para enfrentar los peligros. El box me ayudó a desarrollar la destreza para preparar las bombas, en mi época más violenta. Me enseñó a focalizarme en lo físico, en lo áspero, en lo violento que se concentra en el cuerpo y que después se descarga en una explosión.  

Nadie sabe que he vuelto a las andadas. Una bomba es una metáfora de mi cuerpo y del mundo.


Photo Credits: Bryan Furnace © 

Hey you,
¿nos brindas un café?