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fabian soberon
Photo Credits: Matt Anderson ©

Artigas

Después del Congreso en Brasil, Roberto Artigas regresó a la capital de Córdoba. En el aeropuerto lo esperaban su esposa y sus dos hijas. Sonrieron cuando lo vieron bajar del avión y le gritaron entusiasmadas desde el mirador. En la casa, Roberto le comentó a su esposa que el Congreso lo había extenuado.  

El director del periódico me pidió que cubra la visita del presidente en el interior. He pensado en irme mañana, así aprovecho para descansar. 

Roberto no se animaba a decirle que deseaba estar solo y que el matrimonio lo estaba ahogando. Pensó que debía apartarse unos días y creía que entregarse a la lectura e intentar escribir unos versos lo harían sentirse mejor. La poesía había sido su gran frustración desde que trabajaba en el periódico. 

Voy a extrañar a mis hijas pero sé que mi esposa las cuidará, pensó. Ya en el ómnibus, sintió que la ausencia infinita le inspiraba los versos anhelados. Al llegar a la terminal, decidió instalarse en el campo. Tres horas a caballo lo dejaron en la estancia de Don Florencio.  

Aquí corrió Lugones cuando era niño, pensó. Sus versos nacieron aquí. Ojalá pudiera escribir algo que heredara la potencia de Lugones. Su fervor por la espada, el amor, las mujeres y el suicidio tienen el olor del río. La poesía es lo que necesito. La poesía es la mujer que me hace falta.  

Llevaba muy poca ropa: el pantalón, la camisa azul, los anteojos oscuros, El banquero anarquista de Pessoa, la colección de poemas de Thomas Eliot y las hojas blancas para escribir. 

Roberto golpeó las manos al llegar a la estancia de Don Florencio.  

Qué sorpresa mijo dijo el viejo y lo abrazó. Hacía años que no te veía. 

Ya no vengo para acá. Trabajo en un periódico de Córdoba y no me queda tiempo. 

¿Y hasta cuándo te quedás 

Me voy a quedar dos semanas nada más dijo Roberto. Vengo a cubrir la visita del presidente. Me enviaron del periódico. 

La visita se va a demorar dijo el viejo, mientras caminaban por el patio amplio de la estancia. 

Al principio se fastidió por la demora del presidente. Aunque había vivido toda su infancia en el pueblo, se había desacostumbrado. Pero después de unas tardes, se recuperó. 

Tengo que viajar mañana a Buenos Aires dijo Don Florencio. La casa queda en tus manos. Ahora que te veo grande me hacés acordar a tu viejo con ese porte de anarquista del 30. 

No se preocupe dijo Roberto y bajó su cara. Quería evitar cualquier comentario sobre el parecido con su padre-. Ni bien termine mi trabajo, me vuelvo para Córdoba.  

Roberto Artigas era un hombre alto y con bigotes, entrañable y simpático; siempre vestía con elegancia. El campo, sin embargo, le permitió el short y andar descalzo. Por la noche refrescó y él leyó los cuartetos de Eliot bajo el árbol de la casa. Había olvidado la ansiedad. Ahora se detenía en los versos y en la noche. El foco solitario y el libro brillaron en la llanura. 

A la mañana siguiente paseó entre las vacas con el libro en la mano. Repetía los versos en voz alta. Despistado, pisó estiércol y no renegó. Sí lo hizo con Eliot; no aguantaba más. 

Lugones desaprobaría estos poemas, pensó. Los versos son abstractos y pretenciosos. Leeré la novela de Pessoa. Tal vez me inspire. El aire del sur de Córdoba está contaminado por la tierra seca del río. 

A la novela del portugués la devoró en unas pocas horas. Tuvo que retomar los versos conceptuales del poeta inglés. Caminaba por el costado del río y leía con notable desgana las líneas de las páginas. Acaso como sintieron todos los poetas alguna vez, creyó que el verso nacería del tráfico con los árboles y con el agua silenciosa de la siesta. Repitió el camino durante las tardes bajo el sol pero sus poemas no salieron.    

Después de una semana se fue al pueblo. Lo encontró confuso y otro. Hacía muchos años que no regresaba. Sólo recordaba el almacén de la esquina, la catedral colonial, el banco gastado en el que conoció a su primera novia. El pueblo suyo no era el que iba a recibir al presidente. Esta constatación lo molestó un poco pero después aceptó el paso del tiempo y empezó a saludar a los desconocidos. Ingresó al almacén. No lo identificaron. Miró hacia todas las direcciones, desconfiado. Dos hombres se rieron en el fondo. Sintió bronca; después se calmó. Pidió la sal que no tenía, la yerba mate y salió del almacén. 

Pensó que era mejor que no lo reconocieran. Sin embargo, cerca de la mitad de la calle, alguien le habló. Era Julián, el más entrañable amigo de la infancia. Artigas miró hacia delante y se hizo de no escucharlo. Julián insistió y lo alcanzó. 

Tomaron cerveza en un kiosco y añoraron los años lejanos. Oscureció. Artigas se levantó para volver a la estancia. Julián quiso acompañarlo pero él argumentó que necesitaba la soledad. Dijo que debía terminar un artículo para el periódico. 

La mañana de la llegada del presidente lo encontró sentado, solo y meditabundo, al borde de la cama. Su esposa estaría pensando en él y en el trabajo y las hijas estarían durmiendo. No había podido hablar por teléfono. No quería, en realidad. Pensó, nuevamente, que la soledad era lo mejor.  

Al frente de la estancia el vergel era amarillo, rojo y verde. Don Florencio lo atendía como si fuera la joya del pueblo y le había recomendado especialmente que lo cuidara de la desidia involuntaria de los perros y de los caballos. Además, Artigas quería distraerse antes del acto. Se levantó de la cama, dejó los libros en la mesa de luz y salió al patio. Se puso a cortar los tallos irregulares de las rosas. Al rato, cuando los brazos, cansados, le tiraban las venas, abandonó la lenta tarea de las plantas y colocó la pava en la pequeña cocina. Sacó una silla al patio y se sentó. Se sirvió un mate y sintió, complacido, que el verde inmenso del horizonte le aplastaba los ojos.  

Ya cerca del mediodía, tranquilo, entró al cuarto. Miró a través de la ventana el frágil color del cielo. Las nubes, inmóviles, rozaban sus ojos. El infinito del campo apabullaba la casa y el brillo de la luz le acariciaba la cara. Se sentó en la cama y pensó que no soportaría los gritos de la multitud en la plaza. Pero después pensó que ese martirio duraría poco tiempo y se calmó. Se colocó la identificación de periodista en el corazón. Cargó lentamente su grabador, miró sus pertenencias, el desorden de las sábanas, la foto oscura y difusa de Don Florencio y atravesó el patio de la estancia. Debía llegar al final del acto para entrevistar al magistrado. 

Caminó por las calles del pueblo como si fuera la última vez. El polvo y el olor de los eucaliptos le trajeron las imágenes de la infancia. Pasó frente a la que había sido su casa y un puñal enorme le rozó la piel. Vio a su madre entre los arbustos, su padre leía en la cocina y él, solo y abstraído, miraba las alas de una mariposa. Ya cerca del acto, escuchó las roncas voces de la gente y regresó al presente. Sintió que aquel caserío ya no le pertenecía y pulió las veredas que faltaban con un odio clavado en la sien. 

La pequeña y limpia plaza del pueblo estaba colmada. Roberto Artigas miró hacia todos lados y no lo vio. La multitud bulliciosa lo ocultaba. En un pueblo del interior, un presidente no tiene guardaespaldas, pensó. Una mujer ociosa le indicó con el dedo las escaleras. El presidente pisó el último escalón. Súbitamente, Artigas sacó el revólver. Disparó. 

El hombre murmuró en el suelo y nadie escuchó las palabras.


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