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Aproximación a El muro, de Paz Castillo

El muro (1964) es el poema más celebrado del poeta venezolano Fernando Paz Castillo, publicado cuando contaba con la respetable edad de 71 años, si bien fue finalmente recogido en El otro lado del tiempo (1971). Rafael Arráiz Lucca lo ha definido como «el de mayor entidad metafísica» del autor. Se trata de una larga composición de diecisiete tiradas, diecinueve estrofas y 143 versos, al menos en la edición que preparara Eugenio Montejo para Monte Ávila Editores en 1985. 

El poema tiene por epitafio un par de versos de John Keats: «Beauty is truth, truth beauty, –that is all / Ye know on earth, and all ye need to know» (La belleza es verdad y la verdad belleza. Tal es cuanto / sobre la tierra conocéis, cuanto necesitáis conocer –versión del poeta José Ángel Valente). ¿De dónde salen las líneas de Keats? Del final de uno de sus poemas más comentados: Oda a una urna griega (1819). Esto es particularmente significativo porque se trata de la obra del bardo inglés que con insistencia la crítica académica ha definido como aquella que más condensa «una expresión formal de filosofía», según ha dicho Bernard Blackstone. 

No se puede entender El muro sin antes comprender Oda a una urna griega. Debo resaltar, sin embargo, que Ramón López Ortega ha señalado un error sostenido en la traducción del título Ode on a Grecian Urn, que quedaría mejor como Oda en una urna griega, lo cual cambia por completo la perspectiva filosófica de la obra. Dicho esto, en la atmósfera metafísica del poema tiene un valor semántico principalísimo el silencio. Esta quietud sonora abre el espacio en el que se resolverá axiomáticamente el final de la composición en la afirmación, platónica, de que la belleza es verdad, no sin dejar, en unos versos previos al cierre, una paradoja esencial: «fría pastoral». 

Esta paradoja coloca en el centro del silencio –como espacio poético– la concepción de los opuestos y su consecuente necesidad de equilibrio: «dejad que oiga el espíritu tonadas sin sonido», enfoque esencial a fin de comprender que los versos finales del poema de Keats, y citados por Paz Castillo, no aluden a la verdad en tanto que aletheia, verdad filosófica, sino en cuanto que Wahrheit (concepto hegeliano)esto es, en palabras de Blackstone, «la verdad viviente, la armonía de una parte con su todo», con lo cual la palabra, como signo, cohabita a un mismo tiempo con el fulgor del sentido y la oscuridad del misterio. 

Esta es la concepción con la cual aborda nuestro autor la escritura de El muro. Cuando Oscar Sambrano Urdaneta ha dicho que «Paz Castillo estableció un paralelismo artístico entre elementos de la naturaleza objetiva y elementos de su naturaleza anímica», no solo reconoció en el poeta caraqueño una aureola romántica que pudo provenir de su admirado Keats, sino que ha dado con la clave de su poética metafísica, aspecto esencial de comprender para no otorgar a su poema una innecesaria dimensión mística, ni siquiera religiosa. Ello supondría forzar la interpretación de El muro lejos de la Wahrheit. 

Ya desde la tirada I Paz Castillo se aboca a la construcción de su verdad armónica: la muralla es a un mismo tiempo muro y línea blanca, en todo caso, el límite entre el «lado allá del tiempo» y lo que se halla más acá. No comparto la opinión de que el muro deslinda la vida de la muerte, solamente, lo cual me parece que empobrece la potencia simbólica del signo: es una frontera innumerable. En la tirada V, por ejemplo, es el linde que separa «tu vida de otras vidas», de modo que su carga semiótica remite al campo vital, y no al borde de este con lo tanático. Luego, en el apartado VI, vida y muerte podrían hallarse tras el muro, mientras que en la sección IX el muro deviene en camino hacia Dios. 

El poema pareciera dividirse en dos grandes partes: hasta la tirada VII la voz poética se concentra en las implicaciones vitales del lindero; a partir del apartado VIII, en sus complejidades tanáticas. Quizá por ello se haya hecho tanto énfasis en esta posibilidad simbólica. A cada parte corresponde una dimensión ontológica del límite: en la primera este es el muro, pero en la segunda aquel se transforma en camino. También hay sendas correlaciones con un ave: el zamuro, presagio fúnebre, y el canario, intuición dorada de la trascendencia. 

A pesar de ello, no es posible hablar de un poema religioso o místico. En El muro la intuición de Dios y lo divino es relativa y dubitativa, especialmente en las tiradas VI y VII. Hay notables diferencias, por ejemplo, entre las inequívocas intuiciones místicas de Carlos Borges en Lámpara eucarística (1917) y las de El muro. No podemos, incluso, pasar de soslayo el modo como Paz Castillo desarticula la concepción teológica de la cruz en la tirada XIII: «Misteriosa cruz que solo muestra / su brazo horizontal», con lo cual se eclipsa la unión del Padre y el Hijo, y se reduce su significación cristológica a la sola dimensión terrena. En la transformación conceptual del poeta caraqueño, a mi juicio, hay una evolución desde una temprana postura de fe ingenua y crédula a un tardío escepticismo religioso. 

El muro, eso sí, está cruzado de punta a cabo por el silencio, el mismo que en Keats le hace la cama a la búsqueda de la verdad como Wahrheit: «Solo sé que hay un muro, / bello en su calada soledad de cielo y tiempo: / y todo, junto a él, es un milagro», dice nuestro poeta en la tirada XV. Este silencio es la casa donde se dan cita la luz del sentido del signo y la penumbra del misterio sígnico. En mi entender, Paz Castillo no solo alcanza en El muro una cima metafórica sobre la metafísica de lo humano, que incluye al «hombre no humano», sino que hace amagos de mirar hacia una ontología del signo, de la palabra y su sombra.  

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