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Apología de la estupidez

La sumisión no es paz. Es, sin lugar a dudas, la más abominable forma de violencia

 

I

La trivialidad es como un trozo de corcho. Siempre reflota en la superficie. Incapaz de hundirse, obstinado, siempre emerge, arrastrando lo que se le adhiera. Si hablásemos del Hades, del inframundo, sería hasta gozoso. Pero cuando penetramos el universo de las ideas, resulta censurable, aun reprochable.

Embebidos por un caudal de «buenas intenciones», la humanidad ha empedrado su propio camino al infierno, y se ha perdido en un bosque de excusas, de formas sin sustancia ni fondo, y sin poder alzarse por el gravoso peso de sus necedades, apenas si consigue una mirada miope de la realidad. Su «bonhomía» deja de ser ejemplar, porque encierra una violencia silente, pero mucho más aciaga que esas otras, estridentes y sangrientas.

No sería esta la primera vez que lo digo, pero me siento forzado a volver sobre esos seis años que desangraron a Europa (y al mundo), pero debo decirlo: de no haberse dado, hoy el mundo sería peor, mucho peor de lo que es hoy. Me refiero pues, a la Segunda Guerra Mundial.

A Winston Churchill se le acusó siempre de ser guerrerista. Sus adversarios políticos, entre ellos el vizconde Halifax y su predecesor en la jefatura del gobierno británico Arthur Neville Chamberlain, le tildaban de «loco». No obstante, vio lo que en su momento muy pocos veían en el pujante régimen nazi y su repulsivo líder: un orden totalitario abominable, como en efecto lo fue el nacionalsocialismo, y a Adolfo Hitler como el leviatán que demostró ser.

No crea usted que en la década de los ’30 el nazismo era percibido como lo es hoy, visto con la necesaria distancia que el tiempo ofrece a los historiadores. El gobierno nazi recuperó a Alemania de la catástrofe económica que fue la República de Weimar, y en los primeros años de su gestión mostró progreso, además de una indiscutible popularidad no solo en las masas, sino también en las esferas cultas alemanas, aunque asimismo, sus horrendas pretensiones. Obviamente, sobrellevaban los alemanes los gravosos compromisos impuestos por el Tratado de Versalles de 1919, que ciertamente hicieron de la Alemania resultante de la derrota en la Primera Guerra Mundial una naciente nación con demasiadas cargas a cuestas, así como con muchos resentimientos. Sin embargo, pese a sus éxitos y a su popularidad innegable, tanto como hoy, hubo entonces hombres y mujeres que no rindieron jamás su criterio, que no se dejaron seducir por el barrito de los rinocerontes de Ionesco. Personas a quienes la propaganda nazi no sedujo jamás. Churchill fue uno de ellos.

En 1940, cuando el viejo zorro de la política británica asumió la jefatura del gobierno, su predecesor, forzado por las ambiciones colonialistas del Führer (animadas sobre la teoría del «Lebensraum», desarrollada en 1901 por Friedrich Ratzel), ya había declarado la guerra al Tercer Reich (luego de la invasión a Polonia en septiembre de 1939). Ante el desastre militar de Dunkerque (mayo de 1940), en el que las tropas teutonas hubiesen podido aniquilar al ejército profesional británico, Halifax y Chamberlain temían – y con justa razón – una inminente invasión germana a la Gran Bretaña sin tener modo alguno para impedirla. Por ello, impulsaban un «acuerdo» con Berlín por medio del dictador fascista Benito Mussolini. En ese momento, ante la precariedad militar inglesa en Dunkerque, no era descabellado.

Churchill siempre se opuso a lo que hubiese sido un vergonzoso acuerdo de paz. Como pudo verse después, el primer ministro estuvo en lo cierto, y sus adversarios fueron tildados con el epíteto de apaciguadores. En julio del ‘40, Hitler violó el acuerdo Ribbentrop-Molotov, suscrito en agosto de 1939; y por lo demás, ya bien sabemos los horrores perpetrados por el régimen nazi dentro y fuera del territorio alemán.

A veces, las posturas bondadosas, y en principio civilizadas, son inconvenientes e incluso, reprochables.

 

II

El primer mundo hace votos porque en Venezuela se resuelvan los conflictos mediante el diálogo, y a priori – solo a priori – resulta generoso de parte de gobiernos democráticos robustos y bien consolidados. Sin embargo, lo que tiene lugar en este país, y a grandes rasgos en toda la región, muestra semejanzas con la conducta de los nazis en la década de los ’30 del siglo pasado, y, por lo tanto, todos los esfuerzos bien intencionados pueden devenir en esas piedras con la cual los bondadosos, sin quererlo, lapidan el camino al infierno. Tal vez no sean maridajes precisos, perfectos, sino, por lo contrario, más de fondo que de formas, pero indudablemente parecidos, basados ambos en una filosofía política que les es común: el totalitarismo. Me cuesta creer que las potencias desarrolladas no estén al tanto de esto y por ello, me temo que su poquedad se deba más a causas opacas, inconfesables.

La exparlamentaria europea Beatriz Becerra no faltó a la verdad en estos días pasados cuando afirmó que el diálogo propuesto por el Reino de Noruega era un mecanismo fallido, defendiendo la postura de Juan Guaidó, presidente del Poder Legislativo venezolano a negarse a una nueva ronda de negociaciones con el régimen de Maduro. No han sido pocos los que en efecto, se han sumado a la valiente postura de Becerra frente a la pusilanimidad mundial (que dicho sea de paso, recuerda mucho a la que Charles Rousseau imputó a las potencias democráticas durante el período entre guerras en su libro «Derecho Internacional Privado» y que a su juicio, razón del fracaso de las buenas intenciones de la fallida Sociedad de las Naciones). No obstante, la deplorable corrección política tan propia de nuestros días ha pervertido a los que asisten al liderazgo con su sapiencia y en principio, oficio. Ha contaminado a esa «intelectualidad» que encerrada en una «torre de marfil», se ha alejado de la realidad y con ella, a los que deben tomar las decisiones.

Lo sé, y es trágico, ciertamente; pero no siempre las soluciones a las crisis pueden ser civilizadas, porque a veces, desgraciadamente muchas veces, los involucrados no lo son ni desean serlo. Aún más, se regodean en su primitivismo. El Foro de San Pablo no tiene previsto respetar acuerdos, diálogos o negociaciones, como no lo tenían la III Internacional o las Potencias del Eje en su momento. Así como afirmo que la inviabilidad del socialismo estriba en la natural inclinación de los seres humanos a corromperse, y que el Estado socialista evidencia los mismos vicios de unos funcionarios que por tener poder absoluto, se han corrompido absolutamente; sostengo como una terrible verdad que una vez son gobierno, embriagados por las prebendas ofrecidas por el ejercicio del poder, no son escasas las oportunidades en las que los tiranos no han estado ni remotamente dispuestos a negociar su rendición sino hasta verse obligados a ello por las circunstancias, y los hay que aun mendicantes, vagando como indigentes en las calles, sean asesinados por las masas enardecidas mientras deliran con la ilusión de que retomarán el gobierno.

Se tiende a creer, por esa superficialidad reinante, que el diálogo o las negociaciones poseen un aura mágica. Tanta como encenderle velones a «la reina», realizar ritos wiccanos, seguirse por las recomendaciones del horóscopo, o esperar nuevos hombres a caballo que reemplacen nuestro irrenunciable compromiso con la solución de la crisis más allá de ir a las romerías tan parecidas a las de los adecos, y que recientemente Chúo Torrealba organizó como coordinador de la unidad. John Magdaleno hizo un estudio enjundioso sobre las transiciones pacíficas, y sin lugar a dudas, es uno muy sesudo, pero ajeno a la realidad venezolana y útil solo para abultar los anaqueles de las bibliotecas. La academia no cumple su cometido si sus enseñanzas no son ajustadas a la realidad y no sirven para propósitos realizables. En más de 25 años de ejercicio del Derecho, no he hallado jamás un «caso de librito», y con esto ya digo bastante.

Nelson Mandela dijo en su obra «Conversaciones conmigo mismo» (una compilación de cartas y conversaciones del líder sudafricano, realizada en el 2010 y editada en español en 2011 por Planeta), que la forma de librar la lucha depende de las condiciones particulares de cada una. Si bien es cierto que Frederik de Klerk y el propio Mandela negociaron el fin del apartheid (y la transición hacia un gobierno de amplitud étnica en Sudáfrica), también lo es que la lucha por la igualdad de derechos entre negros y blancos en esa nación fue cruenta y el acuerdo, solo la consumación de una cruenta y larga disputa.

Sí, en ese afán por justificar una postura más que encontrar una solución realista a la crisis, he llegado a escuchar incluso, no sin asombro, que la caída de Marcos Pérez Jiménez fue resultado de unas elecciones (lo cual es una afirmación maniquea para justificar unas que hoy resultan absurdas en Venezuela); pero la verdad es que muchas «negociaciones» para transitar de un modelo a otro fueron precedidas por años de revueltas y pugnas que llegado el momento, las forzaron. Olvidan muchos el origen de quienes hoy gobiernan, y que, como lo dice la abogada y escritora Thays Peñalver en su obra «La conspiración de los 12 golpes», conjuraron durante décadas para asaltar el poder, como ocurrió, además de otras ocasiones menos notorias, el 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992.

Resulta naíf (pecaminosamente naíf) asumir que una vez perdido el poder, el chavismo (apoyado por el Foro de San Pablo, Rusia y los militares iraníes) no vaya a conspirar y recurrir a formas violentas para recuperarlo. Yo no tengo la menor duda de que así será (y por ende, hay que prepararse para ello). Resulta pueril creer que basta un cambio en la cabeza del Ejecutivo Nacional para que todo se arregle, y ya lo vimos en el 2013, no, no es suficiente (porque no se trata de un hombre maluco y despótico, sino de un proyecto maligno).

Celebro la bonhomía honesta de quienes desean evitar tragedias mayores, pero sé que a veces, acaso muchas, no basta la buena voluntad de los hombres y mujeres de bien para resolver las crisis, y que, nos guste o no, la realidad patea como los burros. Rechazo la falsa bonhomía que esconde intereses oscuros, arreglos opacos, que persigan beneficiar grupos particulares y en modo alguno, liberar a Venezuela de una desgracia que ya consume demasiadas vidas. Pero además, reprocho a los necios, que por no adentrarse en las aguas profundas, solo corea impensadamente y sin criterio alguno consignas engañosas, falacias que solo reafirman como mandamás a una élite corrupta y desvergonzada; así como a quienes por soberbios y majaderos, aspiran a protagonizar los cambios pese a desconocer otras formas para resolver esta crisis distintas a las que ya se han ensayado sin éxito.

Me aterra pensar que la dirigencia yerra una y otra vez porque en ese atajo de egos, majaderos y necios se mezclan la incapacidad de unos para hacer más de lo que ya han hecho, la mediocridad de muchos, y desde luego, los intereses mezquinos o corruptos de quienes apetecen el poder por las mismas razones que los chavistas, para hacerse de prebendas y beneficios.

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