Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Antoni Gaudí: A los noventa años de su muerte, más actual que nunca

Polémicas en torno a sus edificios, especialmente la Sagrada Familia, lobbies promoviendo su canonización, venta de sus diseños a altos precios, largas colas para visitar sus construcciones, no dejan de perseguir hoy la memoria del arquitecto catalán, atropellado por uno de los primeros tranvías que circularon en Barcelona, un día de junio de 1926.

En mi imaginario particular, sin embargo, experimenté mucho antes la sorpresa ante la obra gaudiniana sin saberlo, o más bien sin entender quién era Antoni Gaudí. Ello quizás porque mis primeras memorias de sus espacios se corresponden con un apartamento barcelonés de la casa Milà (la Pedrera), habitado por alguien a quien la familia tildaba de excentricismo, al vivir entre paredes sinuosas que latían como una serpiente al acecho y techos simulando el oleaje de un mar embravecido agitándose por encima de mi asombro.

Apoyar mis ojos infantiles en las formas retorcidas de sus balcones, era entonces vivir la cotidianeidad de una Barcelona sitiada por la intolerancia del franquismo que, como las fachadas aún no restauradas de la zona, en tanto pasaron los años fue poniéndose más oscuro hasta dejar a la ciudad sin luz y sin mirada.

Habitaban en las molduras de aquella arquitectura las memorias de la guerra, los fusilamientos, el exilio, la represión, el miedo y la ruina económica de seres, en su mayoría viudas, que habían quedado inmóviles tras las persianas cerradas sobre los árboles del Passeig de Gràcia y la Rambla de Catalunya. Barcelonesas a quienes, más de una vez, los vecinos encontraron muertas de miseria, entre los maravillosos artesonados de sus casas y el exquisito dibujo de las cristaleras coloreadas, abriéndose hacia las galerías y patios de l’Eixample.

Tuvieron que pasar varios lustros, desde el día cuando los restos del dictador bajaron ya podridos al Valle de los Caídos, para que, primero la ciudad misma, y luego el mundo, volvieran a revalorizar el modernismo catalán en las obras de visionarios como Gaudí, Puig i Cadafalch, y Domènech i Montaner. Exponentes, todos, de una generación iluminada, que creció en una época cuando los ideales de recuperación del pasado histórico de Catalunya eran el deseo más ferviente del país petit.

Pero al caminar hoy por la Barcelona de los multiplexes y las cadenas transnacionales de comida rápida, no encontraremos a Gaudí sino a su simulación, en las distintas iniciativas comerciales que se amparan bajo su nombre. Antoni Gaudí es, para muchos españoles y turistas de todas partes del mundo, un traje de baño y un jabón, unas cortinas para la ducha y un refresco de naranja. Llaveros, gomas de borrar, vajillas, pañuelos, joyas, monedas, especialidades en un restaurante y un musical estilo Broadway llevan el nombre de Gaudí, o reproducen la iconografía de sus obras más conocidas.

Hasta la casa de artículos de lujo Loewe, uno de los patrocinadores oficiales del Año Gaudí en 2002, lanzó una colección de accesorios y una edición especial del perfume “Agua de Loewe” inspirados en el arquitecto. Algo paradójico, pues fue justamente esta firma la que, en 1943, al abrir sus puertas en el Passeig de Gràcia, destruyó toda la decoración escultórica modernista en la planta baja de la casa Lleò Morera de Domènech i Montaner, a fin de “modernizar” la entrada a su boutique.

Pero más allá del ruido de estos despliegues transitorios emerge sin embargo la obra gaudiniana que historiadores, curadores, arquitectos, escritores y artistas se han encargado de redimensionar para las generaciones actuales. Esto, mediante exposiciones, libros de arte, biografías y ensayos buscando potenciar, no solo el trabajo del creador, sino a Barcelona y a la cultura catalana en general, en un momento cuando el Estado español favorece el centralismo político y administrativo, en detrimento de los gobiernos autonómicos, y Catalunya se prepara para hacer un referéndum acerca de su salida de España a fin de constituirse como país independiente. No es de extrañar entonces que, unos años atrás, quizás adelantándose a los exaltados ánimos nacionalistas actuales, un grupo de jóvenes militantes desplegaran sobre el tejado de la Pedrera una bandera catalana con la inscripción “Gaudí independentista” y lanzaran volantes a la calle bajo el lema “Gaudí ya soñaba con una Catalunya libre’.

Catolicismo, romanticismo, fraternalismo, nacionalismo, nostalgia romántica por las ruinas del pasado y las causas perdidas, se mezclaban en la mente del joven Gaudí cuando a los 16 años llegó a Barcelona desde la provincia. Ello, en un momento cuando la ciudad se abría a la industrialización y de Cuba llegaba el capital que, posteriormente, financiaría muchos de sus proyectos.

Azúcar, algodón, tabaco, esclavos y ron; sobre esta fundación se sustentaría el poder económico que costeó el modernismo catalán, cuyas intrincadas formas evidencian la naturaleza y el barroco latinoamericanos. De hecho Gaudí logró que la piedra palpite, proteica, como un gran corazón puesto a expulsar formas provenientes de nuestro imaginario, fielmente reproducido mediante juegos de espejos donde se refleja una flor tropical o el entramado de un árbol milenario.

El arquitecto compartió con Marcel Proust su admiración por John Ruskin, acerca de que el valor de la obra reside en la inutilidad gratuita del ornamento y, como el autor de la Recherche, también el catalán viajó muy poco. Desde su primera oficina fundada al terminar la carrera en 1878, en el eje judío de la ciudad medieval, pasando por l’Eixample donde realizó sus edificios más emblemáticos y de ahí al Parque Güell, y a una pequeña casa anexa al templo de la Sagrada Familia, fue Barcelona la ciudad donde vivió y murió.

Aislándose progresivamente en el misticismo que ha llevado a impulsar su santificación, Gaudí, a diferencia de Frank Lloyd Wright, Le Corbusier o Walter Gropius, no creó escuela. Su obra, como la de Proust, permanece contenida en sí misma y al igual que su iglesia, la casa Milà y el Parque Güell, eternamente inacabada.

Desentrañar la mecánica de la naturaleza y diseccionar la anatomía de la piedra, la cerámica y el vidrio, para construir espacios que desafíen la gravedad, fue su objetivo, en un tiempo cuando la arquitectura se decantaba hacia el minimalismo y la expresión de las luchas sociales. Ubicándose así en el polo opuesto a la Bauhaus y al constructivismo soviético, Gaudí fue condenado al ostracismo y al rechazo por parte de muchos artistas e intelectuales de la época. Una época llena de contradicciones pues, mientras Picasso plasmaba en sus telas la miseria del barri xino, frente al estudio del pintor Gaudí construía el palacio del conde Güell. Y a pesar de que el Museo de Arte Moderno de Nueva York lo incluyó en la retrospectiva del surrealismo de 1936, consagrándole además una exposición monográfica en 1957, algunas de sus obras fueron mutiladas durante esos años y otras como el palacio Güell —destinado a cámara de torturas tras la Guerra Civil— estuvo a punto de ser destruido por el franquismo.

Ello como venganza contra un nacionalismo (Gaudí siempre se negó a hablar otra lengua distinta al catalán) llevándole, por ejemplo, a comparar el sentido de la plasticidad catalana con su ausencia en la sensibilidad castellana, al decir que “los castellanos no tienen esta equilibrada percepción de las cosas. Ellos son, respecto a los catalanes, lo que los cíclopes con relación a los griegos: al tener un solo ojo no ven clara la imagen sino un fantasma de la imagen”.

En continua lucha contra el Estado, que no solo quedó adeudándole varias obras sino censuró igualmente su posición independentista, Gaudí sufrió persecuciones y cárcel durante los difíciles años anteriores a la Guerra Civil, marcados por el anarquismo y las dictaduras militares definidas por él como “un puente entre dos soluciones de gobierno… y la gente en los puentes no vive, solo pasa por ellos”.

En 1908, un grupo de empresarios visitó a Gaudí para proponerle que diseñara un hotel en Manhattan, a la par de los grandes rascacielos que el optimismo de la creciente industrialización estaba construyendo entonces. De tal proyecto, no obstante, solo nos han quedado los planos y dibujos, como testigo de un momento lleno de promesas y esperanzas truncado con la crisis de 1929. Aunque para entonces el artista ya no era de este mundo.

Negándose al amor y abandonándose del cuerpo, a medida que sus construcciones emergían como brotando del suelo en conflicto, Gaudí ondea hoy por encima de todos los posibles homenajes pues, tal cual apuntó en su momento otro icono de la cultura catalana, el poeta Joan Maragall, “Gaudí es como un visionario, nadie se ocupa de él ni él de nadie; pero va tejiendo su visión a solas… porque aquel hombre es el genio de Catalunya”.

Hey you,
¿nos brindas un café?