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amparo bohorquez
Photo Credits: Ben Fruen ©

Añoranza a Venezuela

Ángeles Coromoto teje mientras un pastel se hornea, inundando el pequeño departamento de un aroma dulce. Poco o nada hay alrededor: un sillón rescatado antes de tirarse, dos o tres guacales para apoyar precariamente una pantalla pequeña, una estufa eléctrica y un módem.

“Es como una casa de recién casados” me dice ella, sonriendo como disculpándose de su propia precariedad, mientras sus manos manejan rítmicamente largas agujas que van construyendo, poquito a poco, unos guantes que venderá. El pastel también es para vender, rebanadas a 25 pesos para pagar una renta exagerada por la gentrificación de Santa Fe.

“Pero allá en Venezuela…yo tengo mi cocina, completa. Dos alacenas, así, de arriba a abajo” me muestra con una mano lo que me dibuja como un enorme almacén del suelo al techo.

Muchas de las frases de la señora Ángeles empiezan de esta forma, recordando lo que dejó la patria que la vio nacer a su madre, a ella, y otras dos generaciones de descendientes más.

Con 63 años y una vida hecha dejó su país, sus alacenas que de nada le servían ya pues no había nada que guardar y a una de sus hijas, para mudarse a México como muchos de los venezolanos con más recursos.

Las fronteras son líneas imaginarias, trazadas por el hombre entre lo que es suyo y lo que no. Donde se puede (y no se puede) existir, al menos no sin enfrentarse a la pregunta que le hago: ¿por qué?

La escucho hablar por horas del carnet de la patria, de la expropiación de tierras a los ricos por el gobierno, del incesante pero falso clamor de la victoria de la democracia y la libertad como palabras vacías para ciudadanos cada día más desesperados por alimentos o medicinas, esperando sin apologías ya sea la muerte del dictador o la intervención de Estados Unidos en su país.

Me habla de las guarimbas: los enfrentamientos entre miembros de la oposición a la dictadura y la Guardia Nacional. Me cuenta de la noche que no durmió, estremeciéndose cuando se escuchaban balas silbando mientras pasaban a tan solo metros de su casa, mojando trapos y colocándolos en resquicios de puertas y ventanas para impedir que entrara gas lacrimógeno, completamente vestida, lista con un bolso y su perro bajo el brazo, dispuesta a salir en cualquier momento si llegaban a irrumpir, pero sin la menor idea de qué hacer si pasaba. Podía salir, pero no llegaría a ningún lado. No había lugar alguno donde pudiera ir, se encontraba completamente impotente a merced de sus circunstancias.

Mucho se habla de la asimilación de los inmigrantes al país de origen. La demanda popular exige que estos adopten desde la lengua hasta los usos y costumbres, que dejen de ser “otros” para convertirse en el aquí y el ahora.

Poco se habla de la herida en el alma que deja el abandono de un país, el profundo y diario anhelo por regresar, al encontrarse arrancado del seno del propio hogar y enfrentándose súbitamente a otro clima, otros sabores y olores, otra idiosincracia.

Al encontrarse teniendo que volver a empezar, creando nuevamente otro refugio en el mundo.

“En cuanto mejore la situación yo agarro mis corotos y me regreso” me afirma mientras ve una y otra vez, fotos de su antigua casa en sus redes sociales, “quiero regresar antes de que me muera aquí” su boca sonríe, pero sus ojos, pegados a la pantalla, me dicen que está hablando en serio.

Y que daría probablemente todo lo que se encuentra en este apartamento, por regresar.


Photo Credits: Ben Fruen ©

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