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Amos de vida y hacienda

En 1993, en Venezuela, Acción Democrática conspiró para derrocar a uno de sus líderes, Carlos Andrés Pérez; electo dos veces para presidir al país. En un juicio amañado, por hechos que ni siquiera eran delito, la extinta Corte Suprema de Justicia allanó el camino para que la casta política pusiese fin a lo que era un genuino (aunque mal instrumentado) programa para modernizar institucional y económicamente a Venezuela. El segundo mandato de Pérez empezó con el trágico Caracazo y luego de dos conatos de golpe de Estado, terminó con su destitución por el Congreso Nacional.

Pisó demasiados callos, ese complicado segundo gobierno de Pérez. Molestó la rancia sinergia entre el liderazgo político y los empresarios, que aplaudían el liberalismo solo en lo que les rentaba ganancias pero rechazaban la libre competencia que premia al más eficiente. De aquel árbol caído, de Pérez y su proyecto modernizador todos hicieron leña. Y en medio de los descarnados ataques por todos los flancos, y en especial desde los medios (alimentado por la intelectualidad izquierdista que avivó la fatídica antipolítica), dos personajes se lucraron políticamente del discurso antiliberal: Rafael Caldera (que nunca creyó en una economía de mercado) y desde luego, el jefe (si es que lo fue realmente) de aquella montonera propia del siglo antepasado, Hugo Chávez.

Venezuela ha sido desde hace mucho, un terreno fértil para políticas populistas. Desde la olla de María y el plan de empleo de la Junta cívico-militar presidida por el contraalmirante Wolfgang Larrazábal, en el que la gente cobraba un salario sin trabajar; hasta las misiones chavistas, cuna de una corruptela inmunda sin precedentes y de una maquinaria perversa para sojuzgar al ciudadano, pasando, obviamente, por los potes de leche, las láminas de zinc y las botellas de ron que ofrecían los adecos en sus famosas romerías. Y no olvidemos el rosario de subsidios y controles de precios y a las importaciones que han obligado al ciudadano común a comprar productos de mala calidad a altos precios estandarizados.

En Venezuela jamás ha existido un partido realmente de centro-derecha. No hay líderes que comulguen con el liberalismo. Todos comulgan con ideas más o menos socialistas – con sus matices –, incapaces todas de generar prosperidad y desarrollo. Hugo Chávez no inventó nada. Solo exacerbó la muy arraigada mentalidad rentista del venezolano. Basta mirar atrás (y no mucho) y encontrarse con la tarjeta «Mi Negra» que prometía Manuel Rosales en las presidenciales del 2006 o este despropósito desvergonzado que promete Henri Falcón de entregar un bono de 25 dólares a cada ciudadano (cabe preguntarse con qué dinero). Basta ver las políticas proteccionistas que hicieron del empresariado venezolano, uno débil y mediocre, negado para competir con productos importados y muchos menos en los mercados internacionales (salvo honrosas excepciones).

Venezuela debe volver sobre dos ensayos vilipendiados (que nutrieron el discurso de chafarotes como Chávez): el Pacto de Puntofijo, para asegurar la viabilidad política de un gobierno transitorio y del orden democrático resultante de este, así como el programa liberal de Carlos Andrés Pérez (durante su segundo mandato), para modernizar institucional y económicamente al país, que, en muchos sentidos, sigue anclado en las jefaturas caudillistas del siglo XIX y una economía mono-productora y marcadamente rentista. Nos guste o no, no habrá desarrollo hasta tanto no se aplique un genuino orden liberal y se instituya un orden republicano, en el que la ley se respete realmente. El trienio populista de AD dio al traste con el orden liberal adelantado por el post-gomecismo después del golpe de Estado de 1945, y luego, cuando Carlos Andrés Pérez trató de instituirlo de nuevo, la élite política y económica del país se lo impidieron. El respeto por la ley, debo confesarlo, no ha existido jamás.

Los venezolanos nos apoltronamos en la prodigiosa renta petrolera (que en tiempos de Chávez llegó a ser de tal magnitud que bien pudo hacerse de este país una réplica de Dubái). Los líderes políticos, los obreros y los empresarios se acostumbraron a que la renta venezolana no la producía el trabajo, sino el maná negro que brota del suelo, para algunos como un obsequio engañoso del demonio. La crisis no es solo obra de las políticas socialistas instituidas por Chávez y Maduro, sino de la concepción que sobre el trabajo, la producción y la responsabilidad individual tenemos los venezolanos.

La reconstrucción de Venezuela no será posible si primero no se asumen unas cuantas verdades, algunas de ellas muy desagradables. Creo yo que la instauración de una democracia liberal y una economía de mercado son claves en la construcción de un país desarrollado y próspero, una clase media robusta y desde luego, crítica de sus líderes. Una sociedad madura política y económicamente ejercerá las presiones necesaria para que el liderazgo no pueda seguir actuando como si fuera amo de vida y hacienda.

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