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Dinapiera Di Donato

Altagracia Medina entre Linnea Rovaska, Jazmín y Bianca

Me rodean. Preguntan por la sección de español. Con mucho gusto, como si tuviera todo el tiempo del mundo, como si fuera sábado día de predicadores, rompo a hablar con las mayores de La dulce envenenadora de Arto Paasilinna. La abuelita no permite que la maten, pero hay también un cuento de una cubana donde una amiga ayuda a otra a envenenar a un mal marido (no es exactamente así, pero estoy segura de que en lo que empiecen a leer el primero de la serie de Sonia Rivera-Valdés no lo van a soltar).

Empiezo a buscar a Rivera-Valdés, pero pierden interés cuando les cuento que está radicada en Estados Unidos. Desisto y paso a mostrar entonces el ejemplar de La breve y maravillosa vida de Óscar Wao y es cuando cortan mi entusiasmo al aclarar no que no están interesadas en fantasías, sino que andan más bien en una búsqueda filosófica más espiritual: ¿dónde están los libros de Coelho?

Empiezo a arrastrar los pies y al fin me planto frente a los tramos de autoayuda sin saber que por primera vez ese gesto me ayudaría a superar la envidia, y no porque me haya contagiado de lo de la búsqueda de elevación moral, sino porque justo al lado del Aleph de Coelho está un libro de Borges: El Aleph. Casi me despido inclinándome en namasté, en otra vida escribí una tesina sobre Borges, vaga pero llena de ganas. Me anotaba un punto en la superación personal, pronto dejaría de meterme en lo que leen los otros, por última vez intentaría que se llevaran los dos Aleph, pero desafortunadamente una de las señoras guglearía y antes de que pudiera recitar (ya no más, lo juro) fingiendo armonizar entre escotes y solemnidad, dado el público que tenía delante, La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios …, la Wikipedia es quien me frena ahora:

El Aleph es un cuento del escritor argentino J.L. Borges publicado en la revista Playboy en 1995.

Fin de cita.

Convengo en que espiritual, espiritual no parece. Me callé al fin pero nada me quitaría el éxtasis recuperado. Siempre ocurre el milagro que me hace regresar a las bibliotecas de barrio donde abundan traducciones y a veces Mario Levrero y La novela luminosa y misteriosamente algún libro francés o italiano que no está en las listas de lo más sonado.

El día aquel que me molesté porque no me aceptaron la donación de ejemplares de autores venezolanos me hice la que no entendió lo del protocolo y fui francamente grosera diciendo que les sobraba espacio, que bastaría con vaciar las estanterías rellenas de punta a punta de novelitas de kiosco. Con descaro empecé a rayarles los cartelitos que rezaban en español Favor no ponga libros para atrás. No se dice así, no se escribe así, con letra rencorosa dejé el rastro de mi espíritu bajo en marcador rojo.

Estaba en eso cuando noté con mal humor que se había colado una novelita del sello Harlequin en el tramo escaso de poesía y cuando la acerco a la zona de las estanterías repletas de las series Jazmín y Bianca, el librito suelta la foto antigua de una mujer con su estola de Mink y guantes de codo, tomada en una penumbra casi de alcoba. Detrás de la foto ponía to Altagracia Medina, C. Waldorf Astoria.

Esa tarde salí de la biblioteca con la imagen que parecía de Beatriz Viterbo y empecé a escribir Una vida imaginada, aquellos fragmentos de una adjunct obsesionada con el arquetipo de poeta que es el gato muerto; el cadáver que salta una y otra vez y se recompone en algunas mentes de aquellos libros leídos en las vidas correspondientes, como la mía, con la edición de El Bonche de Renato Rodríguez y Levantad constructores la viga maestra seguido de Seymour, una introducción. Mi ejemplar de la traducción de Aurora Bernárdez, la genial lectora de la que todos tuvieron celos, por Cortázar, donde Seymour deja escrito en su diario cómo le explicaba a su novia el tipo de poeta o persona que quería ser. Así Seymour cuenta que en el budismo Zen le preguntaron una vez al maestro cuál era la cosa más valiosa del mundo, y el maestro contestó que un gato muerto, porque nadie podía ponerle precio. En las novelas de Rodríguez el personaje es un escritor que a veces es un Re-gato, marcando el territorio por donde iba: Caracas, París o New York.

La adjunct del cuento no entendía el precio del poeta latino a comienzos de este siglo. Era una expatriada más que había metido a sus favoritos en la maleta junto con un libro sobre los árboles de Venezuela, y no más llegar se entera de que aquí ya nadie quería saber nada de ellos. Sobre todo de Reinaldo Arenas, una bicha mala y rencorosa. Y de Rodríguez, bueno, la literatura del futuro nacional no se ocupaba de vagabundeos marginales. Ningún joven daba mucho por aquellas lecturas pero la adjunct continuaba. En la academia se vendían otras cosas. Cuando leyó La fiesta del Chivo, la adjunct comentó que parecía una novela escrita por encargo y no hizo la fila para que el autor autografiara su ejemplar. Nunca había lamentado tanto la compra de un libro -que además no necesitaba- pero en la academia era de buen tono entre escritores comprar las novedades, porque a un doctorado se venía a que algo novedoso se te pegara. Años después cada escritor convertido en emigrante de provecho se asentaba, menos la adjunct del cuento. Salió la novela de Junot Díaz y en medio de poetas vivos volvió a abrir su bocota, cada vez más perdida; dijo que ese libro de lengua hipnótica y dúctil se malograba por tanta pretensión edificante, porque se le notaba demasiado el empeño de arreglarle las cuentas al mismo cuento latinoamericano de la culpa colonial. A medida que pronunciaba esas rimbombancias espantando a todo el mundo que no tenía por qué enterarse de cierto tipo de locura de emigrante académico venido a menos,  producto de los encierros corrigiendo ejercicios gramaticales mientras se seguía la obsesión nacional de tumbar al gobierno por internet, su personaje Altagracia Medina -la del retrato que vivía en su cartera como si se tratara del muro del salón de la calle Garay del Aleph- se compadeció. Menos mal que hasta alguien como la adjunct puede ser salvada sin iniciación en la nueva era santera que no está al alcance de su chequera. Altagracia Medina se removió, qué bicho había picado a la adjunct, y uno de los poetas vivientes descubrió que era el bicho malo y rencoroso de la envidia arenosa, los alter-ego nacionales, porque ningún intelectual venezolano se ganaba Pulitzer alguno, expertos en comprarlo todo, hasta que al fin les dieron lo suyo, bien merecido, ahorita que paguen y tengan lo que merecen. Altagracia Medina le tapó la boca, oye, oye, la adjunct le daba pena, necesitaba ubicarla entre los vivos en aquella lucha entre vampiros y zombies, y qué gato muerto ni qué gato muerto. La adjunct escuchó aquellos propósitos y tuvo su merecido.

E igual que mi personaje, salvo que yo sí recomiendo gustosa a Junot Díaz y guardo todavía La Casa Verde como si tuviera todo el tiempo del mundo, como si fuera sábado y sigo leyendo de los mismos libros de viejitas. También intento escribir como si fuera la helada mañana de febrero en la que encontré al personaje de Altagracia Medina que huía de la estantería de Jazmín y Bianca cansada, como Seymour o Renato Rodríguez, después de haber agotado sus siete vidas. Linnea Rovaska armó su plan sin decir nada. Porque en el barrio, si no es la banda de los 3NI es la de los cristianos, o la de los landlords, o la de los médicos, la de los bancos o las de los home attendants, sin contar con los que todavía te llaman desde las islas caribeñas y te dan unos sustos porque todos quieren hacerte entrar por la puerta estrecha.


Photo Credits: 好少年

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