Visitamos tres viejas peluquerías en Puebla. Todas gritan sus glorias pasadas en cada detalle colgado en sus paredes. También, todas ellas, son la extensión de su creador: un universo decadente creado por un diosecillo en peligro en extinción, que huele a crema de afeita, y que ha ganado concursos, y que cuida su silla de peluquero más que a nada en su vida.
Aquí las historias.
Pedro (o las sillas de carmín)
Lunes 1 de marzo, 16:54
Vino un gringo el otro día, me ofrecía 10 mil dólares por una de mis sillas.
Pedro es de ademanes cortos. “Economía de los gestos”, podría titular su tesis cualquier estudiante de antropología si viniera a esta peluquería a estudiar sus formas. Cuando nos dice lo del gringo, su pecho se inflama de orgullo, como si las sillas que ha mantenido como nuevas durante décadas, con ese mismo rojo escarlata con el que salieron de la fábrica, se trataran de un logro incluso mucho mayor al de haber permanecido incólume a las vicisitudes de los años.
Yo llevo setenta años en este oficio, nací con las tijeras en la mano. Luego me fui a la Ciudad de México a estudiar. Ahí gané concursos, le gané a unos gringos y a unos franceses con uno de los flecos que estaban de moda por esos años. Por eso la gente me sigue buscando. Pero me regresé aquí a Puebla porque me aburría mucho en la Ciudad.
Sol y cortinas. Este lugar es sol y cortinas. Desde hace un rato, M y yo no soportamos el calor. Se trata de un local pequeñísimo, sobre la 14 sur, en el Barrio de La Luz, en el que Pedro atiende a gobernadores, taxistas, abogados y sacerdotes desde hace años, y dentro del cual, su esposa, la esposa de Pedro, nos relata la historia de su marido de ochenta y tantos años, y de cómo le prepara su atuendo, y de cómo le plancha las camisas, y de cómo nunca ha faltado nada de comer en la mesa de su casa.
Arreglar a alguien es un arte, señor. Mire, yo, por respeto de usted, me pongo una bata y traigo corbata, es por respeto a mi oficio, y lo menos que puedo hacer es cuidar la silla en la que usted se va a sentar a que lo arregle.
Usa el verbo arreglar como si su oficio se tratara más que de arreglar barbas y peinados; habla de arreglar como si ahí, dentro de las cuatro paredes donde nuestra Yashica encierra el tiempo silenciosamente con un clic, y luego un clac, los espejos dorados y las cortinitas discretas, y la piel rojo intenso de sus sillas de orgullo, arreglaran la vida de uno mismo.
El mundo podría terminar, la ciudad podría hundirse, acabar devorada por un volcán naciente, que las sillas de Pedro estarían intactas, rojas, nuevas.
Es cierto: son las sillas más hermosas que hemos visto siempre.
Juan (o el misterio del tupé)
Miércoles 3 de marzo, 18:06
En realidad, no queríamos venir a esta peluquería. Llegamos a ella porque la que queríamos visitar primero, es de un peluquero con aires de grandeza y vanidad que nos dijo que él no podía salir en las fotos porque tenía antecedentes penales.
No le creímos en lo absoluto, pues él mismo se había delatado desde antes:
lleve a componer mi tupé, por eso ando ahorita calvo, por eso les pido disculpas, jóvenes, ningún peluquero debería ser visto nunca estando calvo.
Y luego, ya cuando nos había dicho que su tupé lo había mandado con un colega suyo “de los que siguen vivos todavía”, a Ciudad de México a componer, y que tardaría una semana, soltó que no quería salir en las fotos porque había cometido un delito hacía muchos años.
Igual soltó algo sobre haber ganado un concurso contra estilistas alemanes, pero de esto que les cuento ya hacen como 50 años, y nos habló de sus glorías pasadas, y las del Hotel María Isabel, en Reforma, cuando entonces todavía se codeaba uno con espías en su bar del vestíbulo.
Fue por eso que acabamos en esta peluquería tomando fotos, sólo porque no pudimos ir a la que verdaderamente quisimos. Aquí no hay tupés, ni sillones derruidos, ni fotomontajes de el peluquero/dueño/prófugo en una cascada y con tijeras de oro en la mano colgados en las paredes.
Nos resignamos y venimos a esta, con un nombre en inglés, con un peluquero muy joven y panzón que también nos habló de haber ganado un concurso.
Pero todo era muy verdad, y cuando las cosas son muy verdad, cuesta más creérselas que cuando son mentiras contadas por un peluquero con antecedentes penales y un tupé mandado a componer con un amigo de los que viven todavía.
Las mentiras suenan más a verdad cuando las dice un peluquero.
El misterio del Sr. Cavalieri (o Cavalieri, su servidor)
Viernes 5 de marzo, 17:01
Las últimas fotos las tomamos de contrabando. Habíamos ido a buscar al estilista Cavalieri unos días antes, pero su estoica estilista nos dijo que hasta el jueves podíamos encontrarlo. Cabe recordar que, el Sr. Cavalieri, gozó durante la década de los ochenta de fama y prestigio estilista, mismo que le fue dotado gracias a sus angelicales manos, sus lentes de Héctor Lavoe y tres o cuatro peluquerías bajo su mando en diferentes puntos de la ciudad.
Hoy el Sr. Cavalieri vive esas glorias como si gobernara Adolfo López Mateos y como si el país estuviera administrando una riqueza inmensurable de petróleo y cine nacional. Por eso, cuando logramos localizarlo, nos pidió dos mil pesos por sacar 4 fotos de él y de su peluquería, quizá con su asistente incluida. Yo, por instinto fotográfico, le dije que sí, que nos veíamos el viernes, a las 5 en punto.
M pasó tres días recordándome lo naive que puedo llegar a ser. Cómo le dijiste que sí, nadie cobra dos mil pesos por sacarle foto a nada. Y es cierto, pero yo dije que sí porque la peluquería del Sr. Cavalieri, un local bastante grande y suspendido en los tiempos de Secretos, de José José, para mí significaba un gran misterio.
El viernes llegó. M y yo nos habíamos quedado de ver con Noyola para comprar el papel de su próximo libro que editaremos bajo el sello que fundamos hace unos años. Ahí mismo, M me acusó con el: mira lo que hizo tu amigo, dile que te cuente cómo es que va a pagar 2 mil pesos por nada.
Como buen amigo y como buen poeta, me dijo que yo era un pendejo.
Entonces le dijimos que nos acompañara, pues yo no iba a dejar plantado al Sr. Cavalieri. Si acaso, ahí mismo y con la dignidad por los suelos, le diría que no podía pagarle dos mil pesos por unas fotos y le explicaría que M y yo hacemos esto por amor y le pediría disculpas y seguramente nos mentaríamos la madre en silencio y cada quién en su momento: peluquero mamón, fotógrafo pendejo.
Pero cuando M, Noyola y yo llegamos a Cavalieri, su ida asistente nos abrió la puerta y nos dijo que Don Cavalieri estaba a punto de llegar, pues había ido por unas cosas.
Ahí, Noyola y María dijeron: es momento.
Sin que la asistente se diera cuenta, M y yo comenzamos a tirar tantas fotos pudimos. Mientras, Noyola, documentaba lo que hacíamos.
En menos de 5 minutos teníamos el rollo de 120 expuesto.
Por favor, señorita: dígale al Sr. Cavalieri que ahora venimos, olvidamos traer el dinero.
Salimos de ahí corriendo, con la adrenalina entre los huesos y con un rollo de pura decadencia en nuestra bolsa.
Cuando dábamos vuelta en la esquina, escuchamos el Cavalier del señor Cavalieri rugir. Estaba llegando.
Creo que no nos vio.